En las democracias representativas, supuesta panacea universal para todos los problemas sociales de la humanidad, se repite hasta el hartazgo que el pueblo es el soberano. Aunque, a juzgar por la cruda realidad, parece que no es así.
Nos dicen que el pueblo manda a través del sufragio. Manda, sí…, pero solo a través de sus representantes. O sea que, inmediatamente enunciada la que pareciera una fórmula mágica, viene la mediación (¿el engaño?): ¿manda el pueblo o mandan sus representantes? O ¿quién manda de verdad? ¿Quienes financian las campañas?
En otros términos: el pueblo manda (¿manda?) el día que va a votar (al menos, así nos dicen). Después, hasta varios años más tarde, no se dedica a mandar sino a obedecer (o, más precisamente, a producir para otro, y a consumir). Si esa es la democracia representativa, mejor busquemos otra cosa, pues así parece que jamás se resolverán las penurias de los pueblos.
Ahora bien: analizadas las cosas en profundidad, parece que el pueblo, la ciudadanía votante, no manda nunca. Ni cuando va a votar (ahí es víctima de una monstruosa manipulación de mercadeo político, y termina eligiendo la mejor campaña publicitaria), ni mucho menos en la cotidianeidad del día a día, entre elección y elección. ¿Quién manda entonces? ¿Los representantes de la democracia representativa? ¿Esos señores encorbatados o esas señoronas muy bien maquilladas y con tacones, siempre en medio de periodistas y guardaespaldas, que hacen parte de los elencos gobernantes?
Esos «políticos profesionales» son los que hacen marchar la máquina estatal: quienes hacen las leyes, desarrollan las políticas públicas, negocian en nuestro nombre. Pero… ¿mandan? Hoy día ya se nos ha dicho hasta el hartazgo que los problemas que padecemos quienes votamos cada cuatro años (pobreza crónica, falta de servicios como salud y educación, violencia generalizada, marginación social, represión cuando protestamos) se deben a que «no elegimos bien». ¿No es una falta de respeto decir eso? ¿Qué sería entonces «elegir bien»?
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Este invento moderno de la democracia como supuesto gobierno de todos es una mentira bien organizada. La casta política (similar en todos los países capitalistas), es decir: los gobiernos electos, son quienes llevan adelante los procesos administrativos que manejan el Estado y, por tanto, organizan la sociedad. En ese contexto valen las palabras sarcásticas de Paul Valéry al definir «política»: «Es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que realmente le atañe». Deberíamos agregar: «haciéndole creer que decide algo».
Nos hacen creer que elegimos algo cada cuatro año, pero el producto de esa elección no es más que un gerente, un administrador. O, si queremos ser más específicos aún, el capataz de la finca. Los verdaderos patrones no necesitan dar la cara.
En Guatemala hace ya casi cuatro décadas que retornó esto que llaman «democracia». Pasaron desde entonces 11 presidentes (los hay para todos los gustos), pero las causas profundas por las que el país sigue siendo el segundo en desnutrición en toda Latinoamérica, con 15 % de población abiertamente analfabeta (sin hablar del analfabetismo funcional), haciendo que alrededor de 200 personas diarias migren al «sueño americano» porque aquí no encuentran oportunidades, con racismo y patriarcado insultantes, se mantienen inalterables.
Es cierto que muchos funcionarios públicos cometen actos corruptos, robando recursos que son del erario público. Eso es totalmente condenable ¡pero no está ahí la auténtica causa de nuestras penurias! Radica en la forma en que se reparte la riqueza nacional. Es corrupto que un diputado tenga una mansión costosa, sin dudas. ¿Pero por qué un finquero multimillonario se ve como normal? El capataz de la finca –quizá corrupto– no es el verdadero problema.
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