Aunque puedo imaginarme las razones para escoger tema y fecha en aquel país, la línea argumental en realidad le pega con mucha fuerza a prácticamente todo el mundo. Porque recoge el descontento generalizado que hay con la democracia como forma de convivencia y reflexiona sobre ello.
Elecciones sin contenido, candidatos sin propuestas, mensajes cargados de emotividad, nociones más que definiciones, muy baja capacidad de debate y ninguna capacidad de respuesta. Eso es lo que prima hoy: los candidatos con posibilidades reales se evitan unos a otros. Los segundones y tercerones se desangran entre sí para tratar de colarse en el Olimpo del balotaje. Y el vencedor en el acto formal de votar es aquel que mejor logra conectar, es decir, el que construye un relato que, por necesidad, pero también por conveniencia, debe ser impreciso, hasta etéreo. Porque justamente en esa verborrea gelatinosa se abre el espacio para poder ofrecer lo suficiente y necesario sin poner el cuello en la guillotina de la auditoría social.
En la nota de Bradatan es interesante y preocupante a la vez el ejercicio que él hace de tomar una cierta distancia del asunto y plantearnos: «La historia, única guía verdadera que tenemos sobre este tema, nos ha demostrado que la democracia es rara y fugaz. Se enciende casi misteriosamente en un lugar u otro, y luego se desvanece, parece, de forma igualmente misteriosa. La democracia genuina es difícil de lograr y, una vez lograda, es frágil. En el gran esquema de los eventos humanos es la excepción, no la regla».
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Más preocupante aún es esta otra aseveración de que, «fundamentalmente, los humanos no están predispuestos a vivir democráticamente. Incluso se puede decir que la democracia es antinatural porque va en contra de nuestros instintos e impulsos vitales. Lo que es más natural para nosotros, al igual que para cualquier criatura viviente, es tratar de sobrevivir y reproducirse. Y para ese propósito nos afirmamos a nosotros mismos, implacablemente, inconscientemente, salvajemente, contra los demás: los hacemos a un lado, los sobrepasamos, los derrotamos, incluso los aplastamos si es necesario. Detrás de la fachada sonriente de la civilización humana opera el mismo impulso ciego hacia la autoafirmación que encontramos en el reino animal». Crudo, ¿no?
El artículo me devolvió a otros tiempos, cuando en Guatemala no se hablaba de otra cosa que no fuera la transición a la democracia y la enorme ilusión que generaba pensar que ese día, cuando finalmente fuésemos capaces de elegir nuestros liderazgos políticos, y todos los que vinieran después serían mucho mejores que la larga noche de la que nos estábamos despertando.
Hoy, casi treinta y cinco años, nueve gobiernos y tres o cuatro generaciones más tarde, creo que bien haríamos en reabrir esa discusión, ¿cuál transición y hacia cuál democracia?, para actualizarla con toda el agua que ya ha corrido bajo nuestro puente, reorientarla y relanzarla para los siguientes veinte o treinta años.
La democracia en Guatemala ya casi no tiene signos vitales y, peor aún —a juzgar por el triste lugar de donde venimos—, tiene muchos menos defensores genuinos y convencidos de los que debería tener.
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