El hambre no teme a Trump
El hambre no teme a Trump
El avance de la caravana de migrantes hondureños enciende las alarmas en Washington. Representantes de Estados Unidos lanzan un mensaje: “regresen a su país”. Los caminantes, sin embargo, no desisten. Están cansados. Les duelen los pies. Tienen hambre. Y, precisamente por eso, ignoran las amenazas del presidente norteamericano, Donald Trump. La caravana crece cada día más.
“Si no nos permiten a las buenas vamos a tener que hacer como siempre se ha hecho, tirarnos al monte, cruzar el Río Bravo. Nuestros hijos tienen que comer”. A Lester Javier Velásquez, (37 años, una hija de 14 y otro de 5) se le quiebra la voz al hablar. Cada frase arranca con claridad, pero luego pierde fuerza por la ronquera de una garganta castigada. “De andar a media noche el sereno me pegó tos”, dice. Y lo que le queda. Viene de Comayagua (Honduras, a 526 kilómetros de Guatemala), lleva cuatro días en ruta y hoy va a dormir en la calle. No ha encontrado espacio en ninguno de los cuatro albergues habilitados por la Casa del Migrante.
“Que no se vaya a equivocar Donald Trump ni el presidente de México. Dios dirige esto. Nosotros somos sus hijos. No somos ningún tipo de pandilleros. Somos gente honrada que necesita trabajar”. A Joel Madariaga (35 años, dos hijas, una de 15 y otra de 13), también se le quiebra la voz al hablar. No está enfermo, como su compañero Velásquez. Es la emoción. Mira fijamente, ojos enrojecidos, gesto muy serio, como si fuese necesario remarcar que esto no es ninguna broma. “No nos va a parar nadie. Porque Dios va al frente. Así como sacó al pueblo de Israel, que abrió el mar, así nos va abrir la frontera. Que no se equivoquen México o EEUU. Nosotros vamos en el arca. Encomendados al Señor”.
Velásquez, Madariaga y Javier Francisco Maldonado Mansilla (26 años, un hijo de dos), son compañeros de ruta. No tienen dónde dormir, así que se acurrucan, sentados, bajo el porche de una tiendita en la avenida 14 de la zona 1 de Guatemala. Llueve levemente. Nada que ver con las tormentas de la mañana, pero lo suficiente para que el piso esté mojado. Frente a ellos, en la otra acera, una hilera de compatriotas se cubre con mantas, dándose calor apoyados los unos en los otros, protegiendo sus escasas pertenencias como pueden. Los últimos que llegaron de la larga marcha hondureña, ni colchón ni techo pudieron conseguir.
¿Quieren saber por qué dejaron todo atrás? “Pobreza y violencia”. No hay más.
El éxodo de los pies doloridos, de los agotados, de los que ganan 100 lempiras al día (Q32) y sienten que tienen tan poco que perder que sus posesiones caben en una mochila, está en la capital de Guatemala. Solo en los albergues se calcula que hay más de 4,000 personas. Unas 2,100 en el colegio Santa María; otras 1,500 en la sede de la Casa del Migrante; 400 en el Colegio Belga y otras 100 en otro recinto, según Julio Ventura, coordinador de Protección Internacional de la Casa del Migrante, que se queja de la ausencia de instituciones estatales como la Procuraduría General de la Nación (PGN) o la Secretaría de Obras Sociales de la Esposa del Presidente (Sosep). Hombres entrados en años, niñas que no levantan un metro del suelo, familias enteras, mujeres embarazadas, adolescentes con la barba recién estrenada. Todos ellos hondureños. Todos ellos con la meta de llegar a México y de ahí, a Estados Unidos. Todos ellos apilados en un pabellón, buscando su espacio entre colchonetas o cartones, cansados, heridos, preparados para madrugar a las 4 de la mañana y ponerse en camino a las 6 desde la plaza de la Constitución.
“¿Hay un colchón para mí?”, dice una mujer exhausta, entrada en años y kilos, pasadas las 9 de la noche en un albergue a reventar. Los colchones, 1,200 gracias a las donaciones, terminaron hace rato.
“Necesito llamar a mi esposa, decirle que voy con todo, que voy a lograrlo”, dice un hombre que aparenta más de los 30 años que tiene.
Caída la noche, el ambiente mezcla la excitación con el agotamiento y el sudor de decenas de cuerpos que llevan horas caminando. Quien pudo, agarró un carro o un camión o un bus. Pero a nadie le quitaron sus horas de tránsito a pie. Aquí, en la capital de Guatemala, hoy se concentra el grueso de la caravana, pero no son los únicos en camino. Por delante, aquellos que ya han llegado a Tecún Umán, frontera con México y punto de encuentro. El plan es reunirse allí y tratar de cruzar todos juntos, quizás el sábado, quizás el domingo. Por detrás, los rezagados, los que no se animaron con el primer convoy, pero han emprendido la marcha animados por el avance de sus compatriotas. Saben que Estados Unidos no les quiere. Han escuchado las historias de separación familiar en la frontera, tienen allegados que ya han pasado por esas penurias. Algunos incluso fueron deportados alguna vez. Y a pesar de eso, siguen la marcha, con la esperanza de que un milagro les permita alcanzar el “sueño americano”.
“Después de los Acuerdos de Paz es la primera vez en la que estamos asistiendo a una huida masiva de personas de la región centroamericana. Están dando una demostración de que realmente, de ahora en adelante, la migración no va a ser más gota a gota. Va a ser masiva. Así se está obviando el pago a los coyotes, al narcotráfico, al crimen organizado. Es más difícil secuestrar 5,000, 10,000, 15,000 personas que están en la ruta migratoria”, dice el sacerdote Mauro Varzeletti, de la Casa del Migrante. El religioso, de origen brasileño, con dos décadas de acompañamiento a los procesos migratorios sobre sus espaldas, habla ante los medios pasadas las 16:00 horas. Para entonces todavía un buen número de hondureños se encuentra en el camino desde Zacapa. Por el momento no ha llegado tanta gente para que los albergues se colapsen, aunque como él mismo reconoce, perdieron la cuenta de cuántos llegaron porque “a los 3,000 dejamos de contar”.
Ofensiva mediática de EEUU y la religiosa que cuida la puerta del albergue
Faltan cientos de kilómetros para que Velásquez, Madariaga o Maldonado lleguen a ver siquiera la frontera con Estados Unidos. Y, sin embargo, en Washington han sonado las alarmas. Solo así se explica la ofensiva mediática lanzada por algunos de sus representantes.
“Insto a todo migrante que piensa entrar a los Estados Unidos de manera ilegal que desista de esa intención y si ya está viajando regrese a su país. Cualquier persona que entre ilegalmente será arrestada y detenida antes de ser deportada. Su intento de migrar fracasará”, dijo Luis Arreaga, embajador de EEUU en Guatemala, a través de un video de 1:25 minutos difundido en redes sociales.
“Este es un mensaje para los que están migrando hacia los Estados Unidos. Por favor, regresen a su país. Están siendo engañados con falsas promesas de parte de líderes con fines políticos y criminales”, dijo Heidi Fulton, encargada de negocios de la embajada de Estados Unidos en Honduras, principal responsable de la legación ante la ausencia de embajador. La comunicación también se realizó a través de un video de 1:19 minutos de duración.
“Hoy hemos informado a los países de Honduras, Guatemala y El Salvador que si permiten que sus ciudadanos, u otros, viajen a través de sus fronteras y lleguen a los Estados Unidos, con la intención de ingresar a nuestro país de manera ilegal, todos los pagos que se les hagan se van a DETENER (FIN) (mayúsculas en el original)”, había amenazado el presidente Donald Trump la víspera a través de uno de sus ya tradicionales tuits incendiarios.
Tal despliegue, acompañado por la visita a la Casa del Migrante de David Hodge, ministro consejero de la embajada estadounidense en Guatemala, tiene mucha carga. Da la sensación de un poderosísimo gobierno asustado tras su muro mientras lanza amenazas a una caravana de gente hambrienta, que se desplaza caminando o pidiendo jalón. Aunque Hodge no fue el único representante gubernamental en el punto de concentración de los migrantes. También hubo enviados de México, Honduras y Guatemala intentando, en vano, convencer a los integrantes de la caravana de que regresen por donde han venido.
¿Alguien de verdad cree que Martín Sánchez, de Gualcinse (departamento de Lempira), que decidió ponerse en marcha con 500 lempiras en el bolsillo (Q160), que llegó a Guatemala tras cruzar por los cafetales y que sufre calambres en las piernas iba a desistir por un video que le llegue por whatsapp?
En su breve visita vespertina, cuando el albergue todavía no se había colapsado, el enviado de la Casa Blanca se encontró también con una pequeña dosis de justicia poética. Tras hablar con la prensa, con un tono más conciliador que Trump, pero insistiendo en la amenaza de la deportación, quiso entrar en el Colegio Santa María, el que acoge a un mayor número de migrantes. No pudo traspasar la puerta. Todo un enviado de la Casa Blanca. Tras el acceso, sentada y rotunda, como un cancerbero con hábito, se encontraba Sor Ana María. “No puede entrar. Están en contra de los migrantes”, le dijo. Luego sonreiría ante su pequeño triunfo, no sin reconocer pesadumbre ante el éxodo que se desarrollaba ante sus ojos. Sentía pena, decía también, por creer que muchos de los caminantes habían sido engañados. “Se hicieron anuncios diciendo que venían a Estados Unidos y que podrían entrar todos”, lamentaba.
Al contrario que Trump, Hodge no habló de cortar fondos. Recordó la reunión celebrada hace una semana entre el vicepresidente de EEUU, Mike Pence, y los presidentes de Guatemala, Jimmy Morales; Honduras, Juan Orlando Hernández; y el vicepresidente de El Salvador, Oscar Ortiz. Destacó la cooperación entre Washington y los ejecutivos del Triángulo Norte y los programas económicos. “Vamos a seguir con los programas”, afirmó, en aparente contradicción con el incendiario tuit del inquilino de la Casa Blanca.
Un dato importante: el 6 de noviembre, Estados Unidos celebra elecciones. Se escogen 33 de los 100 senadores y la Cámara de Representantes. Es probable que Trump utilice la crisis para desarrollar el discurso antiinmigración que le llevó al poder hace dos años.
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Aunque estos análisis, necesarios, no se escuchan demasiado en el albergue del colegio Santa María. Tampoco parece que los mensajes institucionales, amenazantes o conciliadores, tengan excesivo eco. A ras de suelo, entre las familias de pobres que se han echado a la carretera, hablar sobre esas grandes sumas de dinero que fluyen entre estados es algo que no va con ellos. Ni las han visto ni creen que vayan a verlas nunca. Solo en Honduras, Washington desembolsó en 2017 un total de US$181,758,000, según el Monitoreo Centroamericano de la Fundación Wola. Un gran desembolso para un país que, según el vicepresidente estadounidense, Mike Pence, ha visto cómo se incrementaba su migración en un 60%.
Algo falla. Algo está mal. Puede ser que no se esté poniendo el foco en el lugar adecuado.
“Juan Orlando (Hernández) espera que Estados Unidos le siga ayudando, porque con tanta gente marchando le pueden quitar las ayudas. Pero esas ayudas no son para nosotros, los pobres”, dice Joel Madariaga, sabiendo que esta noche dormirá al raso.
“No hay trabajo, hay mucha violencia, los gobernantes se quedan con las ayudas que los demás países le dan al pueblo. No hay qué comer, así que mejor migrar”, afirma Walter Antonio Mendoza (28 años, dos hijos, de dos y cinco años), de El Progreso-Yoro (a 448 kilómetros de Guatemala) mientras descansa en una colchoneta y se protege los pies con unas vendas. Tiene ampollas en los dedos. Está exhausto. Dice que cargar con el pequeño es cansado. No se le pasa por la cabeza dar marcha atrás.
Su conversación sirve para entender por qué las amenazas que llegan desde Washington no encuentran eco en la caravana. Cuenta que vivía en casa de su papá porque no tenía empleo, que únicamente estudió hasta la primaria, que de vez en cuando le llamaban para trabajar en un taller, una talabartería, pero apenas si le llegaba.
–¿Ha visto las noticias en las que los agentes migratorios separaban a los padres de sus hijos en la frontera? – se le pregunta
–Todo eso lo hemos escuchado y es el tema que llevamos –responde.
– ¿Qué piensa de esa posibilidad?
–No sé, vamos a intentarlo, lo que Dios diga.
–¿Y si no pueden cruzar?
–Nos quedamos en México si nos dejan quedarnos en México.
El éxodo es algo abierto. Se define más por lo que quiere dejarse atrás que por el lugar hacia el que dirigirse.
Y ahí emerge una de las grandes preguntas. México. Qué va a hacer México. No lo tiene fácil el país norteamericano, que se encuentra en un período de transición. Sale el presidente Enrique Peña Nieto, el mismo que invitó a Trump al país cuando era candidato y este le correspondió diciendo ante su propia cara que los mexicanos tendrían que pagar el muro que pretende construir en la frontera. Entra Andrés Manuel López Obrador, primer presidente abiertamente de izquierdas, que aboga por una solución basada en los Derechos Humanos pero que tendrá que lidiar con una crisis de la que sabemos cómo ha empezado, pero desconocemos por completo el final.
Por el momento, México anunció, a través de un comunicado conjunto de la Secretaría de Gobernación y la Secretaría de Relaciones Exteriores, que las personas que ingresen al país con visa podrán hacerlo con normalidad. Una oferta que se incluye porque es una opción existente en la ley, pero que no aplica en ninguno de los caminantes. Si alguien tuviese documento de viaje no se habría sumado a la caravana. Iría por su propio pie, sacaría sus papeles en la frontera y transitaría sin problemas. Los pobres no tienen acceso a visas. Regresando al comunicado, también dijo que quien desee solicitar asilo (es una opción para muchos de los participantes en la marcha), deberá hacerlo individualmente y que quien entre irregularmente, será detenido y deportado.
A día de hoy, lo único seguro es que el viaje continúa. El martes fue día de tránsito capitalino, con la zona 1 convertida en centro neurálgico. La mirada está puesta en seguir adelante. Aunque nadie, absolutamente nadie, se atreve a decir qué hará ante la próxima barrera.
“Todo el mundo sabe por qué estamos migrando. En Honduras somos los que estamos pagando la energía más cara del mundo. Tenemos la tasa de analfabetos del mundo. Decidimos dejar los estudios porque nos graduamos para estar transportando café. Emigramos porque tenemos familia, porque tenemos hijos, porque tenemos a quién sacar adelante y no podemos hacerlo”, dice Santos Humberto Montoya, de 23 años.
“La mera neta seguir en el país está perro, como decimos los hondureños. Mi hija me dijo que era un momento oportuno, con la caravana”, dice Modesta González, de 44 años y de Olancho (a 853 kilómetros de Guatemala). Viene con su hija, Paulina, (“tendrá 21”, bromea) y dos nietos. Vendía burritos en la calle, aunque afirma que no le alcanzaba. Sufre dolores en los pies, por la caminata, y por eso le han regalado un bote de Ketoconazol, un antifúngico, para tratarse la “quemazón”. “Ya me está aliviando”, afirma, sentada en el suelo, atenta al reparto de colchonetas, con uno de sus nietos desparramando la sopa de fideos por el suelo. ¿Qué hará si no le dejan avanzar? No lo sabe. Ni lo piensa. ¿Qué sueña para el futuro? “Tener una casa”. Otra cosa distinta a las cuatro paredes de madera pegadas a la carretera en las que, dice, residían hasta que iniciaron la ruta.
“En mi país no hay trabajo, hay mucha delincuencia”, dice Ever Ulises López Rodríguez, de 26 años, de Yuscarán (departamento de El Paraíso, a 626 kilómetros de Guatemala). “Mi familia es muy pobre. El trabajo que tenía me lo quitaron. Soy vendedor ambulante, ahí me ganaba las fichas, pero nos botaron”, dice. Asegura que, entre los impuestos oficiales y “el de guerra”, el que tenía que pagar a la pandilla (no dice a cuál), apenas le alcanzaba para sobrevivir él y sus cinco hermanos. Eso, hasta que perdió su empleo. Ahí está el motivo de que cuando su amigo Fernando Ortiz, vendedor ambulante como él, le planteó la idea de iniciar el camino, ni se lo pensó. “¿Volver atrás? Nunca. ¿Qué iba a hacer, morirme de hambre?”
Todos los caminos llevan a un Tecún Umán colapsado con miles de hondureños en tránsito. Por el momento hablamos de hondureños, porque según Julio Ventura, coordinador de Protección Internacional de la Casa del Migrante, no se han reportado salvadoreños o guatemaltecos en los albergues. Sí algún deportado, pero esto forma parte de la triste rutina en la Fuerza Aérea. Aunque nada permite asegurar que esta tendencia cambie. Los problemas que han llevado a estos miles de hondureños a ponerse en ruta se repiten también en Guatemala y El Salvador.
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