¿De qué sirve reclamar si ya se sabe quién manda? ¿Para qué denunciar si la justicia no existe? Estas expresiones son síntomas de un mal que puede convertirse en epidemia: la desesperanza.
Siempre he tratado de alejarme de las visiones pesimistas pero cada vez me es más difícil escapar de ellas. No sé si es que estoy perdida en el bosque de mi verde ingenuidad o es que los otros empiezan a naufragar en las aguas del desahucio.
La desesperanza es un estado en el que se ven debilitados o extinguidos el amor, la confianza, la alegría y la fe. Es un sentimiento de frustración que pregona que no es posible remediar una situación y por lo tanto, terminamos resignándonos a un destino que es dirigido por “otros”, o por circunstancias a las cuales nos abandonamos, por impotencia o cansancio. Es consecuencia de una continuidad de fracasos o situaciones adversas que agotan la energía de volver a intentarlo.
Martin Seligman, creador de la psicología positiva, demostró científicamente que este desafortunado estado puede ser inducido. De ahí que sea frecuentemente utilizado como estrategia de guerra en la política y la economía. La mejor manera de obtener el triunfo es desmoralizar al adversario, ahogar su fuerza de voluntad apretando el nudo hasta dejarlo agobiado, atrapado, inerme. No puedo dejar de pensar en Haití mientras escribo estas líneas.
Así, cuando dejamos de leer los periódicos –o creemos todo lo que en ellos se nos dice-; cuando dejamos de acudir a las urnas; de luchar por nuestra superación y la comunitaria; de denunciar crímenes y delitos; de reclamar justicia; nos declaramos vencidos en una nueva guerra donde los rivales son cada vez más y muchas veces, no tienen rostro. Estamos dejando de ser dueños de nuestro futuro, agachando la cabeza cobardemente, cediendo nuestra fuerza, fe, pertenencia y sentido para convertirnos en vasallos, en seres neutralizados con parálisis sociopolítica.
No se trata de cerrar los ojos a la realidad, se trata de observarla para encontrar en ella las razones y el sentido de nuestros esfuerzos. No se trata de alimentar esperanzas con buenas intenciones, se trata de fundar confianza cierta. No se trata de dejar de sentir miedo, se trata de conquistarlo.
Se trata de no dejarnos arrebatar lo que nos pertenece, de no doblar la mano a un destino irremediable entregando este país a los narcos, a los mafiosos, a los monopolios, al poder del dinero o a los arribistas.
Un país es el resultado del carácter y personalidad de su gente. Por eso me desagradan quienes se afanan por afianzar como “lema” que nuestro país es una mierda. Me pregunto ¿Qué ganan con ello? ¿Cuál es el fin y su contribución social? A ellos especialmente, les invito al silencio prudente y respetuoso. Antiguamente, el primer grado de sabiduría era saber callar; el segundo, hablar poco y moderarse en el discurso; y el tercero, saber hablar mucho sin hablar mal ni demasiado.
Nelson Mandela lo sabía muy bien, por eso en los peores momentos de su largo e injusto cautiverio, encontró sosiego en el hermoso poema “Invictus” de William E. Henley:
Fuera de la noche que me cubre, / negra como el abismo de polo a polo, / agradezco a cualquier dios que pudiera existir, / por mi alma invicta.
En las azarosas garras de las circunstancias, / nunca me he lamentado ni he pestañado.
Bajo los golpes del azar, / mi cabeza sangra pero no se inclina.
Más allá de este lugar de ira y lágrimas, / donde yace el horror de la sombra, / la amenaza de los años / me encuentra y me encontrará sin miedo.
No importa cuán estrecha sea la puerta, / cuán cargada de castigos la sentencia.
Soy el amo de mi destino. / Soy el capitán de mi alma.
Y así, siendo primero amo de su destino y capitán de su alma logró, tiempo después, cambiar el destino de Sudáfrica.
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