El pasado 11 de septiembre fue el décimo aniversario de los atentados terroristas en las ciudades de Nueva York y Washington D.C. en los Estados Unidos. Ese día cambió nuestra concepción del mundo y del rol del Estado. Dicho acontecimiento marcó el fin del optimismo liberal de finales del siglo XX y nos recordó, como una nube negra que presagia la tormenta por venir, que el mundo sigue siendo un lugar peligroso.
Quienes me conocen por las aulas están familiarizados con mi anécdota sobre el dilema de seguridad, pero aprovecho este espacio para compartirla con el resto. El 21 de septiembre del 2001, justo diez días después de los peores ataques terroristas en los Estados Unidos, me encontraba en el Aeropuerto Internacional La Aurora. Después de tres exhaustivas revisiones de mi equipaje en dicho establecimiento, abordé el vuelo que me llevaría a Miami para después tomar un transatlántico con destino a Inglaterra para continuar mis estudios de posgrado. Estaba seguro que en Miami las cosas iban a ser aún más rigurosas, pero los controles fueron normales y en el mostrador del transatlántico fui bienvenido con sonrisas y mis maletas colocadas delicadamente en el cinturón para su posterior carga. Mi alivio fue tal que sonreí por primera vez en 10 días. Pero este sentimiento contrastaba con el de otros. Nunca olvidaré la indignación de muchos pasajeros en ese vuelo, en particular mi vecino, cuyas palabras fueron “mi laptop nunca fue revisada, pude llevar explosivos, pero a nadie le importó”.
Hace diez años la indignación de las personas en contra del Estado era por el fallo de este en proveer uno de los valores más importantes para el cual fue creado: la seguridad.
Una seguridad física y explícita. Convencional le llaman. Una garantía de que, en este caso, el American way of life no sufriría cambios ni se doblegaría ante los intereses o amenazas de fuera. Pero el estado falló. En los círculos académicos, los partidarios del realismo político les dieron un fuerte jalón de orejas a los liberales que pregonaban desde lo más alto a la democracia y a la economía de mercado como los medios ideales hacia el desarrollo integral de las personas, puesto que la noción del Estado también era puesta en duda. ¿Y dónde queda la seguridad?, preguntaban los realistas que removían a los liberales de su podio mientras buscaban una respuesta y así tomaban el timón de los destinos de la política mundial de inicios del siglo XXI.
Estos fueron los años de la guerra contra el terror, Afganistán, el Talibán, Al Qaeda, la Doctrina Bush, Irak, las armas de destrucción masiva, el fundamentalismo islámico, el fundamentalismo yanqui, Blackwater, el eje del mal y el inicio de la guerra de cuarta generación. En medio de todo esto se perdieron las voces de los indignados dispuestos a sacrificar sus derechos y su libertad a favor de la seguridad. El rol del Estado debía ser parecido al de un guardián y no un ente desestabilizador que engendre futuras amenazas, reclamaban entonces los indignados.
Diez años después, con la amenaza del terrorismo islámico disipada, los reclamos de los indignados siguen siendo por una seguridad pero ya no física, ya no explícita, pero siempre por mantener un way of life. El indignado de hoy reclama las promesas no cumplidas de finales de los noventa, el bienestar que en aquel entonces se prometió. El reclamo de hoy es por el mantenimiento del Estado benefactor, independientemente que este haya fallado. Indignados reclamamos un guardián que a la vez sea benefactor y nadamos en las aguas de la democracia reclamando dicho balance, eso sí, indignados ya sea porque no nos dan flotadores o porque no nos enseñaron a nadar. Tan lejos hemos llegado como humanidad y aún no podemos comunicarnos. Indignante.
Isaiah Berlin dijo que el siglo XX fue el más sangriento de la historia, al parecer el siglo XXI va en camino de ser el más indignante.
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