Me llamó la atención que la mayoría de los franceses en la barra no celebraran con ahínco los goles a pesar de verse satisfechos con la victoria final. Pensé que era la costumbre, pero mi amigo Max me explicó el rechazo que sentían muchos al ver al equipo de sus amores con tantos jugadores africanos. Ese era un sentimiento que no se limitaba solo al fútbol, sino a la política también.
Aquella era la Francia que reemplazó a la izquierda socialdemócrata por una segunda vuelta entre el partido conservador republicano liderado por Jacques Chirac y el ultraderechista Frente Nacional del polémico Jean-Marie Le Pen. Lo que pasaba en Francia era parte de una ola populista que se expandía por Europa. Partidos de extrema derecha que buscaban regresar a glorias pasadas y que apuntaban su dedo a los inmigrantes como los responsables de todos los males que aquejaban a la sociedad.
En aquel entonces el ya presidente Chirac fue reelecto y parecía que lo de Le Pen solo había sido un llamado de atención. Pero cinco años más tarde quien fuera el ministro de Interior (Gobernación) de Chirac, Nicolás Sarkozy, fue electo como presidente en una plataforma, bastante explícita, que recogió una buena parte del discurso populista anti-inmigrante de Le Pen. Habiendo demostrado mano dura ante las revueltas protagonizadas por jóvenes descendientes de migrantes africanos que iniciaron en París y se expandieron por el resto de las principales ciudades francesas en 2005. Estos jóvenes reclamaban mejores servicios sociales ante la marginalización de sus barrios (por no llamarles guetos) por parte del aparato estatal. Esto más su discurso populista le valió el apoyo ultraderechista a Sarkozy con el cual derrotó a la agraciada Sególène Royale, del Partido Socialista.
La presidencia de Sarkozy ante el mundo ha sido caracterizada más por la farándula que por aspectos estrictamente políticos. El divorcio con su entonces esposa Cécilia y posteriormente su matrimonio con la cantante italiana Carla Bruni; el celo con el que maneja sus fotos personales ante los medios (la mayor parte “fotoshopiadas” como dicen los patojos); el obligar a su nueva esposa que no use tacones para guardar la diferencia de estatura y aquel pequeño escándalo de estar pasado de tragos luego de una reunión del Grupo de los Ocho (G-8) en Alemania en 2007. Estos asuntos “del corazón” y mejorar la relación diplomática con los Estados Unido habían sido la médula de su política exterior, algo que cambió en los últimos dos meses.
No es adicción como la del fu bol, pero sí tengo la manía de recordarles a mis estudiantes las palabras del filósofo español Jorge de Santayana que advertía que “aquellos que ignoran la historia están condenados a repetirla”. En esta línea parece venir la nueva política exterior de Francia, pero no por ignorancia, sino por regresar a las grandes glorias del pasado, a la grandeza del “gran hombre”, como decía Thomas Carlyle, que Sarkozy quiere retomar con miras a las elecciones presidenciales de abril de 2012.
La política exterior de Francia de inicios del siglo XX no tiene nada que envidiarle a las políticas exteriores del Imperio Británico o de la “Pax Americana” que se comenzaba a forjar en el Caribe y Centroamérica a partir de la Doctrina Monroe. Es más, y lo digo con el respeto a mis amigos y colegas francófilos, el legado de la política exterior francesa es el más macabro de todos. Un legado que para aquellos que recuerdan la lección de Santayana, aclara los motivos franceses detrás de las operaciones militares en Libia y en Costa Marfil y que recuerda que en la política el camino al infierno está empedrado con buenas intenciones, cosa que también se da en el futbol, sino que le pregunten a Bernard Tapié, expresidente del Olympique de Marsella… ¿por qué? La próxima semana le cuento.
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