¿Para qué sirve la moratoria?

Ésa es la principal reacción que circula en varios ambientes a partir de la idea gubernamental. ¿Se trata de poner al día una promesa hecha durante la marcha campesina del año pasado, retomada después en una propuesta de la Conferencia Episcopal? Es una muestra de la estrategia a dos bandas, donde se quiere quedar bien con Dios y con el diablo. Incesante búsqueda de un falso equilibrio mientras tras bambalinas ocurren hechos reales. 

En cualquier caso, se abre un pequeño espacio para insistir sobre un aspecto de mayor envergadura: debe declararse la lesividad de los futuros proyectos; con lo cual el foco derivaría en ejercer un amplio proceso de vigilancia sobre las explotaciones en marcha, aumentando el control institucional y de auditoría ciudadana. Además, haría posible poner mayor atención sobre el sentido, destino e implicaciones de las famosas regalías, así como de las estrategias tras el cierre de esas operaciones.

El recorrido es largo y azaroso para que la moratoria pase a ser realidad. Nuevamente la presión recae en un Congreso cargado de pendientes, con la intención de hundir el buque hasta un extremo donde no haya capacidad alguna de salvataje. En ese caso, la moratoria, además de su  carácter temporal, terminaría en la larga lista de los pendientes. En el fondo aparecen las reformas a la Ley de Minería, propuesta que fue presentada por el Ejecutivo desde el año pasado pero que no ha sido abordado con mayor profundidad, señal de oportunidad que se puede perder.

Ese proceso puede servir para definir, más que la letra simple, el modelo de desarrollo hacia el cual decantarnos como sociedad. O apostamos por un modelo extractivo y terminamos aceptando que Guatemala tiene orientación minera como en su oportunidad concluyeron Chile, Perú y ahora Colombia, o definimos que ese tipo de actividad tiene sentido marginal donde sólo caben unos pocos medianos y pequeños proyectos, o bien, declaramos su total inviabilidad. Ese tipo de discusiones son las obligatorias en un contexto donde las confusiones se privilegian como las fórmulas “ideales” para imponer criterios de unos pocos.