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La crisis del agua es un proyecto de Estado

El efecto de la liberalización económica sobre los planes de desarrollo social fue directo y determinante
En el bloqueo constante de la ley de aguas aparece a menudo la huella del Cacif
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La crisis del agua es un proyecto de Estado

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Ilustración: Sandy Revolorio
Historia completa Temas clave
  • Se argumenta que la mayoría de los problemas del agua, desde la contaminzación de los ríos hasta los conflictos por cauces desviados, se deben a una mala administración pública. Es falso.
  • Hay un proyecto de Estado rastreable desde los años 60: poner el agua al servicio de los intereses de las elites económicas, haciendo caso omiso de los principios de la Constitución.
  • Durante el Gobierno de Arzú, se solaparon dos agendas: la social, de los Acuerdos de Paz, y el proyecto privatizador.
  • Las reformas legales e institucionales de corte ambientalista llevadas a cabo en los 90 chocaron con el proyecto neoliberal y fueron acotadas o domesticadas, mediante amenazas o mediante la captura de las instituciones ambientales.
  • Al mismo tiempo que aumenta la explotación industrial gratuita del agua, disminuyen los servicios estatales de agua y saneamiento, sobre todo en el área rural.
  • Desde la Constitución de 1985, hay una deuda: aprobar una ley de aguas que ordene y regule su uso y consumo.
  • La Cámara del Agro ha sido uno de los principales opositores, por creer que puede poner en peligro que cualquiera extraiga agua a su antojo y la use a su conveniencia.
  • El gasto ambiental del Estado está lejos de cubrir lo que se pierde por contaminación de aguas.

El agua es una pieza central del modelo de explotación de la naturaleza y, sin una respuesta democrática para enmendar el rumbo, su deterioro no se resolverá. El problema es más político que técnico. La crisis del agua es un asunto de poder, no de anarquía burocrática; y tiene que ver con que la reforma del Estado de los años 90 es la continuación de un proyecto que inició la cúpula militar pero culminaron las élites económicas asociadas con el capital transnacional.

Es notoria la complejidad de administrar el agua. Aparte de los artículos 127 y 128 que tratan específicamente del régimen de aguas, otros treinta y siete artículos de la Constitución están relacionados de una manera u otra con el recurso. La institucionalidad del agua es igual de compleja y problemática. El resultado es que en muchos casos se habla de una anarquía institucional que desemboca en una anarquía real: individuos o empresas acaparan fuentes de agua y hacen de estas lo que quieren. Problemas muy variados (desde la contaminación fluvial hasta los conflictos en comunidades por ríos secos o desviados) se explican simplemente como desatinos de la administración pública.

Detrás de esta complejidad absurda, se encuentra un proyecto de Estado: poner la explotación económica del agua a gran escala al servicio de intereses particulares. Este proyecto se monta sobre una vieja «institucionalidad» de poder, que vamos a explicar. Y por eso aquí no cabe reducir el debate a la voluntad política, ni a la percepción fatalista de que lo público es naturalmente inferior a cualquier otro proceso organizativo social.

En Política del Agua: una radiografía crítica del Estado, intento delinear las bases de un diagnóstico crítico que ayude a trascender la idea del Estado ineficiente o débil.

El diagnóstico pasa primero por descartar la idea de la debilidad institucional, una fórmula ya estéril para describir las dificultades de gestión del gobierno y, en cambio, enarbolar la del Estado débil, que se refiere a cómo el Estado se supedita a las dinámicas de poder de un régimen capturado por el rentismo.

El intercambio de fórmulas, de debilidad institucional por Estado débil, no es solo un juego de palabras. Esta investigación apunta a la necesidad de cambiar de mirada. No se trata, reitero, de un problema de «mala gestión»: no es posible entender los patrones de «mala gestión» sin considerar la historia política, las normas que expresa y deliberadamente han desembocado en entramados de intereses que corrompen las tareas estatales.

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El agua, por lo tanto, no es solo un recurso que se administra. Se inscribe dentro de la historia de la desconexión entre los intereses de las élites y un imaginado interés general (que nunca se concreta). Sobre todo porque en el último gran punto de inflexión ideológica para definir el rumbo del país, los años 90, el uso del agua ocupó un papel importante tanto en la decisión de abrir la economía nacional como en la planificación para la paz. Como en el caso de muchos otros problemas relacionados con las deficiencias del sector público, los años 90 son un momento fundante.

Apertura a la inversión extranjera directa: una democratización truncada

En pleno Consenso de Washington y de las negociaciones de Paz, el agua se convirtió en dos cosas: en un recurso preciado para emprender el camino del desarrollo social, y en un ingrediente estratégico de una nueva fase extractiva con miras al mercado mundial.

Con la Constitución de 1985 y los Acuerdos de Paz de 1996, el agua se convirtió en un recurso explícitamente vinculado a la protección del ambiente, el «interés social» y el «combate a la pobreza».

Se redefinió entonces el Código de Salud, para darle especial importancia al cuidado y control de las aguas públicas con el apoyo del aparato estatal descentralizado. Asimismo, se modificaron las tareas del Instituto de Fomento Municipal (Infom) para poner en marcha las nuevas prioridades sobre agua y saneamiento. Desde entonces el agua cobró una relevancia primordial en los planes de control y monitoreo ambiental y en iniciativas para mejorar la salud pública y el acceso a servicios básicos para la población rural e indígena, la más vulnerable y afectada durante la guerra (1960-1996).

Pero a esta agenda se le solapó otra: una económica neoliberal.

Este hecho es crucial. Sobre todo porque el efecto de la liberalización económica sobre los planes de desarrollo social fue directo y determinante, al menos con respecto al agua.

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De manera implícita, el agua también se convirtió en un objeto estratégico en el plan de la apertura económica del país a la Inversión Extranjera Directa (IED), con una serie de reformas que facilitaban la entrada de capital para explotar los recursos naturales.

Desde los años 70, el agua dependía del Instituto Nacional de Transformación Agraria (INTA), una institución que concedía licencias de explotación de fuentes de agua pública. Pero la reforma del Estado emprendida por el gobierno de Álvaro Arzú cambió la tónica. El INTA fue clausurado en 1999 y entonces la concesión del uso y consumo del agua pasó a ser una responsabilidad de la cartera de Energía y Minas.

Durante el gobierno de Arzú se aligeró la burocracia, y el Estado dejó de contar un dispositivo específico para extender y supervisar licencias sobre aguas públicas.

¿Cuál es el saldo de este régimen?

Primero, que al mismo tiempo que aumentó la explotación industrial del agua, disminuyeron los servicios del Estado a la población, sobre todo en el área rural en materia de agua potable y saneamiento. Y en simultáneo se reprimió la resistencia comunitaria a los megaproyectos.

Segundo, que la emisión de una gran cantidad de licencias de explotación para minas, monocultivos e hidroeléctricas a partir de 2003 delata un interés pronunciado de cada gobierno (con la excepción del de Alfonso Portillo) por abrir económicamente el país, sin considerar a fondo el impacto en el uso y consumo del agua.

El carácter laxo y permisivo de las leyes de minería, electricidad e hidrocarburos sobre cuestiones ambientales en general lo confirma. Todas estas leyes fueron modificadas al mismo tiempo que se reformó el Código de Salud, pero las reformas «energéticas» no aluden de forma explícita y concreta a las normas de cuidado y control del ambiente. Desde una lógica similar, cuando en 2000 el Ministerio de Ambiente y Recursos Naturales reemplazó a la Comisión Nacional del Medio Ambiente, los planes de protección ambiental se supeditaron al desarrollo extractivo.

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¿Por qué lo creo? Porque desde entonces el Ministerio de Ambiente extenderá estudios de impacto ambiental con suma celeridad, sin tener mucho en cuenta las denuncias y reportes de estudios falseados o mal hechos. La presencia agresiva de intereses corporativos o redes clientelares vinculadas a capital de riesgo en los planes gubernamentales de desarrollo económico explica esta celeridad mejor que nada.

Así, algunas de las firmas multinacionales con los más bajos estándares mundiales en responsabilidad ambiental obtuvieron los derechos de explotación de minas polémicas. Si por lo común las actividades extractivas ya tienen alto riesgo ambiental, las reformas de los años 90 permitieron que el Estado adoptara una postura de «negligencia calculada».

Las comunidades que se organizaron y protestaron tenían razón en preocuparse por el impacto que tendrían estos megaproyectos en los territorios. A posteriori, la protesta se convirtió en resistencia en la medida que el Estado pareció ser más efectivo en desalojar y frenar la toma de instalaciones que en garantizar que las empresas cumplieran con los requisitos del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, o del Código Municipal. La violencia desatada en las comunidades que se oponen a los distintos megaproyectos es una nebulosa compleja, que depende tanto de las decisiones directas del gobierno como de lo que no hace.

Una administración pobre, tuerta, opaca y contradictoria

La segunda mirada del diagnóstico concierne al impacto de esta contradicción. Más que hablar de una anarquía institucional como causa del problema, es importante reconocer que hay sectores que se benefician de esta anarquía. Y más aún analizar de qué manera el Estado lo permite.

La aprobación de una Ley de Aguas es una deuda con la Constitución que ningún gobierno ha saldado. En el bloqueo constante de la ley aparece a menudo la huella del Cacif. Esta huella se constata en la nueva Constitución y en las crónicas sobre la elaboración de algunas iniciativas de ley.

Destacan las iniciativas 2865 de 2003, y 3118 de 2005, ya que en ambas se propuso una entidad rectora del agua y regular los «aprovechamientos» del agua. En ambas se pretendía derogar la legislación vigente.

La oposición de la Cámara del Agro a que se cree una ley de aguas ha sido notoria. Ya en 1989 Usaid decía que al sector privado le producía molestia que el agua subterránea apareciera en las iniciativas como un bien público. Lo interpretaban como una política que puede poner en peligro que cualquiera extraiga agua a su antojo y la use a su conveniencia.

De hecho, el agua subterránea ya es pública según la Constitución. El problema es que sin una Ley de Aguas no se puede poner en práctica este principio.

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Las reformas arzuistas ensancharon la explotación del agua bajo las reglas existentes. Se discute poco este punto en los debates sobre la Ley de Aguas, pero una ley que redefiniera el dominio público del agua para incorporar prioridades y jerarquías de uso (humano, ambiental, comercial…) como lo pide la Constitución, implicaría revertir el modelo desregularizado de los 90, y pondría en riesgo el poder unilateral del Ejecutivo para decidir sobre el destino de los recursos naturales disponibles.

Por otra parte, la pobreza financiera del Estado, aumentada por la privatización de sus activos cuando que se abrió la economía, influye directamente en las políticas de agua, que dependen más que nada de nueva infraestructura para cubrir a toda la población: drenajes, tuberías, plantas de tratamiento…

Y el gasto ambiental en esta década está lejos de cubrir siquiera el déficit que causa la contaminación de las aguas.

De 2010 a 2014, por ejemplo, no representó ni el 0.15 % del PIB, cuando en 2006, al inicio del boom extractivo, Segeplan calculaba que los problemas ambientales implicaban una pérdida del 5 % del PIB de Guatemala. Las aguas residuales representaban aproximadamente 40 % de eso.

En la práctica, la reforma del Estado en los 90 afecta de dos maneras primordiales la administración pública.

Uno, por la falta de financiamiento del modelo centralizado de control e información.

Dos, por la contradicción entre el control centralizado de los recursos naturales y la necesidad de fomentar la participación de las comunidades en el desarrollo local.

En ambos fenómenos el objetivo ideológico hegemónico de reducir al Estado choca de manera flagrante con la actitud de recurrir a él para garantizar la perpetuidad del proyecto extractivo.

Esta contradicción cristaliza en la escasez de fondos para supervisar cada proyecto mientras se aprueban de forma acelerada licencias de explotación sin consultar a las poblaciones afectadas.

En esencia, el gobierno local no influye en la decisión de impulsar proyectos extractivos, sobre todo en los que son «alto impacto», aun si normas como el Convenio 169 o el Código Municipal obligan a mecanismos más participativos.

Los conflictos locales producto de cómo la instalación acelerada de megaproyectos cuestiona las formas lo cales de vida complican aún más la posibilidad de generar políticas participativas.

Al origen, un proyecto autoritario y lucrativo

En 2000, la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Guatemala (Minugua) señaló que el modelo de desarrollo originado en los setenta había destruido la naturaleza, y había reducido las posibilidades de contar con un entorno de vida adecuado. Se trataba de un modelo expansivo, competitivo y de «corto plazo» que había deteriorado las bases productivas para el futuro, en particular las fuentes de agua y los suelos.

La crisis ambiental actual presenta rasgos similares a los de ese entonces: la manera en que funciona el Estado no ha variado drásticamente, pese al cambio de régimen político que permitió transitar de la guerra a la paz. El Estado contrarrevolucionario sigue vivo en cómo el poder efectivo se concentra en el sistema ejecutivo administrativo.

Se puede seguir el rastro de esta concentración de poder a través de una serie de reformas clave entre 1962 y 1972. Con la Ley de Transformación Agraria, de 1962, y una reforma al Código Civil el año siguiente, se supeditó el régimen de las aguas a los objetivos de desarrollo agrario del Gobierno. Durante el gobierno de Carlos Arana, una década después, esa transferencia de poder sobre el agua terminó por incluir la explotación de los recursos naturales. Extrajo un reglamento destinado a resolver problemas de propiedad (el del Código Civil) y lo incrustó en un plan de desarrollo económico del Ejecutivo. Ese plan de control permitió, más allá del recurso del miedo, que hubiera apropiación irregular de tierras, tala ilegal y contrabando de recursos naturales.

Así que si bien las reformas de los 90 transfirieron el control sobre los recursos naturales desde la institucionalidad agraria al Ministerio de Energía y Minas, el Estado no rompió con su pasado autoritario.

De hecho, hay paralelismos notables entre los 90 y décadas supuestamente superadas. En ambos momentos las mineras se entrometieron en la legislación[1]. Es difícil obviar que las reformas de los 60 facilitaron el primer megaproyecto de «nueva generación»: la mina de níquel en Izabal, por una transnacional que incidió en las leyes, como señala Rafael Piedrasanta[2]: logró adherirse a las leyes de fomento de actividades industriales para evitar el pago de impuestos, incidió en las condiciones cambiarias del país, evitó la divulgación financiera sobre sus ganancias, redujo la parte de las ganancias destinadas al Estado. Y de la misma manera es difícil descartar que no se haya allanado el camino, o al menos explorado un proyecto de mayor envergadura de mercantilización de los recursos naturales, con lo que se sabe sobre el impacto que ha tenido la minería canadiense en el boom extractivista de América Latina y algunas crónicas sobre la reforma a la ley de minería de 1996.

En pocas palabras, parece evidente que las políticas contrarrevolucionarias también incluían diseños de capitalización por parte de la cúpula militar del impulso desarrollista «Estado-céntrico» que era la norma en esa época. Bien mirado, la reestructuración del Estado en los años 90 es, en realidad, la continuación de un proyecto que inició la cúpula militar y terminaron las élites económicas asociadas con el capital transnacional.

¿Cómo se explica entonces, que el Estado haya impulsado normas y mecanismos para proteger el ambiente, si al final de cuentas el extractivisimo es la continuación del modelo expoliador militar?

Cuando nos fijamos en el agua, el auge de un discurso de cuidado y protección sucede de forma artificial, porque se crearon normas y dispositivos que no pertenecían al sentido dominante del Estado, pero esa nueva institucionalidad nunca logró engranarse naturalmente. Fue una particularidad histórica fruto de la penetración de un movimiento ambientalista de élite en los asuntos de gobierno, en medio de la transición hacia el gobierno civil, tal y como lo plantea Margarita Hurtado en su crónica del movimiento[3].

Por eso el empujón dado por el gobierno de Vinicio Cerezo a la nueva institucionalidad vino acompañado por amenazas, violencia y las tentativas por sabotear el proyecto de áreas protegidas por aquellos que tenían más que perder. Tanto el Ejército como el sector privado organizado se opusieron en ese entonces a la política ambientalista del gobierno. El fortalecimiento de la institucionalidad dificultaba las actividades económicas lícitas e ilícitas (en particular el comercio de madera y animales exóticos, negocios promovidos en el período de la expansión del régimen militar hacia la Franja Transversal Norte). Y de ahí los intentos de golpe de Estado en contra del Gobierno de Cerezo, y las amenazas de la inteligencia militar contra funcionarios del Consejo Nacional de Áreas Protegidas en Petén.

Si el desarrollo de un sistema de áreas protegidas pervive es porque el proyecto dominante le puso cerco, con funcionarios afines al capital tradicional en puestos de dirección ambiental y presidentes que no apoyaron mayores presupuestos para las distintas entidades de protección y cuidado.

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En última instancia, el statu quo sobre la protección del ambiente, es decir, el mantenimiento de un sistema de áreas protegidas por una institucionalidad condicionada financieramente y supervisada de cerca por el presidente, son rezagos de una administración que no se pensó para explotar los recursos naturales de forma racional.

La privatización indirecta

El análisis expuesto hasta aquí debe permitir pasar de una lectura sobre el Estado como una organización “naturalmente deficiente” a otra de orden político sobre la necesidad de reivindicar salvaguardias democráticas colectivas.

La desvalorización reproducida de la idea del agua como bien común favorece a las nuevas formas de uso privado (desde la mercantilización básica del agua hasta la concesión de usos de las aguas de dominio público para los megaproyectos).

No se privatiza el agua directamente. El fenómeno es más complejo y tiene que ver con el avance de la frontera privada y el encogimiento de la pública, y por lo tanto los límites materiales de lo que se entiende por «bien común».

Pero perder la idea del agua como un bien común es insostenible a la hora de pensar en la protección del ambiente, la salud pública y el respeto a las formas de organización comunitaria sobre todo cuando el empuje del extractivismo sucede a escala nacional. Desde esa perspectiva, ninguna propuesta a escala local está a salvo del impacto de un proyecto impulsado por un núcleo de intereses capitalistas cuyo principal operador es el presidente de la República, respaldado por el brazo coercitivo del Estado y, aunque parezca curiosa la formulación, el desgaste del «sentido» de lo público.

El modelo depredador de la naturaleza es la continuación del Estado débil, un Estado separado fundamentalmente de la sociedad y de cualquier proyecto de consolidación del interés general. En ese sentido el Estado ausente, el Estado débil (para algunas cosas, fuerte para otras), es esencialmente autoritario.

[1] Según el investigador Michael Dougherty, la ley fue formulada con aportes de la industria minera nacional y con inversores extranjeros. Dougherty, Michael L. “The Global Gold Mining Industry, Junior Firms, and Civil Society Resistance in Guatemala”. Bulletin of Latin American Research (2011): 9. doi:10.1111/j.1470-9856.2011.00529.x . Solano, por su parte, reportó en 2015 que el abogado Jorge Asencio Aguirre, representante legal de las mineras subsidiarias de Goldcorp Montana Exploradora (Mina Marlin), Entre Mares (Cerro Blanco), EXMINGUA (El Tambor) y Tahoe Resources MINERASA ( El Escobal), “contribuyó a elaborar el proyecto de Ley de las reformas a la Ley de Minería en 1997”. Luis Solano, “Cómo se constituyó un proyecto cuasi militar en el proyecto minero Escobal”, CMI, 09 abril 2015. Consultado en línea https://cmiguate.org/como-se-constituyo-un-proyecto-cuasi-militar-en-la-mina-el-escobal-2/ , 27 junio 2018. La presencia de la minería canadiense en América Latina es significativa y determinante en muchos casos. Grupo de trabajo sobre Minería y Derechos Humanos en América Latina ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, El impacto de la minería canadiense en América Latina y la responsabilidad de Canadá “resumen ejecutivo”, 2014, 3-5.
[2] Rafael Piedrasanta Arandi, Introducción a los problemas económicos de Guatemala (Guatemala: Editorial Universitaria USAC, 2009), 159-175; Susanne Jonas, The Battle for Guatemala (Boulder, Colorado: Westview Press, 1991), 52-53; Jonas, “La nueva línea dura”, 198-200, y Fred Goff, “Exmibal: Llévate otro níquel” Guatemala: una historia inmediata, Jonas y Tobis (comp.) (México: Siglo Veintiuno Editores, 1976), 232-262
[3] Margarita Hurtado P., Irene Lungo R. (comp), Aproximaciones, caracterización y tendencias del movimiento ambiental en Centroamérica (Guatemala: FLACSO, 2007)
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