El primer problema que se manifiesta al abordar el tema de la prisión preventiva en Guatemala es el de confundir derecho procesal penal con derecho penitenciario. Es evidente que hay diputados que creen que los problemas de infraestructura carcelaria se solucionan con reformas al proceso penal, lo cual dista mucho de la realidad y denota claramente que sus propuestas carecen de coherencia entre una situación llevada a ese extremo por sus propias negligencias políticas versus las necesidades administrativas, políticas y legislativas reales para la aplicación de dicho tipo de prisión.
Con la reforma de 1992, el nuevo Código Procesal Penal (CPP) impulsó, entre otros, el cambio de dos paradigmas procesales. El primero radica en la necesidad de coerción o de garantizar la presencia del sujeto en el proceso, para lo cual regula un régimen abierto (medidas sustitutivas) y uno cerrado (prisión preventiva). El segundo paradigma es el control carcelario judicial, un mecanismo de control para hacer efectivos los límites a la privación de libertad y el estricto cumplimiento de la resolución judicial. En este último el CPP le otorga a cualquier juez la facultad de llevar a cabo la inspección carcelaria, con lo cual también se crea la figura de los jueces de ejecución penal, cuya función es meramente administrativa sobre el control de la pena y de sus incidencias. Debe decirse que es con la Ley del Régimen Penitenciario mediante la cual se establece una función de control de la administración penitenciaria.
Con esto, las reformas a la prisión preventiva van más allá de simples reformas a los plazos de duración y a la restricción de competencias, como pretenden las iniciativas presentadas por los diputados Lau y Hernández. Las verdaderas necesidades tienen alcances interinstitucionales del sector justicia, el cual, sin duda, debe ser consultado respecto a las reformas que requiere. Yo me atrevo a decir que se necesitan al menos cinco reformas legislativas, dos de ellas estrictamente en el ámbito de los dos paradigmas procesales que señalé al principio. La primera sería la creación de un sistema de revisión, seguimiento y cumplimiento de medidas sustitutivas que garantice un efectivo cumplimiento del régimen abierto de coerción. La segunda, la creación de la competencia de un juez de vigilancia penitenciaria, como la de los jueces de ejecución, pero en este caso despojando a cualquier otra jurisdicción de dicha competencia y desarrollando un régimen de control mucho más efectivo, digamos, dando vida al artículo 8 de la Ley del Régimen Penitenciario.
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Ambas reformas complementan dichos procesos lentos de reforma procesal, por supuesto en sus ámbitos específicos. Acá entran más elementos al análisis. ¿Necesitamos seguir con las penas de multa y de arresto con una duración de 60 días? ¿Será mejor la pena de servicios sociales o a la comunidad? Es decir, actualmente, la multa que no se puede pagar se transforma en prisión, con lo cual la libertad parece adquirirse. La reinserción social en un arresto con una duración de 60 días no se logra. Pero en penas de servicios sociales o a la comunidad sí se puede lograr la socialización de la persona sin necesidad de privarla de libertad.
Como expuse, esto debe estar acompañado de medidas administrativas. Entre otras, el procurador de los derechos humanos tiene razón al señalar la necesidad de un sistema unificado de registro de detenidos para eliminar esa dispersión de registros actuales. Asimismo, se debe revisar la gestión jurisdiccional sobre la primera declaración, es decir, el control efectivo sobre las detenciones policiales, en especial en flagrancias.
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