¿Se han preguntado por qué con mucha frecuencia se apela a la homofobia para atacar a los hombres? ¿O por qué se agrede con tanta virulencia a quienes tienen una identidad sexual o una expresión de género disidente de la hegemónica? Y, peor aún, ¿se han puesto a pensar que, cada vez que alguien dice «disculpen si se ofendieron por mis palabras», esa persona sigue creyendo que el problema lo tenemos quienes nos molestamos por esa actitud y por su violencia, y no quien apela a la violencia por prejuicio para atacar a alguien?
La violencia por prejuicio, explica la Corte Interamericana de Derechos Humanos, es «una violencia social contextualizada en la que la motivación de la persona perpetradora debe ser comprendida como un fenómeno complejo y multifacético, y no solo como un acto individual» (2015: 12). Tampoco son hechos aislados, ya que están dirigidos contra grupos sociales específicos, amparados en las presunciones de quienes agreden, las mismas personas que justifican los hechos violentos y que —a propósito o sin darse cuenta— lo hacen para enviar un mensaje de terror generalizado a toda la comunidad LGBTIQ. La misma fuente sintetiza el concepto explicando que «la violencia por prejuicio resulta útil para comprender que la violencia contra las personas LGBTIQ es el resultado de percepciones negativas basadas en generalizaciones falsas, así como en reacciones negativas a situaciones que son ajenas a las nuestras» (CIDH, 2015: página 48).
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Este tipo de violencia se manifiesta como apodos, chistes, insultos, violencia física, violencia sexual, terapias de conversión por considerar que sufren trastornos psicológicos, expulsión del ámbito doméstico, despidos injustificados y hasta la muerte violenta. Generalmente, su vida está marcada por diversas formas de violencia y discriminación por su orientación sexual o su expresión de género. A pesar de la existencia de marcos regulatorios y de cierta institucionalidad, sus derechos en Guatemala se violentan diariamente en la familia, en los centros de estudios, en los lugares de trabajo, en los espacios de esparcimiento, en las instituciones públicas y en las redes sociales. Es en ese espacio donde parecen exacerbarse estas narrativas violentas, donde se actualizan y reconfiguran esos discursos legitimadores de prejuicios y de visiones únicas del mundo. Se leen a diario comentarios homolesbotransfóbicos y no hay reacción ciudadana contundente sobre ese alud de violencia.
Lo que se espera es una sociedad donde prime el respeto, donde no se pretenda conjurar a las personas distintas al parámetro hegemónico que ha legitimado históricamente este tipo de violencias. Lo que se espera es que podamos aprender a convivir sin este tipo de patrones, pues los derechos humanos no admiten excepciones. ¿Por qué seguimos permitiendo que se trate a las personas como ciudadanas de inferior categoría?
Contra la violencia por prejuicio se enunciaron en 2006 los Principios de Yogyakarta sobre la Aplicación de la Legislación Internacional de Derechos Humanos a las Cuestiones de Orientación Sexual e Identidad de Género. Yo les invito a leerlos quizá la próxima vez que estén a punto de violentar a una persona porque es distinta a ustedes, a que se la piensen y no lo hagan. O al menos a que dejen de considerar normal este tipo de violencia específica.
En su lugar, normalicemos el respeto y la denuncia de quienes violentan a las personas por su disidencia de la heteronormatividad.
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