Leí a Bolaño en una época complicada de mi vida. Era joven, estaba en mis veintes y estaba pasando por un divorcio. Él se acababa de morir y era un suceso, sobre todo entre mis amigos chilenos que lo recomendaban dándote sus libros como si fueran tarjetas de presentación de Chile. Yo tomaba sus textos y me iba al jardín trasero de aquella casa, esa de la que estaba por irme para siempre, para leerlo como si me estuviera aferrando al último trozo de madera de un naufragio.
Bolaño parecía vivir también entre el caos, como yo en aquel entonces, y quizás también ahora. Pero Roberto conservaba cierta calma. A lo mejor su arma más eficaz para ello era su sentido del humor. Es divertido leer a Bolaño.
Entonces no me sentía solo cerca de su literatura, sino que quise saber todo de su vida. La Internet estaba obsesionada con él, y me refiero a aquella a la uno se conectaba por una llamada de sonidos metálicos. Así me enteré de que Bolaño estuvo exiliado en México y que, como sus Detectives Salvajes, recorrió las calles de esa ciudad espejismo que se agranda con el tiempo.
Azares de la vida, veinte años después yo también tuve que mudarme un tiempo a la Ciudad de México. Fue un viaje del que no termino de entender todo. Por ejemplo, cómo estos hilos que ahora tengo frente a mí se van uniendo. Tuve un apartamento en la Condesa, no fue un pasaje desafortunado de mi vida, sino todo lo contrario. Y mientras vivía ahí, Guatemala estaba paralizado por protestas y un deterioro democrático sin precedentes contemporáneos.
Uno podría pensar que México me llevaría de vuelta a Bolaño, sherpa de otras desgracias. Es más, llevé 2666 conmigo, su última novela, la única que me falta por leer.La he dejado pendiente porque, al terminarla, ya no tendré más palabras nuevas suyas. Así que ni lo abrí. En cambio, como Bolaño. cuando estuvo en México, llegué a Zurita. Atravesando el exilio, sus poemas latieron con una urgencia nueva, como si hablaran directamente a mi presente.
[frasepzp1]
Entre tanto refugiado centroamericano, leer a Raúl me golpeaba distinto, como si sus imágenes de cuerpos rotos estuvieran describiendo mi día a día. Me explico: uno, fuera de su país o en él, hace lo que debe para sobrevivir. Por eso acepté un trabajo que me ofreció un cliente: revisar investigaciones sobre muertes de migrantes. Un caso de esos era tremendo, una brasa ardiente entre las manos: casi 30 guatemaltecos ejecutados al norte de México, enterrados en un terreno agrícola, lejos de todo, que fueron luego encontrados por pura casualidad.
En mi apartamento de la Condesa, leía a Zurita y sus imágenes de cuerpos mutilados se fundían con las historias de los migrantes asesinados. Todos —los de sus poemas, los de los informes— parecían caer en la misma fosa. Desde mi privilegio, sentía el peso de observar ese desastre, tan lejano y a la vez a dos pasos de donde estaba.
A eso me dedicaba yo en México, a ver estos casos. Siendo yo también un migrante, uno privilegiado que vivía en la Condesa. Pero tampoco voy a renegar de mi suerte. Estaba yo pues en la posición de ver todo esto como desde una esquina. Sintiéndolo todo, pero no sufriéndolo. Y me obsesioné unas semanas con leer a Zurita, con sus restos de cuerpos rondando por los poemas flotando como asteroides que circulan un planeta luminiscente.
Ah qué bárbaro talento el de Zurita para hallar belleza en la desgracia. Y eso era lo que yo quería, en una ciudad que era y no era mía, que me recibía pero que no me dejaba entregar dócilmente. Era un fantasma, pues. Y serlo no era una sensación del todo desagradable, sino liberadora.
Tengo claro que era solo un cuerpo entre los miles de cuerpos abarrotando la estación Tacubaya a las cinco de la tarde de un viernes cualquiera. Qué lección de humildad son las aglomeraciones. Era uno más entre el cardumen que se auto enlata en los vagones de la línea uno. Oh, qué liberador era sentirse una gota en el agua, uno entre miles de privilegiados que vivíamos en la misma zona.
Pero el dolor también aparecía entre las olas. Un dolor latinoamericano, al que Zurita había encontrado una salida tremenda, cito un pasaje que me pegó entre los vagones del metro:
Acurrucados unos junto a otros contra el fondo del bote
de pronto me pareció que la tempestad, la noche y yo éramos sólo
uno y que sobreviviríamos
porque es el Universo entero el que sobrevive
Leía este poema, y los cuerpos enterrados de los migrantes en los que pensaba entre estación y estación hallaban la redención que no tuvieron en vida.
Las semanas fueron transformándose en otra cosa. A veces, mientras hacía tareas automatizadas —lavando platos, digamos, o mirando por la ventana— pensaba en esquinas de Guatemala. Por ejemplo, en la de la trece calle y novena avenida de la zona 1. Quién sabe por qué. O en las lajas de los cerros a la orilla de la carretera entre El Progreso y El Rancho, de un café oscuro, casi negras. Era como un virus que me iba tomando por completo. En eso pensaba, y en Zurita echándose ácido en los ojos para no ver los horrores de su país.
Un país, el mío, al que finalmente volví en 2024, casi un año después de haber salido sin quererlo. Y en el que, más tarde —casualidades hermosas de la vida—, Raúl Zurita estuvo de visita, invitado a Centroamérica Cuenta. Hace un par de semanas lo vi en el Palacio Nacional de la Cultura, leyendo sus poemas. Un hilo muy fino de voz se perdía a veces entre el sonido de las ambulancias que iban a apagar un incendio ocurrido esa misma noche. A mí me pareció un performance extraordinario.
Después nos fuimos todos al bar de la Catafixia en el Pasaje Rubio. Qué lindo lugar para recibir al poeta vivo más grande de Latinoamérica. Hagan de cuenta que para mí fue encontrarme con un santo y yo su monje devoto. También para los poetas que, después de que él leyó, tomaron el micrófono y le leyeron sus textos; y después lo iban a besar y abrazar como si se conocieran de hace tiempo.
Yo también pude recibirlo con un abrazo, pedirle que me firmara un libro, pero lo que no pude fue decirle gracias. Y a lo mejor escribo esto como una carta abierta de agradecimiento. Porque también fue un faro, y volví a mi casa haciendo mías sus palabras cuando hablaba de Guatemala:
Como los días. Como la noche Todo mi amor está aquí
y se ha quedado:
—Pegado a las rocas al mar y a las montañas.
—Pegado, pegado a las rocas al mar y a las montañas.
Gracias eternas, Raúl. Acá estoy, donde está pegado mi amor: a las rocas, al mar y a las montañas.
Más de este autor