Extraño muchas cosas de Guatemala, pero más extraño las largas y gratificantes conversaciones que solíamos tener los jueves. ¿Recuerdas el sentimiento mutuo de rebeldía que sentimos cuando tuvimos que fijar día, hora y lugar para nuestra amistad? A regañadientes pero conscientes de la situación, tomamos la agenda y anotamos nuestros nombres en ella, sabiendo de antemano que era un formalismo burdo.
Jueves a jueves, hicimos el resumen familiar, personal y profesional de la semana, mientras yo llenaba desenfadadamente de tabaco mi pipa y degustaba el inigualable expreso chapín. Las miradas curiosas y murmuraciones no se hacían esperar. Qué placer juvenil experimentábamos por ello, pues acentuaba el espíritu indomable de libertad, y seguridad que nos caracteriza.
Amo ese sentido de la vida que mueve, electriza las neuronas, contradice, sorprende, lleva, trae, impacienta, palpita, afirma, sepulta la rutina y cuestiona el deber ser. Es precisamente por ello que acepté el reto de venir a radicar a Puerto Príncipe.
Recuerdo aquel 12 de enero de 2010. Yo estaba en El Salvador atendiendo una reunión de trabajo que originalmente había sido programada para realizarse en el Hotel Montana de Haití ¿recuerdas? No obstante, una bendita negligencia administrativa entorpeció el traslado de los participantes al Caribe, y de paso nos salvó la vida a todos. Del Hotel Montana no quedó nada más que la piscina y el restaurante al aire libre, lugar predilecto de quienes gustaban contemplar la ciudad desde lo alto de la montaña. Ahora se ha convertido en destino obligado del raquítico turismo que visita Puerto Príncipe con el morbo de recorrer las ruinas de una civilización no extinta.
Yo arribaría de todas maneras, tarde o temprano, motivada por esas razones “extrañas” que a criterio de Ingrid - mi compinche de la infancia- siempre han inspirado mi vida (para bien o para mal). Nunca he podido lidiar con las dudas existenciales del tipo ¿Y qué tal si…? Propias de quien trata de imaginar otras posibilidades para el presente o el futuro ya sea por frustración, anhelo o simple curiosidad. Así que una vez más me sobre puse a los miedos y llegué en búsqueda de respuestas.
Informar a la familia fue también difícil. Aún no sé qué me impresionó más, si el rostro desfigurado de mamá o el grito desaforado de la tía Elba. Tardé dos semanas en tranquilizarlas, al final me parece que no lo logré pues me heredaron todos los escapularios, medallas y novenarios reservados para las próximas tres generaciones familiares de nietos y sobrinos. “Por aquello del vudú”, dijeron. Y como una promesa se respeta, las cargo todas conmigo, siempre.
De las despedidas ni hablemos. Nunca me han gustado, así que me transporto directamente al avión que me llevó a Haití. Contemplar Haití desde el aire era una experiencia conmovedora, pero contemplar Puerto Príncipe en tierra fue la conmoción total. Recordé “La Divina Comedia” y me preguntaba a qué se asemejaba más aquella escena, ¿al purgatorio? O tal vez, ¿al infierno? Hoy casi un año después, y contra toda apreciación inicial puedo ver finalmente un fragmento de paraíso.
El paisaje era tan diverso, destrucción, escombros, pobreza, basura y desorden entremezclados con las muestras más maravillosas de arte naif que puedas imaginar. Habrase visto tremendo mosaico de artesanos, escultores, pintores, compartiendo “calles y avenidas” con indigentes, vendedores informales de todo tipo, tanquetas de Naciones Unidas, policías nacionales y uno que otro fanático religioso predicando en lo que a mi entender era una esquina (en ese todo absolutamente amorfo, me es difícil asegurarlo).
Entre todo ese nubarrón de imágenes confusas y hasta un tanto surreales, destacaba la vivacidad de los colores caribeños, rojos, naranjas, azules en todas sus gradaciones, amarillos, verdes, tan característicos de los tradicionales “Tap Taps”, nombre que los haitianos dan a las guaguas o microbuses de transporte público. Además de los colores, llaman la atención los nombres con los que sus propietarios los bautizan: “Bondad de Dios”, “Paciencia”, “Misericordia de Dios”, “La Vida es Buena”, “Esperanza de Dios”, lo cual denota la profunda religiosidad de este pueblo. Es en este sincretismo entre vudú y cristianismo que los haitianos han encontrado las razones y fuerza necesaria para sobreponerse a la adversidad que caracteriza su historia.
Tardé una hora y media para llegar a mi casa temporal en un recorrido que a decir por la distancia física hubiera demorado tan sólo 15 minutos. En ese momento me di cuenta de que había cambiado no sólo de espacio, sino también se había modificado el sentido del tiempo. Me parece que tu espacio y tiempo en New York, son distintos a los míos, aunque ¿quién sabe? Seguramente lo descubriremos en este nuevo intercambio, interinsular.
¡Sante!
Carmen
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