Cuando sucede esto último (clamor ciudadano) es porque el político con olfato saca cuentas y se da cuenta de que más le vale prestarle atención al tema o atenerse a las consecuencias en las urnas o plazas y carreteras.
Eso mismo que sucede a nivel local se replica a nivel internacional. Nos pasó con la agenda 2030 y la incapacidad que tuvimos de colar el desarrollo rural en la lista de aspiraciones mundiales. Pero si allí está —dirán algunos—, nada más que visto desde varios ángulos o, como se suele decir de forma políticamente correcta, está, pero de manera transversal. Hay un objetivo de reducción de pobreza, otro de reducción de desigualdades. Está el de igualdad de género, también el de acción climática y aquel otro de vida de ecosistemas terrestres. Y en todos ellos lo rural es un espacio prioritario.
Pues sí. En estricto rigor, todo eso está allí, y uno bien podría decir que entonces lo que hace falta es hilar fino y dar seguimiento bien de cerquita para asegurar acciones y resultados que impacten el mundo rural. El problema, como bien sabemos, es que lo que es de todos no es de ninguno. De ahí que a quienes nos toca impulsar el desarrollo rural seguramente nos tocará (de nuevo) trabajar el doble para lograr (con suerte) la mitad. Pero bueno. Si así es la cosa, qué le vamos a hacer.
En ese contexto es que hace unas semanas el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) lanzó el Informe de desarrollo rural 2016: cómo fomentar la transformación rural inclusiva. Un esfuerzo que busca, de nuevo, en medio de las múltiples urgencias, posicionar el tema reflexionando sobre los procesos de transformación estructural y transformación rural. La información completa la encuentra aquí, pero por ahora permítame pensar un poco en voz alta a partir de la lectura dicho texto.
Primero, vuelve a quedar clara la centralidad de recuperar los bienes públicos rurales como precondición para cualquier estrategia de desarrollo rural y complementar así la estrategia que se ha impulsado por ya varios años de hacer solamente transferencias directas a hogares y personas. Los bienes públicos son esenciales en el espacio rural porque allí los costos de transacción son más elevados que en el espacio urbano.
Segundo, hay que recuperar densidad institucional porque es justamente la falta de instituciones lo que mantiene constantemente a la deriva a la población que habita el espacio rural. El Estado tiene que volver a hacerse presente con una visión de desarrollo y con capacidad de planificación.
Tercero, conviene cambiar la lente con la cual el Estado lee lo rural y actúa en dicho ámbito. La mirada sectorial (educación, salud, caminos, vivienda, agua y saneamiento, etcétera) es miope, incompleta y muy costosa para promover el desarrollo. Pero no solo eso: el problema de actuar desde lo público de manera sectorial es que seguimos haciéndonos de la vista gorda con un problema muy viejo en la gestión pública, que nos genera enormes ineficiencias en el gasto público: la coordinación interinstitucional.
Y cuarto, es hora de poner al servicio del desarrollo rural tanto la política fiscal como la industrial o de transformación productiva. Porque es en esas dos políticas en las cuales realmente reside la capacidad transformadora del Estado, dejando atrás la noción de que ruralidad es atraso, residuo y fracaso.
Estas y muchas otras ideas son recomendaciones muy concretas de cómo es que se puede buscar el desarrollo con equidad y se puede nivelar el campo de juego para que todos los jugadores compitan en igualdad de oportunidades.
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