También estaban la escuela, los días terribles de las burlas, las risas a su espalda y los golpes. Aprendió rápidamente el significado de la soledad y el desprecio. Su mamá no supo legarle herramientas para defenderse, y el personal docente fingía no ver ni escuchar. Sin embargo, eso no fue pretexto para que ella siguiera luchando por cumplir sus sueños. A los 15 años ya se sentía preparada para enfrentar el mundo: se puso su mejor vestido, sus tacones, y salió a desafiarlo todo.
Lo que no sabía era que ese mundo aún no estaba preparado para ella. Carla nació en un cuerpo con genitales masculinos. Por eso la nombraron varón, la identificaron como tal al nacer y le asignaron roles de hombre mientras crecía. Pero ella se negó sistemáticamente, tanto que se transformó en defensora de derechos de las mujeres transgénero en su ciudad natal. Pero el patriarcado no perdona a sus hijas rebeldes, a las disidentes, a los cuerpos que se niegan a asumir el mandato de poder que los hombres creen tener por naturaleza o por mandato divino. Carla pagó ese desacato con su vida. Su novio la asesinó a puñaladas.
Aun muerta le siguen negando el derecho a llamarse Carla. Durante el proceso legal, el juez de sentencia nunca permitió que el caso se llevara por femicidio. Tampoco aceptó en el proceso un peritaje sobre crímenes de género y derechos de la comunidad LGBTI. Y como si todo esto resultara insuficiente, hace dos días, en el debate oral y público, prohibió que se nombrara a Carla como mujer y exigió que en su sala se refirieran a ella como hombre. La sentencia fue una forma más de recordarle ya no a Carla, sino a la sociedad, que ese tipo de desafío se paga y caro. Siete años recibió su agresor porque el juez consideró que fue homicidio preterintencional, es decir, que, cuando su exnovio le clavó la puñalada y la dejó desangrarse, no era su intención. «Fue sin querer». Solo le faltó decir: «Pobrecito».
Miles de mujeres transgénero de Guatemala viven sin que sus derechos sean reconocidos. Son expulsadas tempranamente de sus familias, excluidas del sistema educativo y de salud, invisibilizadas por un Estado que no les reconoce su identidad. No tienen posibilidades de ingresar al mercado formal de trabajo y, como queda claro, tampoco acceso a la justicia. Carla era una de ellas y hoy es una cifra más entre los crímenes de odio en este país. Su derecho a la identidad de género le fue negado en vida, y a la hora de su muerte fue enterrada con su nombre masculino.
Para que no se sigan repitiendo estas injusticias, las organizaciones Otrans Reinas de la Noche, Trans-Formación y Red Multicultural de Mujeres Trans (Redmmutrans) han construido una propuesta de ley que demanda el derecho de todas las personas a ser tratadas de acuerdo con su identidad de género. Esta propone que ellas puedan solicitar en el Renap la rectificación registral del sexo, el cambio de nombre e imagen cuando no coincidan con su identidad de género autopercibida y que su DPI responda a su identidad. Estas medidas allanarán el camino para que puedan trabajar, para que sus títulos académicos se les reconozcan, para que cuando la policía les haga el alto mientras van conduciendo no las fastidien con que el documento que presentan no es de ellas. En definitiva, para que la vida se les haga menos violenta.
Está claro que el concepto de justicia patriarcal reproduce la violencia estructural y excluyente y que por eso el marco legal guatemalteco debe cambiar radicalmente y responder a las necesidades de su sociedad. Sin embargo, en paralelo, nosotros y nosotras deberíamos irnos despojando de miradas prejuiciosas, de actitudes violatorias de derechos y de silencios que nos vuelven cómplices. Solo así lograremos construir un país donde todas las vidas importen.
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