Van corriendo, revisando, discutiendo criterios, tiempos. Y en esa urgencia, que levanta dudas, nos despiertan el sábado con una noticia extraña: no se ha aceptado el expediente del juez Miguel Ángel Gálvez, y pocas horas después tampoco se aceptaría el de la jueza Ericka Aifán. ¿Es posible? ¿Es realmente posible tomar una decisión como esa?
Rebobinemos un momento la historia. Corre el año de 2015, se develan los casos de corrupción, y los secretos a grandes voces tienen esta vez evide...
Van corriendo, revisando, discutiendo criterios, tiempos. Y en esa urgencia, que levanta dudas, nos despiertan el sábado con una noticia extraña: no se ha aceptado el expediente del juez Miguel Ángel Gálvez, y pocas horas después tampoco se aceptaría el de la jueza Ericka Aifán. ¿Es posible? ¿Es realmente posible tomar una decisión como esa?
Rebobinemos un momento la historia. Corre el año de 2015, se develan los casos de corrupción, y los secretos a grandes voces tienen esta vez evidencia que sustenta casos contra políticos de alto nivel. Esas investigaciones deben probarse en las salas del Organismo Judicial, ante jueces y juezas. No es una situación sencilla si usted tiene en cuenta que son el presidente y la vicepresidenta del momento los que han sido señalados de ser parte de una estructura mayor y compleja de corrupción. No es sencillo si los señalados son empresarios. Tampoco es seguro (más bien diría yo que es un trabajo peligroso) encontrar la verdad en una situación que obliga a enfrentarse a lógicas del poder en plena lucha por la supervivencia. Quien ha estado al frente de estos casos sabe bastante de amenazas, intimidaciones y campañas de desprestigio que intentan manchar años de trabajo recto y ético.
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En algún momento el orgullo que sentimos por estos jueces y el respaldo ciudadano del trabajo bien hecho se volvieron peligrosos para los intocables. Una cosa es un presidente y una vicepresidenta, un presidente de junta directiva, un diputado. Otra cosa muy diferente es el poder real y quien lo detenta en este país. Otra cosa son los militares, las élites. Cuando el hilo de las investigaciones condujo a otros insospechados lugares del laberinto de la corrupción, se optó por polarizar y confundir. Se habló de la justicia politizada, de la ideología de izquierda, de los chairos, y entonces olvidamos quiénes eran los jueces y las juezas que se habían enfrentado al monstruo de la corrupción y nos habían hecho creer que nos merecemos otro tipo de país.
La comisión de postulación, integrada por hombres y mujeres de academia, por profesionales del derecho y por impresentables, evalúa los expedientes. Los impresentables —a nivel de ser señalados de corrupción, de defender a narcotraficantes, de estar en una mesa de comisión de postulación mientras son candidatos en otra— han logrado convencer con un argumento fofo y ridículo que le gana a una trayectoria ética y terminan excluyendo a jueces que han sido reconocidos y respaldados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos o por el relator de los defensores de derechos humanos.
¿De verdad dejaremos que los impresentables elijan a los magistrados y a las magistradas? Pregunta válida para los comisionados y las comisionadas, así como para cualquiera que haga uso responsable de su ciudadanía.
Lo sucedido en las comunidades de Izabal nos recuerda la importancia de la justicia en sociedad, donde la dignidad es golpeada sistemáticamente. La justicia y los encargados de defenderla están llamados no solo a castigar, sino también a que aprendamos a vivir en paz.
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