Para muchos de nosotros, migrar sin documentos, escondidos en un contenedor o subidos en el tren, está fuera de nuestra realidad. Pues cruzar un río o caminar bajo el desierto, huir de los cárteles de trata y drogas, sortear las balas de un «minuteman» o el encierro de «ICE», no tiene sentido porque nunca hemos llegado a un punto en nuestras vidas donde hacer lo anterior sea mejor que continuar en el territorio que habitamos. Nunca hemos tenido que decidir entre rifarnos la vida con la muerte o morir en la miseria.
La violencia estructural (entendida como la violencia que el Estado ejerce contra su población a través de la insatisfacción de necesidades básicas como la salud, la vivienda, la alimentación, la educación, el empleo digno, etc.) de los Estados centroamericanos, especialmente los que integran el CA-4, ha obligado a miles de personas a migrar, huyendo de diversas amenazas contra su vida y su dignidad. La mayoría de migrantes sale en búsqueda de una vida mejor, con la esperanza de encontrar trabajo, enviar dinero para que la familia que se queda sobreviva y quizá, con la esperanza que lleguen tiempos mejores a su país y algún día poder regresar a la casa que lograron construir con sus remesas. Pero muchos de ellas y ellos ni siquiera llegan a su destino.
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La Caravana de Madres Centroamericanas es un movimiento integrado en su mayoría por mujeres, madres, hermanas o hijas que están buscando a sus familiares migrantes, víctimas de desaparición en territorio mexicano mientras estaban en tránsito hacia Estados Unidos. Este primero de mayo la XVI Caravana de Madres arribó a Tapachula, México para recorrer distintos lugares de ese país, donde accidentes, secuestros masivos, masacres o incluso fosas clandestinas descubiertas les han robado abrupta y despiadadamente a sus seres queridos. Las visitas también son para fortalecer lazos con diversas organizaciones de sociedad civil, así como para continuar presionando a autoridades para que respondan ante este tipo de crímenes de lesa humanidad. La mayoría de las personas que integran este movimiento tiene años buscando desesperadamente a sus seres queridos, quienes un día dejaron de responder el teléfono o de escribirles. Algunas historias más complejas que otras, todas dolorosas, una mezcla entre terror, injusticia, desigualdad y la ineficiencia operaria de las autoridades, pegan con tanta fuerza que muchas veces nos quedamos sin palabras para nombrar lo que sucede.
El domingo pasado, en el día de las y los trabajadores, alrededor de 50 personas que conforman la caravana, más varias acompañantes de sociedad civil, cruzaban la frontera para realizar (públicamente) la búsqueda de sus familiares, que es otro más de sus trabajos (aparte del o los que realizan oficialmente, del que hacen en su casa con las tareas domésticas y del que realizan con los cuidados a otros familiares), porque los funcionarios pagados para ello o no lo hacen o se enfrentan a impedimentos institucionales para hacerlo. Para ellas, quienes cargan en su cuello la foto de sus desaparecidos, el dolor no es barrera para dejarse de mover.
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Quienes desaparecieron, en su mayoría, buscaban trabajar, lo que les permitiría tener recursos básicos para no pasar hambre, para que sus hijos o hermanos pudieran ir a la escuela, para garantizar la salud de la familia y para, quién sabe, comprarse algunas cositas de su gusto. Todo lo que nosotros, quienes estamos leyendo por esta pantalla, muchas veces damos por sentado. El trabajo digno es un derecho que debe ser garantizado pues de este, muchas veces, dependen otros derechos y otras personas más. Además, es la única forma que tenemos para hacernos con el dinero que nos permita pagar desde el alquiler de nuestra vivienda, nuestra comida y hasta el pickup, bus, taxi o carro que nos traslade a un servicio de salud. Nuestros derechos deben ser garantizados por el Estado, sin embargo, ante su inoperancia y su cooptación, la lucha por el trabajo digno, y por nuestros derechos laborales, está más vigente que nunca porque sin él estamos perdiéndolo todo.
La Caravana de Madres Centroamericanas recorre con valentía muchos territorios donde quizá, en algún momento, sus hijas e hijos dejaron sus huellas. Cierro esta columna deseando que encuentren a sus familiares y que la justicia les abrace con la ternura de los sueños de quien partió al norte, luchando contra tantas desigualdades. A las organizaciones de sociedad civil, especialmente a la Mesa Nacional por las Migraciones en Guatemala (Menamig), así como al Equipo de Estudios Comunitarios y Acción Psicosocial (Ecap), les reitero mi admiración y todo el reconocimiento ante este acompañamiento.
«Nunca les dejaremos de buscar»
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