Tiene responsables. Militares, políticos sin programa y empresarios sin escrúpulos formaron una alianza perversa cuya ideología fue el rentismo a cualquier costo.
Reportes como el de Insight Crime titulado Élites y el crimen organizado describen bien cómo estas reglas del juego eran funcionales al sistema. El sistema creó sus propios males, y el juego rindió jugosos frutos mientras duró.
En el ínterin hemos vivido una renuncia sistemática de las responsabilidades constitucionales del Estado y construido una minarquía de lo político y la autarquía de lo económico, donde el saldo ha sido la pérdida de autoridad general del Estado y de legitimidad de la democracia y la clase política.
Apenas la estrategia de la estabilidad desde afuera, provista por el eje Cicig-Embajada, del cual el MP es el principal operador local, es la que apunta a devolver las bases de una institucionalidad menos endeble.
Pero hoy en día nadie se hace responsable de que hayamos tocado fondo. Todos se culpan unos a otros. Lo cierto es que el pueblo y las organizaciones sociales subalternas no tuvieron su parte en el reparto del pastel (con excepción de algunos sindicatos estatales y de algunas organizaciones campesinas clientelares).
Para colmo de males, el gobierno electo de Jimmy Morales poco hizo en devolverle a la ciudadanía la confianza en el Estado. Ha echado por la borda su capital político al dejarlo en manos de una administración errática y ausente. Por tanto, la incertidumbre y el vacío de poder se hacen sentir por doquier.
En este ambiente, las posturas más extremistas de cualquier signo se viralizan, lo cual se profundiza si se toma como una desgracia para lo público el hecho de que los partidos políticos prácticamente no existen.
Y es que si no hay partidos no hay política y sin política no hay puntos de equilibrio para la sociedad ni proyectos de nación. Al haber un déficit de institucionalidad en los partidos políticos se corre el riesgo de que las próximas elecciones generales sean más de lo mismo.
No debería ser así: unas elecciones en el 2019 con mejores actores y con nuevas reglas del juego, así como más modestas y programáticas, deberían ser lo lógico tras el vendaval de persecución por casos de corrupción y el descrédito de las élites en general. Pero, si ello no ocurre, si no surgen partidos fuertes que tiendan a la búsqueda de un Estado fuerte, la situación y la crisis pueden empeorar.
Mi tesis es que Guatemala exhibe una estratificación de clases muy pronunciada respecto a la economía y las rentas, lo cual alimenta con facilidad la polarización política y, por ende, la falta de acuerdos sobre los mecanismos y las instancias que facilitan un proyecto común de nación.
Es decir, sustento la tesis de que el Estado debe ser el amigable componedor de las brechas sociales y políticas, para lo cual debe ser relativamente autónomo y fuerte ante los poderes fácticos. Tales poderes hacen escuchar y modulan sus intereses a través de partidos programáticos. Y como eso no existe hoy, ello explica el peso que tienen las agrupaciones sectoriales no políticas.
Porque en la práctica ni los individuos propiamente dichos ni las clases sociales propiamente dichas ejercen el poder. Más bien son los grupos organizados conforme a su capacidad de cabildeo o de chantaje.
Los individuos solos y las clases sociales solas han podido cambiar la historia en momentos claves, pero estos son excepcionales, correctivos e innovadores, mas nunca estables. En nuestro caso, sin un Estado fuerte, las tendencias centrífugas contradicen la cohesión social. Ya ni el Ejército como institución vertebral de lo coactivo garantiza nada.
Por eso toca fortalecer primero las instituciones democráticas. Y también democratizarlas.
Las instituciones democráticas que deben canalizar la polarización social en nuestro país deberían ser liderazgos políticos legitimados y organismos de Estado, como el Congreso de la República. Mientras tanto, del Organismo Ejecutivo debería esperarse el impulso de políticas públicas orientadas a reducir la conflictividad y promover la productividad económica.
Fácil decir lo anterior, pero, en nuestro país, la tesis de lucha de clases es defendida cada vez más por corrientes ideológicas de signo contrario y por segmentos socioeconómicos opuestos, unos para afirmar que el sector público es un estrato parasitario al que hay que destruir y otros para sostener que el sector público solo beneficia a unos pocos oligarcas, a los que también hay que destruir junto con su aparato.
Y en ambos carriles la política democrática cuenta poco. Pero sin un Estado y sin instituciones políticas fuertes y democráticas no habrá ni desarrollo ni paz ni soberanía ni futuro.
De ahí que hay que preguntarse si el actual estado de cosas debe terminar en caos o retomar el camino mediante la razón, la negociación y la propuesta. Y en la respuesta ya no cabe si se es de derecha o de izquierda, si es empresario o trabajador, hombre o mujer, maya o mestizo, porque cualquier persona con sentido común y solidaridad social puede notar que necesitamos un pacto nacional para la gobernabilidad democrática y el desarrollo si queremos que este país llamado Guatemala funcione.
Un pacto nacional de mínimos políticos que debe integrar los máximos sociales. Las demandas por una reforma fiscal y por una reforma política profunda, por la defensa de derechos y libertades comunes, en un marco de transparencia pública, tienen que ser los motivos principales.
Y esto no para algún día, sino para ya (#EmpezemosYa), a efectos de atender urgencias como una economía que nos implique a todos, unas finanzas públicas que nos atiendan a todos, una seguridad social que nos beneficie a todos, una democracia que nos cobije a todos, etc.
Porque, si no prevemos la gobernabilidad del 2017 en adelante, recoger los escombros de lo que no hacemos ahora será más costoso mañana.
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