Un confuso accidente de tránsito fue la razón para la privación de su libertad, del endeudamiento de la familia y la pérdida de su empleo. Alguien aconsejó contratar un abogado privado pues acudir a la defensa pública era condenarlo a cadena perpetua. El calor del infierno todo lo desvanece, menos el tiempo, fue por ello que entre préstamos y empeños la familia decidió hacer el pago inicial. Todos trabajaron afanosamente para hacer frente a aquello que solo intuían pero no lograron dimensionar.
El segundo pago fue el impuesto de protección que los reos cobran a quienes cohabitan con ellos. El tercero, las prebendas o servicios. El estatus de un reo se mide por el sector donde se ubica, el lugar en donde duerme (en el piso o en la loza), por el hecho de tener un colchón o televisión.
Los primeros días de Joel fueron de familiarización con los hábitos, usos, costumbres, normas y cultura de ese submundo llamado prisión, “la forma más civilizada de todas las penas”, como refería M. Foucault.
La familia, informada de que la visita iniciaba a las ocho de la mañana y solamente se permitía el ingreso de quinientas personas, decidió llegar poco antes de las cinco. Cientos de personas se habían adelantado. Un policía numeraba el brazo de cada visitante con marcador indeleble. En el de doña Cruz, madre de Joel, se leía el 397.
Todo fue tan accidentado y humillante que la esperada emotividad del encuentro duró poco. Al corto saludo precedió la entrega del listado detallado de comestibles para 12 personas, que los reos exigían sin excepciones ni indulgencias y que era cuidadosamente inventariado a su entrega.
Quienes se ven forzados a pagar en especie, amortizan la deuda con sexo o colaboran en actividades delictivas. El utilitarismo relacional incluye a las mujeres quienes son canjeadas como mercancía y obligadas a ser cómplices de sus fechorías.
Este breve retrato de una experiencia real confirma una vez más que el encierro penal no responde más –si es que alguna vez lo hizo- a los objetivos de castigar, enderezar, reducir el delito, impedir huidas, disuadir, o reeducar al reo. Tampoco responde a la especificidad de los delitos o faltas. Es además oneroso y produce más perjuicios que beneficio para la sociedad y las instituciones.
J. Valverde* ha identificado consistencias comportamentales en las personas privadas de libertad: 1) Muchas horas, durante años, sin hacer prácticamente nada, genera sensación de vacío, pérdida de autoconcepto; 2) Demasiado tiempo de pensar o de volver obsesivamente a la misma idea genera ansiedad; 3) Aumenta el riesgo de caer en drogadicción, en un espacio apto para negocios ilícitos; 4) Sometimiento al sistema de dominación y chantaje que genera el mundo de la droga; 5) Pérdida de la poca capacidad de decisión y libertad de que se disponía; 6) Empobrecimiento vital y síndrome amotivacional. De ahí que el preso no solamente viva en la prisión, sino vive la prisión. Más que reformarse, termina de desviarse. Los efectos económicos, físicos, morales, espirituales y psicológicos son de grandes dimensiones, y alcanzan también a sus familias.
Pero lo peor que tiene la cárcel es que priva de responsabilidad. A los reos se les priva de la capacidad de cargar con la propia vida, lo que es una consecuencia execrable. De ahí que no deba extrañar su incapacidad de ponerse en el lugar de las víctimas. Por otro lado, la presunción de inocencia erosiona permanentemente su moral ya que son invitados a mentir todo el tiempo.
La violencia institucional les hace sentir más víctimas que victimarios y se sienten justificados para reaccionar con hostilidad y venganza.
A pesar de todo ello, la demanda de más cárceles no cesa. Se sigue creyendo que recluyendo y “aislando” a los criminales e infractores estaremos a salvo, pero sucede lo contrario. Estamos promoviendo una floreciente industria de criminales, inadaptados y locos, entonces ¿para qué construir más, si el primer efecto es que se llenan?
Así, no nos quedan más que dos opciones. Hacer que los objetivos de la prisión se cumplan lo que demanda una evaluación del nivel de descomposición existente y las posibilidades reales de subsanarlo, o bien, buscar una forma más civilizada y efectiva de castigo, corrección y vigilancia.
Mientras tanto, usted y yo enfrentamos el riesgo latente de visitar esta antesala del infierno por uno de esos desafortunados azares de la vida que en Guatemala solamente el dinero podría evitar. ¿O no se cierto que finalmente la prisión no es un castigo igualitario para todos?
__________
*Valverde Molina, J. La cárcel y sus consecuencias. Madrid: Edición Popular, 1991.
Más de este autor