Envalentonados por ese desatino político y esa victoria pírrica, la Presidencia, los diputados y los financistas de campañas políticas creyeron que tenía la sartén por el mango. Y con mayor irracionalidad y locura decidieron que era el momento de decretarse a sí mismos un perdón por sus delitos, quitándole así los dientes a la persecución penal contra la corrupción que han liderado el MP y la Cicig en Guatemala desde el 2015.
Sus actos los revelaron como lo que son: delincuentes.
Delincuentes que ejercen el poder público en razón de la voluntad popular expresada en las urnas en el 2015, pero cuya legitimidad no deviene únicamente de ese voto ciudadano, sino también del apego a la Constitución y a las leyes de la república. Y nada más contrario a la Constitución que decretarse una amnistía vergonzosa que contraría el principio básico de respeto a la justicia, uno de los pilares éticos y jurídicos de nuestra Carta Magna.
¿Qué se hace con los delincuentes? Se los obliga a enfrentar sus delitos frente a los tribunales. Así de simple.
Si queremos que este país sea gobernado por leyes, y no por criminales, tenemos que hacer sentir el peso de la justicia incluso en aquellos delincuentes que, arropados en la investidura de diputados, hoy pretenden erigirse por encima de la Constitución.
La idea ingenua de que un veto presidencial es suficiente para parar esta locura solo va a prolongar la agonía de un sistema político zombi, que sabemos que está muerto, pero que aún parece estar caminando. El mayor peligro de prolongar dicha agonía es que los zombis amenazan con traerse abajo no solo ese castillo de naipes que ellos llaman poder político, sino también el crecimiento económico y la institucionalidad del país. Afuera y adentro del país, ningún inversionista moverá un dedo mientras este sistema de corrupción que damos por llamar democracia sea lo que nos gobierne. Y cada día que pasa se va generando un mayor deterioro de la institucionalidad pública, con personas al frente de dependencias gubernamentales que no reúnen los requisitos mínimos para los altos cargos que desempeñan.
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Adicionalmente, hay que enfrentar la realidad: el presidente es parte del problema, y no de la solución. Un veto presidencial crearía la apariencia de que Jimmy Morales le puede enmendar la plana al Congreso, siendo la realidad que el presidente es parte del ardid montado por los diputados desde el lunes pasado. Es más: el presidente está claramente confabulado con aquellos que dentro y fuera de las cárceles pretenden subvertir la buena marcha de la justicia y garantizarse impunidad por sus abusos de poder y sus prácticas mafiosas.
La Corte de Constitucionalidad (CC) es la única institución que puede poner orden en este caos. Debe actuar en el marco del Estado de derecho y señalar lo que es obvio: que las actuaciones del Congreso no solo son inconstitucionales, sino que además representan una afrenta al orden público y a la buena marcha de la justicia. Y que los diputados, al quererse colocar por encima del imperio supremo de la ley, se han convertido en el principal impedimento para que Guatemala sea un país gobernado por normas jurídicas, y no por delincuentes.
La tarea de depurar el Congreso es una obligación moral que tenemos los guatemaltecos con nuestro país. No podemos seguir pidiéndole a la comunidad internacional, a través de la Cicig, que ponga orden en nuestra propia casa. Esta vez debemos solicitarle al comisionado que descanse unos días mientras la CC toma las decisiones que enrumben a nuestro país hacia aguas más calmas y a un puerto seguro.
La fuerza moral del Procurador de los Derechos Humanos debe venir en auxilio de la CC y acompañar sus decisiones a través de su labor de vigilancia por que los derechos ciudadanos no sean violados mientras dure la transición política hacia un gobierno basado en las leyes, y no en la criminalidad.
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Además, como han indicado lideres de la comunidad guatemalteca migrante en Estados Unidos, es momento de que Washington decrete sanciones más específicas a personas que cometen crímenes y lideran el sistema de corrupción en Guatemala. En vez de reducir la cooperación internacional y detener los créditos de organismos financieros que nos permiten salir adelante como país, Washington debe sancionar a individuos específicos con el retiro de sus visados y con el congelamiento de sus cuentas y relaciones de negocio que les permiten seguir operando impunemente como líderes de redes criminales vinculadas al poder político.
Igualmente es importante que Naciones Unidas ponga las barbas en remojo en cuanto a su estrategia en Centroamérica. No puede seguir pidiéndoles a instancias como la Cicig en Guatemala y a la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (Maccih) que cumplan con funciones más propias de misiones políticas. En los años 1990 contamos con el acompañamiento de misiones de mantenimiento de la paz en El Salvador y en Guatemala. Esta vez, la tarea es menos compleja militarmente, pero muy importante desde el punto de vista de la mediación politica y diplomática. Urge, por lo tanto, el nombramiento de un enviado especial del secretario general en Centroamérica que acompañe a las instancias regionales, como el Sistema de la Integración Centroamericana, y a los Gobiernos centroamericanos, así como a la Cicig y a la Maccih, en el fortalecimiento del Estado democrático de derecho y en la mediación diplomática ante conflictos políticos.
Los guatemaltecos y las guatemaltecas hemos hablado y nos hemos expresado con claridad: no queremos más delincuentes gobernándonos. La CC debe hacerse eco de ese llamado angustioso de la ciudadanía, que desea un país gobernado por leyes, y no por criminales. Una actuación de los magistrados pronta, oportuna y en estricto apego a los principios constitucionales que fundamentan el orden público puede ayudar a canalizar las demandas ciudadanas por un cauce institucional y pacífico. Hacer cambios sin derramar sangre debe seguir siendo el imperativo moral que guíe nuestras acciones en medio del caos en que vivimos.
La CC tiene la palabra.
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