Es decir, la incertidumbre abrumadora del abismo de una pandemia en un país tercermundista, sin funcionarios preparados, con unas élites voraces y unos políticos ignorantes y especuladores mirando ávidos el botín, repartiendo negocios mortuorios.
Por ahora estamos seguros de que esto va para largo. De que los datos que nos dan no son confiables. De que hacen menos pruebas de las que debieran. De que la muerte nos ronda. De que los ánimos caen y nuestras reservas también. De que llevamos unos días aquí en una guerra sin cuartel contra las hormigas que quieren tomar posesión de la casa y con lo cual, por supuesto, no estamos de acuerdo. De que la humedad ya me llegó al corazón, al fémur, a los alveolos, a las legañas vespertinas, a mis huellas. También estoy seguro de que hay un loco manejando un imperio, de que sigue buscando nuevos enemigos y nos va a encontrar.
Antes, cuando la vida transcurría de lunes a viernes, con horarios de oficina, días de pago, loncheras y pastel de cumpleaños, a veces no llevaba almuerzo y comía en un changarro de menús ejecutivos donde nos dábamos cita los que trabajábamos por ahí y nos conocíamos de vista y saludo. Muchas veces me encontraba con un escritor, llamémosle Maurice, por ponerle un nombre, y nos poníamos a conversar. Durante unos 45 minutos la plática derivaba de lo concreto a lo especulativo con conclusiones filosóficas, como no podía ser de otra forma con él.
Uno de esos días hablábamos de que éramos seres fronterizos entre lo digital y lo análogo. Crecimos y nos educamos en una realidad palpable. Lo de afuera se conseguía a través de excursiones a catálogos, de préstamos de mano en mano. Libros que pasaban fronteras en maletas y se compartían como tesoros. Reuniones para oír música y sesiones de grabación en casetes. Los periódicos tenían muchísimas páginas y había supermercados que traían productos importados a los que nunca iba. Nuestra formación era la palabra oral, los libros subrayados, las pláticas con café, con cervezas. Con libros fundantes, con blasfemias, con apostasías.
[frasepzp1]
De repente irrumpieron Internet, los teléfonos inteligentes, el streaming, y nos conectamos y nos instalamos en un mundo digital. Las imágenes, muchas imágenes, y el sonido, mucho sonido, se metieron en nosotros. El virus en un ADN, pero la pandemia es cibernética. ¿Cuánta información puedo entender, me puedo apropiar, puedo transmitir? Los que no somos académicos, los que no vivimos de hacer estudios, ensayos, artículos, ¿podemos distinguir y desmenuzar los datos que nos dan? O somos simplemente replicantes de noticias de WhatsApp.
Las curas milagrosas rondan en videos caseros, las teorías conspirativas, los extraterrestres, los datos filtrados por hackers desconocidos, las protestas masivas en ciudades de amplias calles, la nueva normalidad europea, los rebrotes de Corea, la estrategia sueca. La corbata de pajarito en conferencias de prensa, los datos diarios, los muertos diarios. La opresión en el pecho viendo a mis hijos 80 días encerrados, a mi esposa centrada y organizada para hacer rutinas que permitan llevar esta nueva normalidad, mientras yo salgo a hacer el súper, a alguna reunión trasnochada, pretendiendo que la vida sigue, pero no. ¿O sí?
Temo que, al estar encerrados o medio encerrados o parcialmente encerrados, o por lo menos nuestros hijos, nuestros trabajos, sin dinero, deje de hacerme preguntas. Que mi obsesión sea llegar a la noche y cerrar los ojos y pretender soñar con los viajes y los viejos.
Seré tan imbécil para llegar a creerme las buenas intenciones de las corporaciones, las declaraciones de patronales inmaculadas. Dejaré que me representen los que hablan por mí en tercera persona. Llegará el día en que amanezca y no pueda describir el desprecio que siento por los traficantes de certezas, por los navegantes del consuelo de tontos, por el trapicheo de dioses menores, por la alegría que me dan los megatemplos vacíos.
Por ahora ya no tengo nada más que decir. ¿Será que esta batalla me la ganaron?
Más de este autor