Cuando regresé a casa, decidí que debía relajarme un poco antes de dormir porque, de lo contrario, tendría pesadillas. Agarré el control remoto y puse el noticiero.
Sentado alrededor de una mesa blanca estaba el expresidente Portillo. Lo rodeaban algunos periodistas que le preguntaban cosas. En una de esas, lamentando la situación actual del país, el antiguo mandatario dijo que «la corrupción alcanzó niveles insospechados».
¡Vaya cínico! No aguanté más y apagué ese infeliz aparato. Aunque con un poco de molestia, era hora de dormir.
Morfeo me llevó a otro lugar. Por la ventana apareció un pajarito, uno que traía un mensaje del futuro.
Es el año 2027. Como era de esperarse, el país entero se tambalea ante un evento electoral próximo. Gobierna el Movimiento de Sapos Nacionales (MSN), pero su administración está totalmente desprestigiada. Muchos depositaron sus esperanzas en este partido hace cuatro años, pero decir que están decepcionados es poco. Lo que querían era sacar del poder al Partido de los Cangrejos —que no había hecho otra cosa que regalar moluscos a diestra y siniestra—, pero acabaron dándoles el poder a unos sapos sinvergüenzas que amenazan con aferrarse a él.
En su desesperación, las buenas almas del país han decidido resucitar a un personaje político que en algún momento todos dimos por muerto: la vicepresidenta Roxana Baldetti. Sobria y con un discurso elegante —lo más alejado posible de aquellas coloridas frases que la caracterizaron durante su período—, la vicepresidenta Baldetti aparece ahora en la televisión como la salvadora del país. Algunos no se lo tragan del todo, pero los más sapientes dicen que es la última opción para salvar a Guatemala del desastre al que lo han llevado las élites cínicas y cortoplacistas que están en el Gobierno, especialmente la vicepresidenta Victoria Álvarez.
Álvarez era una excelente comunicadora que se ganó la admiración del pueblo por su habilidad para asestar golpes al malquisto gobierno del Partido de los Cangrejos. En el Congreso era hábil para captar la atención de las cámaras y para espetar líneas de ataque cortas y efectivas, aunque carentes de sustento real, como cuando tras una tormenta tropical citó a un ministro del Gobierno y le preguntó si el plan de reconstrucción era congruente con la ideología crustácea. Todo le era celebrado en primeras planas en nombre del anticangrejismo.
Un señor de nariz respingada y con la cabeza ya toda blanca se acercó no sé de dónde —los sueños siempre tienen esos vacíos— y me dijo bien bajito: «La gente ya no se acuerda, pero así merito era Roxana». Pero luego se calló y se fue temeroso, con una cara que semejaba a la de Adán cuando Dios le pidió cuentas de la manzana.
El viejito debe de haber pensado con razón que estos no son tiempos para hablar de esas cosas. De haberlo hecho, el parecido de Álvarez sería con la Baldetti de hace mucho tiempo: la que hizo oposición en el Congreso, la mujer fuerte del Gobierno. La nueva Roxana es diferente. Es toda seriedad, toda desapego. Lo que importa ahora es que está allí, reclamándole a Álvarez lo que ha hecho con el país, en una mesa blanca, rodeada de periodistas que le preguntan las cosas amablemente.
Un ruido estridente me despierta. Al parecer, ha habido un accidente en la calle atrás de mi casa.
La jodida carne me tiene con dolor de estómago, pero puede más la curiosidad. Hay un herido y se empieza a aglomerar la gente. No tardan en llegar los bomberos con esa su sirena que da vueltas y vueltas. Da vueltas en círculos. Como dan vueltas también —si las ve uno por mucho tiempo— las estrellas encima de nuestras cabezas.
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