Guatemala nos ha hecho perder la capacidad de asombro, de conmoción. En ocasiones pienso que nos robó la empatía. Hemos crecido, generación tras generación, rodeados de violencia, de muertes, de despojo y poco a poco todo eso pasó a convertirse en un estado natural de las cosas, en algo que acontece como una noticia lejana a nosotros, como una página de noticias que se cambia en la prensa y se olvida con los anuncios de ofertas.
A mí, me parece aterrador ya no asustarme cuando voy por Twitter y encuentro a los bomberos voluntarios narrando otro asesinato en Villa Nueva, o ver a las y los niños con las panzas hinchadas por la desnutrición, o ver el estado de las escuelas o la lista interminable de desapariciones y, de vez en cuando, me parece estremecedor darme cuenta de mi propia naturalidad con la violencia. No quiero que los asesinatos, las desapariciones o los despojos no me duelan ni me asusten. No quiero porque eso significa que estoy –de cierta manera– aceptando que así son las cosas, cuando sé que no son así, que matar, secuestrar, violentar o abusar personas no es normal. El crimen, la negligencia y la impunidad no son normales ni deben ser comunes.
El 16 de septiembre a horas de la madrugada llegaron las primeras informaciones sobre las nueve personas que fallecieron durante el evento de la Cervecería Gallo. El evento solo contaba con dos salidas para los más de 30,000 asistentes, no tenía personal que asegurara guiar la evacuación y se especula que las rejas estaban cerradas antes que la última banda terminara de tocar. La negligencia de las personas organizadoras que pertenecen a una de las más grandes empresas del país, así como la ineptitud de la municipalidad de Quetzaltenango, acabaron con la vida de nueve asistentes. Murieron ahí y nadie hace ni dice nada. Algunas fotografías publicadas me dejaron en shock. Una tragedia había acontecido y la Cervecería Gallo o/y Calavera Producciones, en medio de lo que tendría que ser una escena de investigación, tenían a sus trabajadores retirando sus anuncios y sus luces, parados a cierta distancia del listón amarillo que separaba los cuerpos cubiertos con nylon negro. Eso, mientras se escuchaban gritos y llantos del dolor de una pérdida inesperada y brutal. Una fotografía que mostró la verdadera cara de esas celebraciones de una supuesta independencia. El silencio y los comunicados obligatorios de estos empresarios, y de las autoridades gubernamentales, representó muy bien a esta patria que acumula muertos y que solo ellos conmemoran. Esa es su patria, no la mía.
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Una patria llena de beneficios para los que tienen plata en el bolsillo, los demás salimos sobrando. Esa patria que ellos celebran siempre les deja impunes, porque cualquier desgracia que sucede en este país es solo culpa nuestra. Hay una narrativa falsa y muy dañina donde todo tipo de responsabilidad ante cualquier tragedia se traslada al individuo, dejando por fuera, esas fuerzas de poder económico, político y social que moldean y trazan los contextos donde las personas encontramos las «opciones» que tenemos.
Un ejemplo durísimo de esto es la migración. Los discursos que escuchamos usualmente se dirigen a la decisión de las personas que están intentando cruzar las fronteras, algunas de ellas incluso con hijos en brazos, y cuando la televisión nos muestra cómo la policía les revienta la cara, la culpa es de ellos, que no solo van sin documentos sino además exponiendo a sus hijos. No, la culpa no es de ellos. La responsabilidad está en esta nación que les obliga a las familias a correr todo tipo de riesgo porque eso es mejor que continuar con una vida sin posibilidades futuras. Yo nunca he enfrentado tanto dolor, desesperación, preocupación, hambre o frío, que mi única opción sea atravesarme a pie las fronteras más peligrosas del mundo. Seguramente usted que lee esto, tampoco.
Esa patria, esa nación que construyó sus cimientos en el racismo y la desigualdad, es solo de ellos, de quienes están en lo más alto de la pirámide, quienes no tienen ninguna queja sobre esta Guatemala que con desprecio engulle a los pobres, a las mujeres, a las personas indígenas y a las personas negras y que pronto terminará de engullir a la clase trabajadora, que a pesar de la crisis aún se da el lujo de pagar las cuentas y salir de viaje. Esa patria tampoco es nuestra, es solamente de quienes la fundaron y cooptaron, de quienes tienen el poder económico y continúan succionando los fondos del Estado, de quienes están en los puestos políticos y no hacen nada para cambiar el rumbo, y también es de aquellos que, sentados de brazos cruzados, solo observan la debacle de la eterna primavera.
Finalmente, niego a la patria que se opone a la vida. Niego la independencia de un país que fue diseñado para pocos. Me niego a sentirme representada por un Estado contrario a la justicia y los derechos, a la existencia de las diferencias y de la dignidad. Rechazo esta patria racista, elitista, oligarca y misógina que se llama Guatemala.
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