El luchador grecorromano que venció a Ríos Montt
El luchador grecorromano que venció a Ríos Montt
Édgar Fernando Pérez Archila ha pasado desapercibido ante las cámaras y los reflectores, a pesar de ser el primero en Guatemala en llevar ante la justicia a los militares responsables de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la guerra. Enfrentó a Ríos Montt en el juicio por genocidio, en representación de los indígenas ixiles, y a las víctimas de las masacres de Panzós, Plan de Sánchez y Dos Erres, entre otras. En sus 20 años de carrera profesional, este campeón panamericano de lucha grecorromana, ha sorteado amenazas y atentados, pero sobre todo ha dado esperanzas de justicia a las víctimas del conflicto armado y a defensores de derechos humanos.
Horas antes de que un tribunal lo declarara culpable de genocidio y delitos contra los deberes de humanidad, el general José Efraín Ríos Montt tuvo un gesto de caballerosidad con los fiscales y querellantes que le acusaban. Era la última audiencia del proceso y aunque el anciano general lucía cansado, ofreció un saludo cortes y rápido a todos. Con Édgar Pérez Archila, el abogado que representó a los indígenas ixiles, se detuvo unos minutos. Ambos desconocían cuál sería el veredicto de los jueces, pero en ese breve encuentro, tomados de las manos y con las miradas fijadas el uno en el otro, acusado y acusador hicieron las paces.
“Yo entiendo su trabajo”, dijo un sereno Ríos Montt al abogado que días atrás lo había acusado frente al mundo, de los crímenes más oprobiosos que se le pueden sindicar a un general del Ejército. “Ustedes defienden una posición y nosotros otra”, agregó. Lo suyo, le aclaró Pérez Archila, “es un asunto profesional”. Ninguna rivalidad “personal” lo motivó para sentarlo en el banquillo de los acusados. “Así lo entiendo”, le respondió, serio, firme, erguido, el militar. “Y así es”, le insistió el abogado.
Ese 10 de mayo de 2013, el Tribunal A de Mayor Riesgo, presidido por la jueza Yassmin Barrios, condenó a Ríos Montt a 80 años de prisión por su participación como Jefe de Estado de facto en el genocidio sufrido por el pueblo ixil entre 1982 a 1983. El también general José Mauricio Rodríguez Sánchez, exjefe de la Dirección de Inteligencia Militar durante el mismo período, fue absuelto.
La presión de los poderosos grupos conservadores del país y las argucias de los abogados lograron que, diez días más tarde, la Corte de Constitucionalidad (CC) suspendiera la sentencia y ordenara la repetición del juicio. El Tribunal B de Mayor Riesgo, a donde fue trasladado el caso, autorizó que el nuevo debate se realice a puerta cerrada y que el general sea representado por sus defensores.
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Cuatro años han pasado desde entonces. Ríos Montt se encuentra ahora postrado en su residencia, no sale a la calle ni se puede valer por sí mismo según sus abogados. Padece de demencia senil y sus periodos de lucidez son escasos; un grupo de enfermeras lo atiende las 24 horas del día.
A pesar del revés que el fallo de la CC representó para las víctimas, la sentencia condenatoria supo a Édgar Pérez Archila como un triunfo. Uno igual de valioso y apasionante como los que, dos décadas atrás, obtuvo sobre el tapiz como competidor de lucha grecorromana.
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Édgar Pérez Archila es capaz de retomar una conversación suspendida durante varios días. Toma el hilo de la plática como si no hubiese transcurrido tiempo de por medio; recuerda, como puntos suspensivos, qué seguía y de inmediato se interna en anécdotas, noticias, reflexiones y hasta chistes. Si hubiera que definirlo por un don, sería el de la tranquilidad de la palabra: envuelve cuidadosamente cada frase en un celofán para, en una siguiente oportunidad, abrirlo con la paciencia de un coleccionista y continuar el curso.
Su vida está llena de esos celofanes variopintos que trata con sumo cuidado, respeto y sentido del humor. Con el mismo tono y ritmo con que narra la persecución en la que se salvó de ser asesinado, cuenta cómo, en otro encuentro con Ríos Montt, lo bajó de la cúpula militar a soldado raso con una sola frase. Y ríe.
Los celofanes de los puntos suspensivos, regados por su oficina de muebles sencillos y sillones desgastados, también son los de cada alocución en tribunales. La templanza con la que se refiere a sus adversarios, jueces o defendidos, le ha valido admiración y respeto dentro y fuera de las salas de debate.
El abogado grecorromano
Edgar Pérez nació en la capital guatemalteca hace 49 años. Creció en medio de la guerra interna que padeció Guatemala, pero no tuvo conciencia de la realidad que enfrentaba el país hasta que lo representó en el extranjero como luchador grecorromano. El abogado es el quinto de siete hijos de un matrimonio de obreros: un albañil con un pasado fugaz como soldado, y una trabajadora doméstica que probó suerte en fábricas, cafeterías y lavando ajeno.
En 1969 sus padres eran guardianes del Colegio Alemán. Su papá colaboró en la construcción del edificio, y luego pasó a ser su cuidador oficial. Vivían en una casa de madera y disfrutaban de las instalaciones del colegio. Junto a sus hermanos se metían sin permiso a las piscinas y al gimnasio: “éramos el dolor de cabeza de nuestros papás”, recuerda. Sus ocho primeros años transcurrieron entre el Colegio Alemán, los Salesianos —que se encuentran a un costado— y los tráileres de Transportes Palmieri, ubicados en las cercanías.
Su padre, con el afán de hacerse de una propiedad, llevó a la familia a la colonia Sakerti, un apéndice de la Bethania en la zona 7 de la capital, construida tras el terremoto de 1976; un sector marginal habitado en su mayoría por obreros y campesinos migrantes que escapaban de la pobreza en las comunidades rurales. Allí vivió hasta que se graduó de Abogado y Notario, se casó y se mudó a una residencia propia ubicada en un condominio de clase media en la carretera al Atlántico, donde vive con su esposa y sus tres hijos.
Antes de concluir su carrera, este jurista de estatura baja, bigote pronunciado y ojos redondos, marcó una época vestido con butargas (traje de malla de una sola pieza, también conocido como maillot) en la lucha grecorromana. Un deporte poco practicado en Guatemala pero que, a excepción del atletismo, es reconocido como el más antiguo del mundo y del que datan dibujos rupestres desde el año 3 mil a.C. Fue introducido a los Juegos Olímpicos de la antigüedad en el año 708 a.C. y fue uno de los atractivos en el inicio de la época moderna, en Atenas 1896, al ser considerado la reencarnación de la lucha entre griegos y romanos.
La lucha grecorromana, una disciplina que solo permite a los luchadores usar brazos y torsos para atacar las mismas áreas del rival con agarres, llaves y lances hasta tumbarlo para colocar sus hombros en el suelo o hasta lograr la rendición, formó y templó a Édgar Pérez el abogado. Le permitió viajar, morder varias medallas de oro y, lo más significativo, caer en cuenta de la situación política del país.
Pérez Archila fue seleccionado nacional de lucha grecorromana entre 1988 y 1997, cuando se graduó de Abogado y Notario. Fue dos veces campeón centroamericano —1990 y 1994—, años en los que fue declarado deportista del año por el Comité Olímpico Guatemalteco y la Confederación Deportiva Autónoma de Guatemala, subcampeón centroamericano y del Caribe (1990), y tercer lugar Panamericano en los juegos de México 1994.
En 1988, dos años después de empezar a practicar el deporte en el que un tío lo inició, ya era integrante del equipo nacional de lucha y viajaba por el mundo en representación de Guatemala. Durante una jornada de competencias en Canadá, notó la presencia de muchos guatemaltecos entre el público, que observaban los combates, pero no les interesaba el deporte. Lo que querían era hablar con los atletas chapines para enterarse sobre cómo estaba la situación del país.
“Pese a que estudiaba en el Instituto Central para Varones, no tenía la película completa. Con los viajes de la lucha entendí que la gente que llegaba a vernos era gente desplazada. Campesinos, profesionales, obreros. Todo tipo de guatemaltecos. Uno de los profesionales en Canadá nos invitó a su casa, pero yo sentía que era medio amargado. Vivía bien ahí, no tenía problemas económicos, pero después comprendí que su amargura era que no podía regresar a su país”, recuerda.
Eso, y la lectura, un año después, de Masacres de la Selva, del sacerdote jesuita Ricardo Falla, dice, le despertaron la conciencia. Saber que el Ejército mató a tanta gente y sus estudios de Ciencias Jurídicas y Sociales en la Universidad San Carlos, le ayudaron a comprender la realidad del país. El compromiso por los derechos humanos y la justicia, le llegó por añadidura.
Su momento más memorable como luchador fue en los Juegos Centroamericanos San Salvador 1994, donde obtuvo la medalla de oro en la categoría 54 kilogramos. Pérez había sido descartado para competir por sus múltiples lesiones en las rodillas —tenía cuatro artroscopías—, pero logró participar gracias a la insistencia de su entrenador y motivador, el cubano Alberto Arbesu, quien falleció un año después. Arbesu era un irreverente que se había peleado con la dirigencia de la Confederación Deportiva Autónoma de Guatemala. Aunque logró la inscripción de su pupilo, no obtuvo más fondos que los necesarios y debió comprar una rodillera con sus propios recursos.
Dos años después, tras fracasar en su intento por clasificar a los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996, Pérez dejó el tapiz. Estaba por graduarse y tenía otros planes. Nacía el abogado que llevaría a juicio al dictador.
Un bufete para defender a todos
Dentro de una casona tradicional en los límites de las zonas 2 y 1 de la ciudad de Guatemala, Édgar Pérez Archila toma una fotografía en blanco y negro que está colgada en la pared. En ella aparece reunido con pobladores de Choatalum, Chimaltenango, tras lograr la primera sentencia condenatoria en Guatemala de un caso por desaparición forzada: la del excomisionado militar Felipe Cusanero Coj, condenado a 150 años de prisión en septiembre de 2009, por la desaparición forzada de seis personas, en el marco de la represión militar entre 1982 y 1984.
En otra fotografía un grupo de personas participa en la ceremonia del 27 aniversario de la masacre de 177 personas en la cumbre del cerro Pak’oxom, en Río Negro, Baja Verapaz, captada en 2009. Se trata de la matanza cometida por el Ejército en marzo de 1982, con el fin de desalojar el área para la construcción del proyecto hidroeléctrico de la represa de Chixoy. El proceso penal de este caso se realizó entre 1993 y 1999, y Pérez participó en los dos últimos años. El juicio concluyó con la condena a tres comandantes a 50 años de prisión. Y nueve años después, cinco expatrulleros de Xococ serían condenados a 780 años (30 por cada una de las 26 víctimas acreditadas en el juicio).
En el sombrío despacho de Pérez, también destacan las medallas obtenidas en la lucha grecorromana, premios internacionales, fotografías familiares y mares de documentos desordenados, puestos unos sobre otros en estanterías, la mesita de centro frente a los sillones de tela o regados en su escritorio. “Es un desorden con el que yo me entiendo”, se disculpa el abogado, con la sonrisa de oreja a oreja.
Este año, Édgar Pérez Archila cumple dos décadas en el ejercicio profesional. Veinte años en los que ha logrado decenas de casos ganados, y en los que se ha convertido en pionero del litigio estratégico, un modelo que obedece a la selección y presentación de casos con el objetivo de dejar una huella más allá del proceso penal, hasta llegar a modificar criterios judiciales, cambiar leyes, reglamentos o prácticas administrativas para elevar los estándares de protección a los derechos humanos. Todo alejado de las cámaras y los reflectores.
En este tiempo se ha especializado en el contexto histórico y político del país, en las consecuencias que han derivado del conflicto armado y en los tratados internacionales que ha firmado el Estado para buscar justicia y el esclarecimiento histórico.
Hace siete años fundó el Bufete Jurídico de Derechos Humanos (BDH), que dirige en la actualidad. Un bufete que no reparte utilidades cuando terminan los juicios ni cobra comisión por los resarcimientos logrados a favor de las víctimas. Se mantienen de la cooperación internacional (Unión Europea, Ford Foundation, Diaconía, Fondos Mundiales de Derechos Humanos, Open Society Foundations y la Embajada Suiza) o de lo que, en ocasiones, pueden pagar los clientes.
Desde su creación, unos 25 abogados han colaborado con el bufete. En la actualidad, once profesionales del derecho se dividen tareas de litigio, asistencia, análisis, sistematización y estudio, apoyados por cooperantes internacionales o pasantes guatemaltecos, jóvenes abogados o próximos a serlo. Una psicóloga y personal administrativo complementan el equipo. El 95% de los clientes del bufete son víctimas del conflicto armado. El resto son autoridades ancestrales y defensores del territorio.
El bufete fue formado con el apoyo de Abogados Sin fronteras de Canadá, que, tras visitar la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHAG), el Centro para la Acción Legal en Derechos Humanos (CALDH), la asociación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos de Guatemala (Famdegua), entre otras, se percataron de que en todas estas organizaciones el abogado o asesor era Édgar Pérez, aunque trabajara desde su propio despacho.
Pérez Archila había comenzado a litigar en CALDH, donde se ganó el apodo de “Súper Lic.”, por “chispudo” y por parecido al Súper Ratón, el roedor de los dibujos animados que todo lo podía sin importar su tamaño.
El BDH es en la actualidad una de las referencias en casos de justicia transicional y criminalización de defensores de derechos humanos de América Latina. Ha trabajado casos como el de tortura en San Juan Cotzal, las desapariciones forzadas en El Jute, Chiquimula, y de los estudiantes Édgar Fernando García y Édgar Leonel Paredes Chegüen; así como las masacres de Panzós, Plan de Sánchez, Dos Erres y la quema de la Embajada de España en enero de 1981, entre otros.
En la actualidad, bajo la dirección de Pérez, el bufete dedica sus esfuerzos a los casos de Creompaz, masacre y genocidio de las Dos Erres, y el genocidio ixil, los cuales están varados en medio de apelaciones y marañas jurídicas. Así como en los de criminalización a defensores del territorio y autoridades ancestrales de Huehuetenango, Cobán, San Marcos, Petén, Alta Verapaz, La Puya y la región Ch’orti.
El abogado Héctor Reyes, quien comenzó su trayectoria en derechos humanos en 2004, reconoce a Pérez como una institución. “Édgar es el pionero en estos casos. Se le aprende mucho. Yo siempre lo he visto como el referente. De cariño le digo ‘Jefe’”, describe.
Según Reyes, Édgar Pérez también “es la referencia de los propios defensores y sindicados”. Así se explica que el general Ríos Montt se le acercara a platicar varias veces y a darle la mano. “Ha formado una escuela, la del profesionalismo, de amor al trabajo, a que no se trabaje solo por que sí. Tenemos como pionero a un abogado en todo el sentido de la palabra, respetuoso, apasionado. Seguir su huella, quiere decir que lo hacemos bien”.
Por su trayectoria, Pérez Archila ha sido reconocido con la Orden Monseñor Gerardi en 2009, así como con los prestigiosos galardones internacionales “Invisibles Mandelas” que le entregó Brigadas Internacionales de Paz el año pasado en Londres, Inglaterra; y el de Abogado Internacional de Derechos Humanos, otorgado por la Barra de Abogados de América (ABA, en inglés), en abril 2012.
Este último, es uno de los más prestigiosos en el mundo para los juristas y no se entrega todos los años. Pérez Archila fue el penúltimo ganador y previo a él lo habían recibido personalidades como el chino Gao Zhisheng, en 2010, un defensor de minorías religiosas perseguidas o víctimas de la corrupción, candidato al Nobel de la Paz en años anteriores, quien además estuvo desaparecido y desde 2014 se encuentra bajo prisión domiciliar. O la mexicana Digna Ochoa, quien fue galardonada post-mortem en 2003; una abogada que defendía campesinos ecologistas y presos políticos (zapatistas y estudiantes) y presuntamente fue ultimada por militares en 2001, aunque la versión oficial fue suicidio.
La ABA destacó en 2012, que, a pesar de los riesgos de seguridad, “Edgar Pérez se ha enfrentado a las fuerzas militares y a la élite económica y política en Guatemala y muchas veces ha logrado romper la barrera de la impunidad que existe en este país; pese a las amenazas e intimidaciones recibidas por su trabajo”.
Al regresar de Nueva York, donde recibió el reconocimiento, Pérez se cruzó con Ríos Montt durante una audiencia. Pasó a saludar a sus colegas, recuerda, pero el primero que le estrechó la mano fue Ríos Montt. “Lo felicito”, le dijo.
Entresijos de Tribunales
Hay momentos, instantes en realidad efímeros, en que la mirada amable y cortés de Pérez, y los labios que siempre parecieran sonreír, se deforman y entran en un estado catatónico. Como perdido en el suspenso de la plática. Después vuelve a ver a los ojos y a sentirse calidez en su mirada. Ocurre cuando recuerda que también ha caminado cerca del abismo. En el que los poderes a los que ha desafiado, han pretendido cobrarle factura.
Tras el caso por genocidio tuvo que salir del país junto con su familia, precavido por reacciones violentas en su contra, aunque solo fue durante los diez días posteriores a la sentencia. Durante las audiencias estuvo acompañado por personal de Brigadas de Paz, quienes lo llevaban y traían. Lo que nunca permitirá, afirma, es tener a la par a un hombre o mujer armado. “Si me quieren matar lo van a hacer y a quien esté ahí también. No hago nada de mala fe. Si estoy presentando algo, es porque hay indicios e investigación que sustenta por lo menos los argumentos que estoy presentando. No tengo por qué esconder nada, ni temer a nada”.
El sistema de frenos del Toyota Tercel noventero que usaba cuando participó en el de Río Negro fue dañado intencionalmente. “Cuando lo revisó un mecánico, me explicó que no lo habían aflojado todo, sino solo un poco para que, con el uso, en un momento determinado, me quedara sin frenos y se simulara un accidente”, recuerda.
En 1999 participó en el proceso penal en contra del excomisionado militar Cándido Noriega, cuyas acusaciones habían sido desestimadas por los juzgados en las dos primeras fases. Noriega finalmente fue condenado a 220 años de prisión por seis homicidios y dos asesinatos cometidos entre 1982 y 1983 en la finca Tululché, en Quiché. Terminó pagando 20 y volviendo a su casa, donde falleció a sus 79 años el pasado domingo 30 de abril.
Fue difícil explicar a las víctimas del excomisionado que no era posible procesarlo por todos los delitos y abusos cometidos. “Cuando se los planteé en el momento en que fui a convivir con ellos unas semanas, se enojaron tanto que pensé que me lincharían. No aceptaban que delitos como robos de gallinas no entraran en el proceso. Pero como querían verlo preso, entendieron que concretando la acusación podíamos lograrlo”, dice.
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También se sintió intimidado cuando las hijas de Noriega llegaban a las audiencias armadas con pistolas que dejaban a la entrada del juzgado en Salamá, o cuando fue asesinado un profesor de una finca cuyos sindicados eran los hijos de Flavio Monzón, uno de los responsables de la masacre de Panzós. Según Pérez, el fiscal distrital había recibido dinero de los familiares de Monzón e incluso había intentado sobornarlo. Le llamó para decirle que “el caso estaba muy difícil” y que tenía un dinero guardado para él. Lo denunció y logró trasladar el juicio a Salamá, lo que provocó la ira de los familiares de Monzón.
El día que presentó la acusación, en 2002, los familiares del procesado llegaron armados al tribunal. Al finalizar la audiencia lo siguieron desde Salamá hasta El Rancho. Quiso pensar que se trataba de una coincidencia, pero cuando aceleró –a más de 130 km/h– y no se despegaban, pensó que lo iban a matar. Redujo la velocidad a vuelta de rueda y tampoco lo rebasaron. “‘Púchica’, me dije a mí mismo: ‘Ahora sí me matan’. Fueron unos tres o cuatro kilómetros así. Pero cuando vi que no hacían nada, volví a mi velocidad normal y no volví a ver el retrovisor”, recuerda. Hasta que llegaron a El Rancho, se dieron la vuelta y regresaron. “Solo me querían arralar”, piensa a la distancia.
Tiempo después recibió una llamada anónima: “Dejáte de estar metiendo en babosadas. Te vamos a romper el culo”, fue lo que escuchó. “No puedo decir que no me dio miedo; pasé una semana desconfiando de todo el que se ponía a la par mía. No le dije nada a mi esposa ni a nadie, pero sí fue feo”, revela. Unas semanas más tarde, en su oficina que se encontraba entonces en la 6 Calle A de la zona 1, le dejaron otro mensaje: embarraron con excrementos la chapa y la manecilla de la puerta. Sus colegas que, en ese tiempo compartían la oficina, sentían que era su culpa pues ellos no llevaban casos de alto impacto. “¿Vos qué casos llevás?”, le preguntaban.
Contrincante incómodo
No todas son flores para este abogado grecorromano. Hay quienes no digieren su parsimonia a la hora de hablar y lo acusan de hacer de los casos de derechos humanos un “negocio” que le ha rendido frutos.
Francisco García Gudiel, quien defendió a Efraín Ríos Montt en el caso de genocidio ixil en 2013, dice que no lo ha visto destacar en otra rama que no sea la cooperación internacional o las víctimas del conflicto. “No podría decir si es bueno o malo. Merece mi respeto, eso sí, pero en realidad, como querellantes que son, la única opción que les queda es coadyuvar con la investigación del Ministerio Público. Es muy poco lo que puede aportar en un proceso. En el caso puntual del general Ríos Montt, se dedicaron a suscribir lo que el MP hacía. Sin su participación se hubiera obtenido el mismo resultado: un caso que hoy por hoy no existe”, dice Gudiel.
También califica de “deplorable” el litigio estratégico, en el cual se ha especializado Édgar Pérez, porque considera que el proceso pierde objetividad. “Lo que le preocupa a un jurista es la correcta aplicación de la ley y que se haga justicia. Como juristas, estamos llamados a la aplicación del derecho, de darle a cada quien lo que se merece, sin violar derechos constitucionales. Lo que no hicieron al buscar la condena de mi defendido. (Los abogados querellantes y fiscales) han visto violaciones de la ley y lo han sostenido pese a todo”, se queja Gudiel.
Quienes lo defienden, como Aura Elena Farfán, directora de Famdegua, a quien ha representado como querellante en el proceso de Dos Erres, El Jute y otros, afirman que “el mundo necesita muchos Édgar Pérez, abogados comprometidos con las causas y profundo amor al trabajo”. Por su parte, Helen Mack, presidenta de la Fundación Myrna Mack, quien lo conoció en el proceso de las Dos Erres, reconoce que “antes, no había abogados de derechos humanos o que quisieran litigar estos casos y Édgar tuvo ese compromiso y coraje de hacer ese acompañamiento”. Su papel, agrega, “ha sido importante pues los casos que ha llevado son casos de violaciones a derechos humanos colectivos. Fue uno de los primeros abogados que dio la cara”.
No obstante, el abogado César Calderón, defensor del expresidente Otto Pérez Molina y representante en su momento del general José Mauricio Rodríguez Sánchez, también acusado de genocidio y delitos contra los deberes de humanidad, considera que la trayectoria de Pérez Archila “es común, como la de cualquier otro abogado que se dedica al litigio”.
“Creo que es un buen abogado que defiende alguna causa que no comparto, pero que lo hace bien dentro de su campo de acción. No creo que tenga flaquezas. Al contrario, cada vez es más experto en el tema, sobre todo si se está masticando lo mismo durante tanto tiempo”, expone. Pero que sea un buen abogado, indica, no le da diversidad. Y eso, la diversidad, “es el gusto de la profesión y a menos de que el interés sea bastante económico, no veo por qué dedicarse solo a un tema en el derecho”, atiza.
Édgar Pérez tiene claro que lo critican por ampliar su visión en cada turno al micrófono. “Como abogado no puedo dejar de mencionar ese tipo de contextos. Porque el juez tiene que ignorar todo eso y las partes le tienen que ilustrar dentro de qué contexto se cometió un hecho. No es lo mismo a decir que se cometió un asesinato común que decir que se cometió un asesinato en un momento de represión política. No es lo mismo el hampa en la actualidad que un escuadrón preparado por el gobierno para matar civiles. Eso hay que explicarlo en una audiencia”, señala.
A fin de cuentas, dice, lo que busca con su trabajo, además de justicia para las víctimas, es que alguien, aunque sea una sola persona, conozca la verdadera historia de Guatemala. Así como una familia que apoyaba a militares y que dejó de hacerlo tras el juicio por genocidio. O sus propios padres, con quienes no hablaba sobre temas ideológicos pero que por su seguridad le pedían que se cuidara “por los riesgos que implicaba llevar al banquillo a los poderosos”. Ahora dice, orgulloso: “mi mamá es más consciente de los derechos humanos”.
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