Es lunes. Empieza la semana laboral pero cientos de vecinos de las aldeas de San Juan Sacatepéquez deciden no ir a trabajar sus cultivos; prefieren quedarse en el centro de la comunidad para ver qué sucede. Algunos parecen atemorizados ante la fuerte presencia militar y policial que empezó a llegar el sábado y que ha aumentado conforme avanzan las horas.
Saben los motivos por los que las fuerzas de seguridad están allí. El conflicto lleva ocho años debido a la inconformidad por la instalación de una planta de Cementos Progreso en el municipio, y la construcción de un tramo del anillo metropolitano que conectará al municipio con Santo Domingo Xenacoj, Sacatepéquez.
Entre la noche del viernes 19 de septiembre y la mañana del sábado siguiente, ese conflicto explotó cuando una familia fue asesinada a tiros en el caserío Los Pajoques de la aldea Loma Alta. Sobre lo que sucedió aún no hay claridad, pero el Ejecutivo decretó un Estado de Prevención en todo el municipio al siguiente día, según el ministro de Gobernación, Mauricio López Bonilla, para esclarecer los hechos y “devolver la paz a la vecinos”.
Los Pajoques está ubicado a 35 kilómetros al oeste de Ciudad de Guatemala; debe su nombre a la cantidad de personas de apellido Pajoc, que viven allí. Casi todos familiares entre sí, agricultores, kakchikeles.
José Raúl González Merlo, gerente general de Cementos Progreso, aseguraba a Emisoras Unidas que lo ocurrido en Los Pajoques fue un ataque ”terrorista” cometido por grupos de vecinos que se han organizado en contra de los trabajadores de la empresa y contra quienes le han vendido sus tierras a la compañía. Daniel Pascual, coordinador del Comité de Unidad Campesina (CUC), en el mismo programa radial, explicaba que, diez días atrás, en el centro de Loma Alta, exempleados de la cementara —según le dijeron los vecinos— atacaron a los comunitarios. Tres de éstos fueron detenidos y entregados a las autoridades, pero quedaron libres 48 horas después.
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Hasta el momento lo único en que todos coinciden es que el ataque de Los Pajoques lo realizaron encapuchados. La prensa local reporta once fallecidos; entre ellos, seis miembros de la familia Pajoc Guamuch, cuya casa fue incendiada por los atacantes. Una pata con sus crías y tres gallinas son el único vestigio vivo de la familia que allí habitaba. El portón de lámina quedó destrozado a machetazos. En el interior, se puede ver todavía zapatos que quedaron tirados junto a mechones de cabello y blocks de las paredes. Afuera, la gente que pasa se limita a ver de reojo a los agentes que custodian la casa y continúa con su camino.
Un cambio en la rutina por la prevención
La aldea La Cruz de Ayapán, ubicada a unos tres kilómetros antes de llegar a Los Pajoques, es la primera de la ruta en la que la presencia policial es evidente.
Los hombres del lugar, en su mayoría jóvenes, están reunidos frente a la escuela y rodean al comisario de la Policía Nacional Civil (PNC), Benigno López Fuentes, y al coronel del Ejército, Juan Carlos Villatoro, para escuchar lo que tienen que hablarles. “Despreocúpense de la seguridad que nosotros para eso vinimos”, les dice el coronel.
Las expresiones de preocupación no se borran con las palabras Villatoro. Uno de los vecinos le pregunta si con el Estado de Prevención no corren el riesgo de ser atacados o detenidos por cargar su herramienta de trabajo, el machete. El militar lo tranquiliza con la garantía de que se reconoce el valor del instrumento y que ello no implica delito ni sospecha.
Con la multitud aún sin convencerse, el coronel y el comisario les informan que seguirán con su labor de informar a la población sobre el motivo de su presencia y se retiran. Los pobladores se quedan; murmuran entre ellos.
Los reporteros siguen allí, pero los vecinos tienen miedo de hablar. La insistencia de periodista de un medio internacional convence a uno de ellos, Juan Chajaj Poror. En sus declaraciones responsabiliza al presidente Otto Pérez Molina por no haber atendido la problemática antes y considera que la única solución es que la cementera se retire del lugar.
Otros jóvenes del grupo se animan a imitarle. La cementera se infiltra entre los pobladores para azuzarlos a cometer actos vandálicos —asegura uno de ellos— y con los ánimos elevados suceden tragedias como la de Los Pajoques. Otro argumenta que esta empresa ha tratado de adueñarse ilegalmente de terrenos y que eso atenta contra su derecho a la propiedad privada. “Si alguien quiere meterse en una propiedad, el dueño la defiende” de la misma forma que lo haría el Gobierno “si le quisieran dar golpe de Estado, se defendería”, compara. Lo que más les preocupa del Estado de Prevención, agrega, es que la empresa invada terrenos sin que los vecinos puedan defenderlos.
Minutos después llegan los delegados de la oficina del Procurador de Derechos Humanos (PDH), quienes desde el sábado 20 habían empezado a descubrir lo que ya era evidente. “Hemos concluido como institución que hay muy poca presencia del Estado. La estación de la PNC tiene muy pocos agentes y es algo que ya le hicimos ver al ministro de Gobernación (Mauricio López Bonilla)”, dice Givoanni Guzmán, jefe del departamento de mediación y resolución de conflictos.
Dan a los campesinos un número de teléfono para que los llamen y les informen de cualquier situación irregular. No es necesario esperar tanto. La primera queja llega en ese mismo momento: vehículos sin placas circulan desde el fin de semana por el lugar y los vecinos temen que sean de la cementera.
Los comunitarios aseguran que ellos no están en el área en conflicto y que la empresa no ha tocado su aldea, pero que varios de ellos tienen parientes en las comunidades que se podrían ver afectadas por la construcción de la carretera, y casi todos tienen un terreno “aunque sea pequeño” en esos lugares, como la aldea El Pilar I, donde informan que ese día tendrá lugar el entierro de dos de las víctimas, Justo Raxón Chocón y Juan José Pajoc Chajaj.
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Durante el recorrido hacia esa aldea centenares de soldados y policías están apostados a las orillas de la carretera de terracería. Varios picops sin placas, como los que denunciaron los pobladores, aparecen en el camino; son en lo que ha llegado policía.
En el Pilar I, los pocos servicios colapsan ante la presencia de tantos policías y soldados. Las golosinas, jugos y gaseosas empiezan a escasear en la tienda local y en cuestión de horas quedará vacía. El camino que atraviesa la comunidad también resulta insuficiente. Los camiones y patrullas estacionados a un lado ocupan la mitad de su anchura y cada vez que dos vehículos se encuentran, uno de ellos debe retroceder hasta donde encuentre un espacio para para dejar pasar al otro.
Un entierro doble
Ya pasó el mediodía. Los cuerpos ya están en el cementerio. Está ubicado en la cima de una colina a la que se llega por un camino entre la milpa. En la entrada están los féretros, uno negro, otro blanco. Sobre cada uno de éstos, un sombrero colmado de billetes que los asistentes aportaron para ayudar a los deudos; todos de Q1.
Un grupo de hombres cava la fosa. El número de asistentes aumenta. Tres picops cargados con al menos 15 personas cada uno se estacionan a lo lejos. Un grupo de mujeres espera, paciente, a la orilla de la excavación. Una de ellas es Emiliana Chojoj. “Estamos atemorizados en todas la comunidades porque los de la cementera tienen armas y nuestras únicas armas son los machetes y los palos que nuestros padres usan para trabajar en el campo”, dice, solloza, sus ojos se enrojecen. Otra mujer rompe en llanto. Emiliana ya no puede seguir hablando.
Trata de calmarse: “Hoy estamos enterrando a nuestros hermanos y todo por culpa de ese monstruo que es la cementera. Ellos también tienen muertos, pero entre ellos mismos los mataron”. El llanto la interrumpe de nuevo. “Gracias”, concluye.
El servicio religioso lo dirige el catequista católico, Carlos Turuy. Un Padre nuestro y un canto. “¿Por qué nuestros hermanos están hoy acá? Para llegar a nuestro destino hay varios caminos y estos dos hermanos dieron la vida por los pequeños que estas mujeres tienen hoy en sus espaldas”, dice en español, primero, en kakchikel, después.
Pío Chojón, padre de Justo Chojón, uno de los fallecidos, cuenta que su hijo salió esa mañana a visitar a unos sobrinos huérfanos y que fue alcanzado por una bala perdida. Pío es albañil y trabaja en la capital. Ya estaba en la ciudad cuando uno de sus hijos lo llamó para informarle “lo más triste que podía pasar”.
José Dolores, padre del otro de los fallecidos, Juan José Pajoc, asegura que su hijo murió a manos de un promotor de la cementera, la noche del viernes. Ya fue capturado, dice, pero desconoce su nombre y las circunstancias de su detención.
El sonido de machetazos sobre madera se mezcla con los llantos de las mujeres. Proviene de lo alto de un pino que está adentro del cementerio. Alguien corta las ramas para cubrir las tumbas. Cuando los ataúdes están en el fondo, los hombres empiezan a echar la tierra de regreso.
Cada asistente toma un puño de barro y lo arroja al hoyo que están por cerrar y, cuando está todo cubierto, ponen el pino y las flores sobre las tumbas. Un día después, en el cementerio de San Juan Sacatepéquez tendrán lugar las honras fúnebres para los seis miembros de la familia masacrada.
Las fuerzas de seguridad permanecerán en el pueblo mientras esté vigente el Estado de Prevención. La Fiscalía ha pedido la captura de más de 25 personas, sospechosas de haber participado en la matanza, pero no ha explicado en base a qué evidencias. Hasta el momento lo único claro en San Juan Sacatepéquez son las dudas y la desconfianza. La identidad de los asesinos, el móvil de la matanza y los detalles de lo ocurrido aún son un misterio. El conflicto sigue.
El grupo, que en algún momento llegó a estar conformado por más de 500 personas, empieza a dispersarse. Los picops esperan a que se llenen las palanganas antes de regresar a la comunidad de la que salieron. Los que van en los picops, los de las otras comunidades, son mucho más desconfiados y silenciosos que los que llegaron a pie. Ante cualquier pregunta al grupo, los que no se quedan callados responden con un automático “no sé”, y todos agachan la cabeza cuando se intenta fotografiarlos.
El resto baja sin prisa a pesar de que los truenos amenazan con más lluvia. Les toca continuar con sus vidas —ahora con una presencia del Estado que no habían visto en años— y esperar que la conflictividad no los haga volver a este cementerio a enterrar a un ser querido.