El malo de la película
El malo de la película
Escribir me duele y es literal. Aún no encuentro el teclado capaz de que mis palabras no suenen como piedras que se hunden en el agua. Por eso me sorprende que a veces me pidan colaboraciones escritas. Pero me cuesta decir que no. Para mí esto de escribir empezó como un error, un error parecido a cuando decido presentar mi pasaporte guatemalteco en vez del mexicano o estadounidense en un país del primer mundo. Trataré de explicarme más adelante.
Escribo sin pensar en el ritmo de las palabras, tecleo sin acordarme de si el sujeto tiene que ir antes o después del verbo. Para mí escribir es la posibilidad de contar una historia sin escuchar cómo mi voz tiembla por los nervios. Además de asmático, soy tímido.
A pesar de esa timidez, me atreví a leer un cuento en una clase con Luis Aceituno en la universidad, en 1996. No era un cuento lo que escribí, sino una anécdota de mis trece o catorce años: espiaba a una gringa que vivía en el mismo residencial en el que crecí. La mujer era rubia como el maíz, su carro tenía placas de Oregón, no era bella pero su busto era enorme, tenía un pastor alemán sumamente amistoso y un chelo que le gustaba tocar desnuda sentada en la esquina de su cama.
Carlos Becerra, un amigo que conocí a los seis años, me acompañaba todas las noches. Ambos salíamos de nuestras casas después de cenar, caminábamos como sombras, en silencio. Sabíamos que espiar no estaba bien, pero por algo se cierran las cortinas en las noches, siempre le comentaba eso. Con Becerra me convertí en el vecino culpable de todos los imperfectos del barrio.
Lo que leí en la clase de Aceituno fue algo muy corto, pero con muchos detalles. Describí la habitación, el tamaño de sus pezones, las figuras de la alfombra. La acción del microrrelato se centraba en cómo espiaba a esta mujer y cómo, por una apuesta con Becerra, me metí a su casa mientras ella se bañaba.
Entré por la ventana de la cocina y fui directamente a la habitación, salté en su cama, mientras Becerra me observaba desde de la ventana y ella se bañaba con el chucho en la regadera. Creo que le cambié la hora al despertador y busqué un papel o algún dato para saber cómo se llamaba, pero no encontré su nombre.
Con Becerra solíamos entrar a la casas mientras había personas dentro. La intención era darle uso a los walkie talkies que me regalaron en una Navidad y robarnos las Coca-colas de las refrigeradoras. Uno de los dos vigilaba los pasos del vecino mientras el otro intentaba jugar a ser invisible adentro.
También abríamos los carros para estacionarlos de otra manera. Los empujábamos y los poníamos en un lugar diferente. Queríamos ver la cara de idiotas que ponían los vecinos al ver sus vehículos en otra posición. Nos divertíamos mucho al hacer eso. Era un barrio seguro. Nadie ponía llave a sus carros ni pasador a las puertas de sus casas. Todo esto sucedió en México.
A los pocos meses, Aceituno me recomendó en un diario nuevo que buscaba reporteros. En ese momento trabajaba en una tienda de discos en la que estaba prohibido entrar con alimentos y en la que muchos clientes caminaban rodeados de guardaespaldas. Sufría con esta gente porque siempre, antes de buscar un disco, se compraban un helado o un café o fumaban sin parar. Y mi función, además de sonreír, recomendar discos y limpiarlos con un trapo, era decir en tono amigable: “¿Le puedo ayudar?”. Y reiterarles que no se podía entrar fumando, comiendo o bebiendo.
Normalmente me ignoraban o me respondían sin mirarme: “¿Vos me vas a sacar?”. La verdad, me hubiera fascinado sacarlos a patadas, pero prefería no meterme en líos. Mi jefe –y dueño de la tienda– se escondía en su oficina de vidrios polarizados cada vez que esto sucedía. Mi jefe era pelirrojo y se llama Francois. Él conocía a todos estos tipos del colegio en que estudió, y siempre se escondía de ellos o se negaba a recibirlos simulando conversaciones de negocios en el teléfono. Los odiaba. Siempre estaba con unas baquetas de batería tocando cualquier superficie de la tienda.
Para sus aspiraciones de baterista se vestía de manera muy suave: topsiders y camisas tipo polo bien fajadas. Eso me desconcertaba bastante, no era mi imagen ideal de un músico. Lo cierto es que tocaba con desenfreno y lo comprobé una vez que mandó a su guardaespaldas a comprarle un helado, entonces me agarró del hombro y me empujó para que corriera con él, así bajamos las escaleras eléctricas hasta llegar al parqueo del sótano.
Ahí me subió a un Volvo nuevo color oro, aceleró y quemó sus neumáticos, me llevó a su casa, en la zona 14, me metió por el cuarto de servicio, saludé a cinco empleadas domésticas que miraban telenovelas, y a dos jardineros, me condujo por una escalera angosta, que no comprendí si era de emergencia o para las trabajadoras de su casa.
Llegamos a su cuarto, en una esquina tenía una batería enorme, no recuerdo cuántos platos y tambores había. Puso un cidí, le subió el volumen al estéreo y de manera sincronizada tocó la batería. La sincronía con la música de Rush era precisa, exacta. Francois sudó como maratonista en el último tramo. Terminó la canción y me sacó corriendo de su casa, entramos como relámpagos de agosto a su carro en dirección al centro comercial La Pradera. En el camino fue en silencio, aún retumbaba la batería en mi cabeza. Estaba confundido por lo que presencié, fue un gesto de amor, de amistad, pero a la vez me sentí como que si enseñarme tanta riqueza fuera algo prohibido en Guatemala. La riqueza existe, pero no se comparte ni por diez minutos, salvo que se haga como una travesura. Eso pensé. También comprendí que para los ricos o se tiene todo o no se tiene nada. Me imagino que Francois pensaba que no tenía nada y que le podía pedir un aumento. Al bajar del auto me hizo jurar que nadie de la tienda de discos podía saber de esto.
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Entonces trabajar en un diario significaba no lidiar con cierta gente, ahora las diferencias no eran por clase social, sino por talento. Fui a la famosa entrevista, era de los aspirantes más jóvenes. Me tocó mi turno y me entrevistaron Silvia Gereda y Juan Luis Font. Me explicaron que querían hacer un periódico como El País de España o El Tiempo de Colombia. No les respondí porque no conocía esos periódicos. Ellos me extendieron unos ejemplares y no se parecían para nada a Prensa Libre o al Siglo XXI.
Me preguntaron si me gustaba escribir o si quería ser periodista. No dije nada en varios segundos, conocía la respuesta, obviamente, y también sabía que mi respuesta ocasionaría risas o extrañeza, pero aun así se las compartí: quiero hacer cine. “Pues no sé qué haces aquí”, me dijo Juan Luis Font. “Luis Aceituno y Ana María Rodas me mandaron para acá”, les dije. “Bueno, haz la prueba y vemos”, y me sacaron con una sonrisa de la oficina sin muebles.
La prueba era buscar una noticia en la zona 1. No sabía cómo buscar una noticia. En la universidad no habíamos llegado a ese capítulo. Conocía qué era un lead y de la ética del comunicador. Me fui en camioneta y al llegar me senté en la fuente del Parque Central a esperar una noticia. Pasó una hora, dos, y lo único que descubrí fue cómo se apareaban las palomas del parque y que la fuente no tenía agua.
Me sentí muy idiota. Pensé que era una decepción como estudiante de comunicación. Me amarré los tenis, en cuatro ocasiones, por si tenía que salir corriendo para cazar la noticia. Me nació la idea de inventarme un asalto a sangre fría. En esa época no había celulares. Bueno, sí había, pero no eran comunes y eran, más bien, enormes. Lo que se robaban en ese tiempo eran los tenis.
Diseñé un ladrón de tenis que llevaba talcos para los pies, por el hedor a pata de las víctimas. Sabía que eso sonaba súper chafa y mediocre. Pero no podía regresar sin nota. No quería quedarle mal a Aceituno. Es extraño, sólo convivía con él una hora a la semana y por esos sesenta minutos sabía que le debía algo. Estaba muy agradecido por su cátedra, aunque muchos decían que no parecía clase sino plática de cafetería.
Del fondo del Palacio Nacional emanaba un bullicio, había cámaras que se movían en la entrada. Me volví a amarrar los zapatos y salí hacia las cámaras. Al llegar le pregunté a un camarógrafo qué estaba pasando. “Parece que no hay indulto”, me dijo un hombre indígena que cargaba una cámara. Inmediatamente pensé que cargar esa cámara era más un castigo que un trabajo. Sabía qué era un indulto, pero me parecía como algo que hacían los virreyes o los reyes, no pensé que los presidentes podían indultar las faltas o los pecados.
Le expliqué a mi nuevo amigo que debía hacer una tarea de periodismo, y le pregunté si me ayudaba. “No sé escribir muy bien, pero te ayudo metiéndote a la conferencia de prensa”, me respondió. Me metí a la molotera y entré al Palacio. Llegué al tercer piso y salió el vocero, un hombre con panza grande y piernas pequeñas, era de apellido De la Torre y dijo escuetamente: “Arzú no le da el indulto a los violadores de la niña”. Y todos los reporteros salieron corriendo a sus redacciones. Antes de eso bromearon como cinco minutos, eran chistes bastantes malos. Parecían de esos chistes que dicen los suegros y uno se ríe por compromiso.
Volví al Parque Central y no sabía qué hacer con esta información. Vi el edificio del Centro y recordé que un amigo de mi tío Bolívar era el director de Notimex en Guatemala y se apellidaba Palomo. Lo busqué y le conté lo que pasó. Como loco empezó a consultar sus fuentes y a buscar opiniones acerca de la negativa de Arzú. Habló a la oficina del Arzobispado y le dieron una declaración que me compartió. Hice mi nota a mano y salí corriendo con Juan Luis Font y Silvia Gereda.
Ambos leyeron mi nota, no sabían nada al respecto. “En una semana empiezas”, me dijeron.
Desde niño, siempre tuve la impresión de que gozaba de un poco de suerte. Meses posteriores vi en la televisión cómo dos hombres eran fusilados por violadores, por ignorantes y por pobres. También me repugnó un poco cómo se comportaron los reporteros durante ese suceso. Les chiflaron a los sentenciados, parecían borrachos mala copa en Caprichos. Se empujaban y gritaban para ver cómo morían dos personas. Creo que fue el inicio de mi desencanto hacia la prensa nacional.
Después me di cuenta de que mi entrada a elPeriódico no fue un milagro sino un castigo del más allá. No sabía reportear por teléfono, ni monitorear la radio. Escribo muy lento con el teclado. No lograba anotar lo que dicen los locutores de noticias. Mi jefa en ese momento, Carolina Alpírez, me trataba como un pre-escolar y además hablaba, en voz baja, de mí con los compañeros sobre mi desempeño. Me explicaba cómo debía de trabajar. Ella lo hacía con imágenes para ejemplificar lo que yo tenía que hacer. Pretendía que yo sacara la mejor nota por teléfono de la redacción de nacionales. Mis interlocutores o fuentes me colgaban o me ponían en espera varios minutos, no me creían que elPeriódico existiera. Les explicaba que saldría en noviembre, entonces me respondían: llamanos en noviembre y no en septiembre.
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Por otro lado, siempre he odiado escuchar radio, no me gusta la música que normalmente pasan y me desesperan las voces impostadas que se oyen en el dial. Era una tortura escuchar esas voces, las sirenas de alerta que anuncian las noticias de última hora. No sé qué era peor, si lo noticieros o los anuncios de la radio. Aunque con los anuncios intentaba descansar un poco y me quitaba los audífonos. En ese instante Alpírez me exigía cambiar de estación para monitorear otra emisora noticiosa. Era una radio de perilla con la que trabajaba, la perilla tenía ranuras como de suela de bota de soldado, y regresaba a la casa con surcos en los dedos.
Me asusté mucho, pensé que había gastado mi tiempo en la universidad, mi futuro como comunicador no me agradaba para nada. No porque fuera inhumano el trabajo, sino que más bien yo no lo disfrutaba. Me dormía al escuchar los comentarios de los diputados, me abrumaban las sentencias de los empresarios y su doble moral, me desesperaba trabajar como recipiente de datos sin sentido y, además, no hacerlo correctamente.
Eso hizo que el calor de la oficina me diera claustrofobia, los ventiladores apuntaban hacia mí muy pocos segundos. Quería enfermarme para ausentarme y que me pagaran esos días. Como no me enfermaba, mis idas al baño se producían cada media hora y mis pasos eran lo más lentos posible, aún así la radio y sus noticias me perseguían. Sonaba en todos los escritorios, todo el mundo escuchaba noticias, los sucesos del día, el conteo de los muertos y asaltos, los desalojos de los campesinos y otras cosas que parece que no cambian. Intentaba relajarme viendo a las chicas guapas de la redacción, pero sabía que mi escaso talento me hacía invisible.
Siempre supe que mi despido era inminente, lo que no sabía era la fecha. No tenía salvación. Me repetía mil veces que no quería escribir ni reportear nada, quería hacer cine. Así justificaba mi falta de capacidad periodística.
Finalmente, me pasaron a cultura con Luis Aceituno y Maurice Echeverría. Fue como una adopción extraña. Porque Aceituno ya tenía a su hijo pródigo, que era Maurice, un tipo sumamente listo y buen orador y que además disfrutaba hundir las teclas de la computadora y que transpiraba dosis de noches intensas. Ellos hablaban de cómo tal escritor presionaba su teclado, si tecleaba a dos dedos o a ocho dedos; que si los buenos escritores sólo deben escribir a dos dedos, cosas de ese tipo.
La verdad, yo admiraba a Luis Aceituno por escribir de putas, cines porno, de chicas que lo veían de menos y de amores tormentosos. Le admiraba por esos años sucios en París. Mientras ellos hablaban, a mí me tocaba ordenar fotos, revistas, contestarle el teléfono a Monteforte Toledo, que solía llamar para regañar y gritar porque alguien había puesto una coma de más en su texto. Mi trabajo era decirle que Luis estaba en una reunión y que le pedía una disculpa por dicho error. Una o dos veces por semana me tocaba escuchar sus rabietas y mis respuestas eran automatizadas. No me parecía un buen tipo a pesar de su inteligencia. Pero eso es subjetivo.
Ése fue mi trabajo en general. Escribía poco, no quería que Aceituno y Maurice leyeran mis textos. El día que publicaban lo mío no leía el periódico. No guardé ningún artículo que publiqué, eso lo hizo mi abuela y los pegaba en su habitación como cuadros de Cézanne. Además iba ser papá y eso me preocupaba más que publicar o entrevistar a alguien del mundillo cultural de la ciudad.
Recuerdo que para el día de la firma de la paz me tocó reportear en el Parque Central, mientras Maurice y Aceituno estaban dentro del Palacio. Era un día importante, pero me da la impresión de que muy pocos se dieron cuenta de eso en el país. Con Maurice creíamos que iba a haber una bacanal como la que sucedió en El Salvador.
Comí con Luis en el Burger King de la Sexta Avenida y le conté que iba ser papá. Hablamos bastante y de cierta manera lloramos juntos. Escuché también sus historias. Luis fue la primera persona que supo que iba ser papá a los veintidós años. Pensé, de manera muy naïf, que por lo menos Camila iba nacer en un país ya sin conflicto. Luis se me quedó viendo con esa mirada de burla que intenté obviar. Aún recuerdo esa mirada y a veces intento copiarla cuando alguien me dice que las cosas pueden mejorar.
Pasó el tiempo y Aceituno me hizo otra jugada. Sin avisarme me recomendó con Estuardo Prado, quien tenía una editorial underground llamada Editorial X. Una tarde me llamó y me dijo que quería publicarme. Reí al escucharlo. “Nunca he escrito un cuento”, le dije. Hubo un silencio de su parte. “A lo mejor Aceituno se equivocó, lo siento”, me dijo. “No pasa nada”, exclamé. Y me despedí. Ese mismo día me volvió a llamar y me dijo: “Tú sos Hernández”. “Sí”, le dije. “Entonces, pasame un texto”. “Pero no tengo”. “Escribe unos y te los publico”, me dijo y colgó.
Al día siguiente le conté a Luis Aceituno del lío en el que me había metido. “Pensá que es una peliculita y escribílo”, me dijo. Me encerré todas las noches, mis cuentos no pasaban de tres páginas, entonces le dije a Luis Urrutia que si me regalaba unos dibujos para llenar el famoso librito. Él accedió y eso hice.
¿Por qué cuento esto? No lo sé. Nunca me he visto como alguien que escribe. Tampoco como alguien que hizo periodismo, pero creo que eso me ayudó a narrar. Me gusta narrar y lo hago para mí. Es un momento en el que convivo conmigo. Es como cuando viajo en avión.
Cuando viajo en avión puedo pasar 18 horas sin hablar, sin pronunciar oraciones de más de dos líneas. Buenas tardes, buenas noches, gracias, una Coca por favor. No hablo, pero a la vez sí, me hablo en mis adentros. Es como cuando escribo. Cuando hay turbulencia, escucho mi voz que me dice: “no hagas lo mismo que esa señora que grita y se persigna como si fuera el fin del mundo. Controla tu estómago, busca un chicle, súbele el volumen al iPod”.
Me ha tocado viajar mucho. Ya no lo disfruto tanto y menos cuando presento mi pasaporte guatemalteco. Extrañamente tengo tres pasaportes, nací en Raleigh, Carolina del Norte, en Estados Unidos, por casualidad. Mi padre estudiaba un doctorado en comercio internacional en ese lugar. Mi padre es hijo de un guatemalteco que se exilió en México y que se enamoró de mi abuela. Mi padre parece mulato o hindú, es un mezcla de piel morena con ojeras marcadas. Y mi madre es guatemalteca, con raíces en Zacapa y Jalapa, descendiente de españoles y alemanes. Pero parece libanesa. Entonces, cuando nací, me inscribieron en las embajadas de México y Guatemala en Washington.
Viajo con tres pasaportes, me gusta usar el pasaporte chapín, me agrada esa sensación. Ver la cara de los agentes de migración cuando examinan un pasaporte de un lugar que no ubican. Que intentan ver mi cara para ver si Guatemala queda en Asia, Medio Oriente, África o América Latina. Es obvio que mi rostro pertenece a un meridiano del trópico. Pero he sufrido esa ambigüedad de mi pasaporte chapín y del color de mi rostro.
De eso me pidieron hablar en Plaza Pública, pero como no sé escribir de manera periodística, eso creo que lo entendieron con mis ejemplos. Me han detenido infinidad de veces en los aeropuertos. He perdido vuelos. Me han tratado como sospechoso de todo. Siempre digo ojalá que salga una buena historia de esto, tengo varias, pero ya saldrán. Me han acusado de terrorismo en La Habana, Cuba, porque al salir de la isla vieron que mi sello de visa estaba mal puesto y eso me hizo sospechoso de portar una visa falsa, estuve parado dos horas frente a unas puertas rojas que se cierran por control remoto. Les expliqué que no es mi culpa que en Cuba no sepan poner bien los sellos de migración o que la escasez de tinta no es razón para que me acusen de algo.
En Panamá siempre me sacan del avión antes de que empiece el despegue y me interrogan, ya que existe un Julio Hernández con pasaporte guatemalteco que es culpable de algo. En París me detuvieron con rusos y chinos y revisaron mi pasaporte con lupa, nunca me explicaron por qué, sólo me dijeron que los pasaportes chapines no son de fiar. En España la cosa no es sólo con los guatemaltecos, también con los colombianos, ecuatorianos, bolivianos, argentinos, mexicanos, a pesar de que el idioma es el mismo, la manera es mucho más agresiva.
Además nadie me cree que hago cine en Guatemala. Siempre preguntan qué tipo de cine hago, les digo: “de autor”. Me comprenden menos, me interrogan que quiénes son mis actores, les respondo que mis vecinos. Mi respuesta hace que el asunto se ponga peor. Al ver que la cosa se pone mal y es inminente un problema, decido sacar mi pasaporte americano, cuándo lo ven exclaman, “¿por qué no lo usas?” Les pregunto que qué tiene de malo el guatemalteco y sólo me señalan la puerta de salida y se retiran.
Enrique Naveda, unas de las cabezas de Plaza Pública, me acaba de escribir un email y me pide que utilice recursos del reportaje para este texto. Tuve un flashback que desencadenó lo que narro acerca de mi experiencia en elPeriódico. No tengo fuentes. Busqué en internet y encontré el caso de la falsificación de pasaportes por parte de migración guatemalteca y ponen como ejemplo el caso de Barreda y los hijos de Cristina Siekavizza. De la alarma Alba-Kenneth, la trata de blancas, el tráfico de migrantes. Lo bueno del periodismo es que los temas siempre son los mismos. Lo triste es eso mismo.
A veces me preguntan que por qué hago el cine que hago y por qué habló de las cosas que hablo. A lo mejor porque sigo siendo un periodista, aunque de bajo perfil y sin talento.
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