Recientemente Katharina Pistor, profesora de derecho en la Universidad de Columbia, agregó un corolario. En El código del capital hace una distinción fundamental. Sí, confirma, el capital origina la ganancia desproporcionada, pero no toda riqueza es capital. Debemos entender cómo se define este factor económico fundamental.
Especificar qué es capital, señala, es un ejercicio jurídico. Son los abogados quienes, por conocer y controlar la ley y los contratos, imbuyen a algunos bienes de las características para contar como capital[1], algo que de forma crítica es respaldado en última instancia por los Estados.
La condición de capital no depende de la naturaleza del bien subyacente: igual puede tratarse de las acciones de la Corporación Holandesa de las Indias Orientales (VOC) en el siglo XVII, un título de propiedad de las tierras desocupadas por los cercamientos en Inglaterra del siglo XVIII, el papel moneda de cualquier banco, o los derivados financieros, arcanos contratos que causaron tanta miseria en la crisis de 2007-2008. Todos vinculan la apropiación de un bien para conseguir ganancias desmedidas, su formalización como derecho inventado y asentado en un contrato, con el Estado como garante último de tal derecho.
Esto viene al caso por lo que ocurre ahora en la política guatemalteca. Estamos ante un tira y encoge que garantiza que las elecciones, aunque libres, no serán justas. Pero mientras analistas políticos, militantes y gente de la calle nos entretenemos analizando encuestas, haciendo predicciones y encontrando culpables y víctimas, perdemos de vista que la maquinaria mañosa, que con igual arbitrariedad incluye a unos y excluye a otros de elegir y de ser electos, gira en cada punto en torno al derecho y es operada por los miembros del gremio jurídico.
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No cuesta, por ejemplo, identificar a los empresarios, financiadores corruptores de Jimmy Morales, ni ver a Morales mismo como político corrupto. Pero en cada paso de su venal relación —el ocultamiento del financiamiento, la codificación del ilícito, la manipulación para librar a los empresarios y la protección de Morales como miembro del Parlacen— lo que hay es la intervención de abogados. Notarios, litigantes, jueces, magistrados, diputados, operadores y políticos, profesores universitarios y miembros del colegio profesional, son nodos de una red que subtiende y opera la máquina que formula políticas, crea leyes y las interpreta, suscribe contratos y litiga. En el mejor de los casos formaliza democracia y desarrollo, pero en Guatemala hace rato que solo realiza los milagros perversos que convierten genocidio en patriotismo, al genocida en víctima y al que denuncia en criminal.
La conversión de las intenciones —hoy maliciosas— en realidades que nos obligan a todos —hoy en un sistema tramposo— siempre y solo ocurre gracias al ejercicio jurídico. Poco valía la inquina del presidente Giammattei contra el periodista José Rubén Zamora, hasta que en manos de un leguleyo el enojo se tradujo en denuncia. La voracidad del empresario que confabula con un diputado o con un ministro solo se concreta eficazmente cuando su intención se codifica en una ley, un acuerdo ministerial o un contrato. Y la competencia entre candidatos sigue en manos de los votantes hasta que un abogado astuto encuentra el artículo que usará como arma arrojadiza contra el contrincante, para volverlo todo una carrera en el fango.
Esto lo saben hace ratos quienes tienen en su paga corporativa serviciales asesores jurídicos, pero lo aprendió también gente como Roberto López Villatoro, que precozmente reconoció que en la profesión jurídica estaba la llave para abrir la puerta estatal. Montaron fábricas de monstruos aberrantes, como los que hoy ocupan las magistraturas y el Ministerio Público. Pero lo que empezó como fiel servicio a la élite, eventualmente se tornó en conciencia propia: los conserjes de la ley ya no se conforman con prestar servicios y se pelean el poder ellos mismos.
Hace cuatro décadas fue igual con el Ejército: los oficiales, conserjes de la violencia de la élite, quisieron tener el poder ellos mismos. Solo la firma de la paz puso una especie de fin al concurso. Queda por verse cómo se resolverá el torneo entre abogados y sus antiguos amos de élite. Pero el ejemplo de la deriva de los acuerdos de paz, que en vez de justicia produjo una camada de narco-criminales exmilitares, sugiere un futuro tenebroso.
[1] Estas características son: la priorización del derecho de propiedad sobre el bien; la durabilidad de dicho derecho; la universalización de su vigencia; y la convertibilidad del bien en otras formas de riqueza y, en última instancia, en la moneda del Estado como medio final para conservar valor. Todas son arbitrariedades jurídicas, ninguna una propiedad inherente a los bienes.
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