Cuando al final pude hablar, le expliqué que no podía, bajo ninguna circunstancia, decirme semejante barbaridad y salir impune. «¿Cuál es el delito?», me preguntó con duda. Entonces, ya calmada, le dije: «Si quieres por shute opinar, debes formular la frase de manera distinta, decir por ejemplo: “Ese vestido no se te mira bien”». A pesar de ser un hombre muy inteligente, no entendía la diferencia. Impaciente, le expliqué que en la primera oración el sujeto soy yo: soy yo la que no se mira bien. En la segunda, en cambio, la culpa la tiene el vestido por no darme gracia. Muy claro, ¿no?
Por azares de la vida he tenido que vincularme profesional o personalmente con tres tipos de profesionales que viven de las palabras: los abogados, los periodistas y los diplomáticos. Todos ellos saben que una sola palabra puede cambiar una ley, generar una demanda o tirar a la basura un acuerdo. Por eso se toman el tiempo para escoger la adecuada. A los economistas, en cambio, no nos desvelan las palabras. Por eso tratar de establecer diálogo entre abogados y economistas es a veces una tarea ingrata.
Sin embargo, hay una lección básica que todos debemos aplicar sin importar la profesión o la vocación literaria, particularmente en este mundo digital, donde las palabras vuelan en el ciberespacio como si nada. El consejo es simple: use la menor cantidad de adjetivos, apenas los necesarios, y píenselos con cuidado. Adjetivar al sujeto es arriesgado, complicado y hasta peligroso. Lo mejor es calificar al verbo, a la acción. Y si no hay de otra, póngale el adjetivo a un sujeto pasivo, que, como en el caso del vestido, no tiene cómo darle una trompada.
Les aseguro que esto no es un asunto menor. Por primera vez estoy dispuesta a cederles la razón a abogados y a periodistas. Los padres muchas veces cometemos el error de llamar a nuestros hijos con adjetivos lapidarios, como decirles que son irresponsables, insolentes, desordenados y muchos más. Al formular estos cargos estamos sentenciando al hijo de inmediato. En vez de calificar al hijo con una etiqueta muchas veces injusta, podríamos calificar la acción, decirle que su actitud fue irresponsable, que su manera de contestar es insolente o que podría hacer las cosas con más orden. Esta forma de abordar un problema no solo ayuda al hijo a superarse, sino que además no lo destroza con una etiqueta miserable.
También el embajador Todd Robinson, en vez de calificar de idiotas a cuatro diputados, pudo haber dicho que la actitud de estos era idiota o, mejor aún, irracional. El golpe era el mismo, pero el impacto no se lo llevaban los nobles padres de la patria, sino sus actos. Además, es injusto decirles idiotas, ya que es una condena a largo plazo. En español, el verbo ser se queda pegado en el alma como una marca de nacimiento. Y es seguro que los cuatro susodichos no siempre fueron idiotas. Probablemente de chiquitos, cuando ni siquiera hablaban, no se les podía catalogar como tales. Y quizá cuando estén inertes, viendo la tierra debajo del pasto, tampoco lo serán. Fallo de la diplomacia estadounidense.
Pero yo no soy quien para criticarlo. La semana anterior le dije falso a un gran amigo. No me puse a pensar en su significado y mucho menos en su impacto. Así que cuidado, que las palabras hieren, ofenden, destruyen, pero también pueden causar el efecto contrario. Solo tenemos que saber usarlas.
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