Habían transcurrido pocos meses desde el terremoto de 2010. Compartió el asiento de al lado. Ambos lucíamos ansiosos, aunque yo sabía exactamente el motivo de mi inquietud.
Había dejado todo en Guatemala para ir a residir a un país asolado y culturalmente distinto. No era la primera vez que lo hacía, pero sí nuevas las circunstancias. El sobre peso de mis dudas, nostalgias y responsabilidades transitó oculto, así que, para mi fortuna, me libré del pago de impuestos. Esa es la ventaja -¿o desventaja?- del equipaje espiritual.
Mi ansiedad viajaba disimulada, mientras que la del haitiano, se exhibía sin escrúpulos. Frotaba sus manos frenéticamente contra las rodillas, mientras yo observaba de reojo y esperaba el momento en que brotara la primera chispa. No tendría más de 45 años sin embargo el temblor corporal le impedía abrir el raquítico paquete de galletas que la aeromoza repartía mecánicamente y con tal cara de hastío que te obligaba a recibirlo, por compasión. Me ofrecí tímidamente a ayudarlo. Su sonrisa fue señal de aceptación. Para ese entonces, y a decir por las señales, me preguntaba si estaría cuerdo. Medio vaso de agua cayó sobre su camisa durante el primer y único intento por dar un sorbo al jugo de guayaba.
No cruzamos palabra, hasta que el piloto anunció el descenso a la ciudad de Puerto Príncipe. Doblemente trémulo empezó a murmurar y reír solo. “Home…sweet home” alcancé a escuchar. La emoción le hizo romper el silencio: “Vuelvo después de dos años. Para mí… toda una vida” dijo, sin dejar de observar por la ventanilla, lo que para mí era un lúgubre paisaje.
Residía en Nueva York, no tenía familia y contaba con pocos amigos en Haití. Llegaba en búsqueda de oportunidades para quedarse. ¿Cómo explicar esa descomunal excitación por retornar al menos cómodo de los mundos posibles? Fue una interrogante que me acompañó durante meses.
Tampoco olvido el momento en que Gustave, uno de los vigilantes de la oficina, nos sugirió cándidamente a Douglas y a mí, nacionalizarnos haitianos. Su argumento: “Haití es el país más lindo del mundo”, gritó con contagioso entusiasmo.
Me conmovió también la visión poética de Jean Baptiste, nuevo colaborador de oficina, y quien se despidió temporalmente de su esposa e hijos en Chicago para volver a lo que él llama textualmente: “Mi hogar, mi país”.
Un país sin Estado y sin gobierno (aunque te cueste creerlo) y cuyo costo de vida es similar al europeo. Un país que, con la complicidad de propios y extraños, liquidó el 98% de su riqueza forestal y ahora es incapaz de asegurar el alimento a su gente. Inventor de galletas de lodo, amasijo de tierra seca, sal y mantequilla vegetal para matar el hambre.
Aquí el 85% de la educación es privada siendo que el 60% (o quizás más) vive con menos de US$1.25 por día. De ahí que la posesión de una licencia de conducir sea tan ansiada y apreciada como la fortuna de poseer un título universitario.
Un país que no cuenta con servicios básicos, solamente los ricos gozan de servicio de luz las 24 horas –gracias a la adquisición de generadores- y pueden abastecer sus cisternas a un costo de US$ 65.00 por camión de agua. Un país que hoy lamenta la expulsión de sus intelectuales y trata de reconstruirse con la misma lentitud y vacilación con la que sus ciudadanos dibujan su nombre… letra por letra.
¿País? Me cuestionarás Ramón, y con toda razón. A lo cual respondo con sinceridad y el profundo respeto que esta sociedad merece: esto no es un país -si a los conceptos y las realidades me atengo- pero no encuentro otra palabra para definirlo, me enfrento a las limitaciones del lenguaje y posiblemente, de la teoría política.
Pero, todo me refiere a un sentido de Patria -por fascista que a tu entender pueda ser la idea-. Por alguna razón afectiva, cultural e histórica estas personas, tienen vínculos insondables –al menos para mí- que los unen a esta tierra, como yo los tengo con la mía.
Los mayas creen que el cordón umbilical está estrechamente vinculado, primero con la madre y luego con la madre tierra. Estoy convencida de ello y puedo identificar dos tipos de hogar, el que yace en la calidez del amor de los míos; y el de la patria, gran útero que protege, nutre las fuerzas, los propósitos y la esperanza. Puede que sea un constructo, pero reclamo el derecho de pensar lo otro y no sólo lo mismo.
Karl Popper sabiamente afirmó: “Uno de los principales peligros (haciendo referencia a nuestras sociedades), radica en que la juventud vea el mundo vacío de sentido”.
Este es, por tanto, el mayor desafío y compromiso de nuestros días, crear Patria, re significar su sentido. Ningún árbol puede crecer ni afianzarse sin cepa. Muerta la raíz y muerta la cepa… muerta la esperanza.
Dichoso el temblor que acompañará mi retorno a Guatemala.
Un abrazo optimista
Carmen
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