Hace algún tiempo, la filósofa Adela Cortina volvió de dominio común el término aporofobia: el rechazo al otro por el hecho de ser pobre. No es el desprecio al extraño o diferente, sino el desprecio al pobre en cuanto tal. Cortina encuentra una relación entre esta conducta y los mecanismos de cognición humanos. Por ello afirma que, en esta tarea de legitimar opciones vitales más que dudosas, tiene un papel importante nuestro cerebro interpretador, que se apresura a tejer una historia tranquilizadora para poder permanecer en equilibrio. La disonancia cognitiva frente a hechos conflictivos de la realidad social estaría detrás de esta conducta.
Pareciera entonces que algo se ve trastocado en nuestra representación del mundo ante el arribo del inmigrante pobre. La mayoría de quienes critican agriamente la caravana que recorre Mesoamérica posiblemente tendrán un contacto anecdótico o inexistente con ella. Nunca tendrán cara a cara a ninguno de esos hombres, mujeres y niños que transitan inciertamente hacia el norte, ni su rutinario empleo o la precariedad de este se verán afectados por ellos. Ni siquiera los servicios de salud y educación de sus hijos, que difícilmente son públicos, se sobresaturarán. No dejarán de curarse ni de comer ni de consumir ni de publicar en redes sociales sobre su desazón a causa del paso de dicha caravana.
Los números a veces revelan formas lógicas de la realidad no perceptibles a simple vista. Hablan de cualidades y regularidades que solamente salen a luz al traspasar umbrales mesurables. Y un migrante, con todo el dolor y su drama a cuestas, no deja de ser una singularidad desafortunada. Pero miles de seres humanos huyendo de su lugar de origen con tanta determinación cambian cualitativamente el entendimiento y la imagen de la realidad misma.
La irritación y el desprecio expresados sin pudor contra esta marea humana que está por abandonar nuestro país se deben a una manera de interpelar moralmente las certezas de nuestro mundo inmediato: cuando tal cantidad de seres humanos sin comida, agua o transporte se arriesga a un viaje con escasas probabilidades de éxito, con niños en brazos y con la determinación absoluta de dejarlo todo, ello es el indicativo de que algo no anda bien con la normalidad de nuestro entorno.
Por eso incomodan tanto estos migrantes. Porque su atipicidad atenta contra la comodidad cognitiva que legitima ciertos mundos de vida. Su naturaleza política no deseada los convierte en heraldos de una sociedad rota que, con toda la violencia simbólica del caso, busca racionalizar y excusar su propio fracaso social a través de este prejuicio tranquilizador.
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Ante el mensaje político que entraña el padecimiento migrante, el mensaje aporófobo es claro: quédense donde están, desaparezcan como puedan, permanezcan en la invisibilidad de sus asentamientos y favelas y no pongan en vergüenza al sistema. Sean pobres dignos y no revelen nuestra propia deshumanización. Los efectos colaterales del neoliberalismo nunca han sido demasiado populares, y menos cuando avanzan masivamente hacia los centros de bienestar.
Aunque los Gobiernos centroamericanos quisieran barrer esta caravana debajo de la alfombra de la hipocresía y fingir que nada pasó mientras eructan el festín de los recursos públicos, ya quedaron evidenciados, junto con las economías bananeras, en su imposibilidad democrática, en esa forma de socialidad neoliberal que es incapaz de gestionar un pacto social y económico que prevenga la desigualdad y la violencia desbordada. Pero ¿qué más se les puede pedir a estas mafias estatales financiadas por quienes maximizan sus ganancias gracias a este clima de negocios sui generis?
Irritan, además, al Gobierno estadounidense y a su fracasada política de contención migratoria en su problemático patio trasero: si la Alianza para el Progreso fue un remedo de cooperación en el marco de la Guerra Fría, la Alianza para la Prosperidad es su refrito poco agraciado, que deja ver las enaguas del modelo depredador que intenta imponer.
Mientras tanto, ¿qué podemos hacer nosotros? Primeramente, preservar la integridad del único bien que estas personas llevan consigo: su dignidad como seres humanos. No se da un pan por lástima, pues aquella compasión no es compasión verdadera, sino una forma instintiva de ahuyentar la pena extraña del alma propia, cita Cortina oportunamente a Zweig.
Se comparten el bocado y las lágrimas porque se reconoce en el sufrimiento del otro el de un semejante. Es difícil pensar una articulación política que no empiece por algo tan instintivo como eso.
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