No ha sido fácil: durante siglos las mujeres han sido marginadas, golpeadas, asesinadas por atreverse a decir. Han soportado burlas y difamaciones, en cualquier lugar y en cualquier momento de nuestra historia como humanidad. Estamos más seguras de que «nuestros silencios no nos protegerán».
En los últimos meses, en Guatemala ha habido mujeres que han decidido hablar y hacer públicamente señalamientos de abusos de poder. Lo hizo la poeta cuando se negaba a que esperaran que fuera como «el ciprés de un cementerio» y lo hicieron las periodistas que les han dado tanta cuerda a nuestros sueños y deseos. Lo han hecho hoy mujeres jóvenes, músicas, de nuevo periodistas —contando sus historias de niñas y de grandes—, en esa necesidad de encontrarnos en nuestras propias experiencias. Sus palabras les han dado valentía a otras voces, y no han sido pocas las que han sostenido ese hilo para encontrar salidas al laberinto de la violencia. Aunque muchas, aún no somos todas.
Celebro que ahora tengamos estas discusiones abiertas entre nosotras, que hayamos dejado la cocina para hablar quedito (ya no, Betina) y que podamos hacerlo hoy de manera pública. No solo lo hacemos entre nosotras, sino también lo discutimos con nuestros hermanos, papás y amigos, incluso con los desconocidos. Hoy se cuestionan actitudes que nunca se habían cuestionado, no solo en los trabajos, en las calles o en las universidades, sino también en los momentos más íntimos, donde los golpes y las palabras se esconden. El espacio público —que habla de poder y de vida en colectivo— nos escucha. Y nos escucha recio.
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Desde nuestras historias que se identifican entre sí, estamos claras en cuanto a respetar imperativamente nuestra vida y nuestra dignidad. La defensa de este principio nos obliga a pensar en realidades diferentes de cómo vivimos las mujeres, en el sentido más amplio y profundo de lo que la vida significa, es decir, sí en oportunidades y en derechos políticos, sociales y económicos, pero también en la alegría, la plenitud, la libertad, el placer... En ese encuentro nos reconocemos diversas y, por lo tanto, también pueden ser diversas nuestras posturas. Y de ahí pueden ser también diferentes nuestras acciones. Cuando Audre Lorde hablaba de la indiferencia de las mujeres blancas a las opresiones de las mujeres negras, apuntaba que debíamos encontrar la manera de «utilizar las diferencias para enriquecer nuestra visión y nuestras luchas comunes» y que era en esa nueva manera de convivir en las diferencias donde podía estar la clave de la redefinición de otras formas de relaciones de poder.
A la luz de lo hablado por semanas, de lo que he leído en medios de comunicación y en espacios de expresión a título personal, sé que son momentos de definición para muchas, sobre todo cuando toca vivir aquello que tan fácil se dice. No lo veo mal. Son necesarias las mujeres implacables que nos inspiran a hablar y las mujeres que dudan, que nos permiten revisar lo que damos por sentado. Son importantes las mujeres que matizan, ya que abren brecha en los pasos concretos, y las que no, pues nos recuerdan que el horizonte que ansiamos también tiene innegociables.
Rompemos de muchas maneras el silencio porque queremos una vida digna. Cómo la construimos y cómo la defendemos son preguntas cuyas respuestas se están gestando en espacios plurales y abiertos a reflexión y a debate de nosotras para nosotras. En este momento, cuando el coraje nos hace perder el miedo y encontrarnos en un bello estallido de amor, de rebeldía, de vida, cada una de nosotras es una voz válida si busca nuestra plenitud, consciente de las tantas y distintas opresiones que las mujeres sufrimos.
Gracias a ustedes, que ya se han atrevido a hablar.
Que ni el diálogo ni el encuentro ni la reflexión se agoten.
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