El fundamento básico de un Estado reside en las relaciones recíprocas de respeto y colaboración entre los sujetos de una sociedad. Para garantizar estas, el poder se delega en representantes que fungen como terceros en la resolución de conflictos y que se dedican a los asuntos de la res pública. Este poder es el único legitimado para, entre otras cosas, prevenir, sancionar y reparar, en teoría, el daño causado por un individuo a otro. Sin embargo, ante la complejidad de su aplicación y ante u...
El fundamento básico de un Estado reside en las relaciones recíprocas de respeto y colaboración entre los sujetos de una sociedad. Para garantizar estas, el poder se delega en representantes que fungen como terceros en la resolución de conflictos y que se dedican a los asuntos de la res pública. Este poder es el único legitimado para, entre otras cosas, prevenir, sancionar y reparar, en teoría, el daño causado por un individuo a otro. Sin embargo, ante la complejidad de su aplicación y ante un poder sin control que se puede volver contra sus gobernados, se creó un sistema de normas escritas que lo limitan y habilitan para actuar según procedimientos establecidos. En otras palabras, un Estado constitucional de derecho.
De la anterior descripción se puede deducir que el fin filosófico de dicho Estado es la paz social. Pero en la realidad ocurren conflictos humanos que el poder debe resolver en ese camino por recorrer. Sus métodos en el tiempo han sido principalmente dos: en el primero están las personas que creen necesario limitar los derechos humanos y partir de estereotipos, de modo que quien no responda a estos es un problema y debe ser eliminado (sus máximas expresiones en la historia de la humanidad han sido el genocidio —maya, judío y armenio, entre otros— y el peligrosismo social, doctrina criminológica que expone que la apariencia física del sujeto determina cierto grado de peligro para el futuro, que debe ser neutralizado), y el segundo parte del reconocimiento de la dignidad humana, de la libre expresión de su identidad y de que el poder solo puede sancionar actos concretos realizados (ejemplo de ello es que no importa si un robo lo comete alguien en traje formal o en camiseta, de una etnia o de otra, pues al final lo que le interesa al poder es el acto reprochable en sí mismo).
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Ya expuestos ambos métodos, es una realidad que los primeros actos de propaganda y autoridad del nuevo gobierno de Guatemala son más afines al primero. Muestra de ello son las medidas tomadas en los dos municipios, que van acompañadas de la limitación de derechos fundamentales básicos sin necesidad (para capturar delincuentes bastan órdenes de captura de jueces y un operativo policial civil) y de juzgar la apariencia de las personas para actuar contra ellas. Al detenerlas, ¿las detienen por acciones que han cometido o por su apariencia física? ¿O por el tipo de su vehículo, por su ropa, por su identidad o por su música de preferencia? Las últimas declaraciones de las autoridades e inocentes publicaciones en redes sociales reflejan un estereotipo de guatemaltecos buenos contra guatemaltecos malos y terroristas (en apariencia).
La falsa dicotomía entre buenos y malos demuestra el mismo afán de los últimos gobiernos en realizar acciones populistas para esconder las verdaderas causas estructurales de la violencia (falta de empleo, educación, etcétera). Pero esta vez hay una declaración de intenciones mayor. En la historia de Guatemala, empieza con usar términos como terrorismo (a pesar de su fracaso actual en Honduras y El Salvador) y continúa con perseguir personas por su apariencia, y no por sus acciones demostrables en un proceso justo. Posterior a ello, la historia enseña que después viene la persecución por ideas y causas justas. Es necesario evidenciar el peligro latente de dicho discurso en sus inicios, y no cuando muta a su expresión radical: la represión social.
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