Los primeros, presurosos. Los rezagados, viendo la pantalla de lo que alguna vez fue un teléfono y ahora es otra cosa. Ponen emoticonos (palabra más despreciable) de risas con llanto (emoticono más despreciable) y sorprendidos dan un gran paso como de payaso en medio de la pista y salen a la vida.
Vacilante avanzo despacio y, cuando pretendo entrar, está lleno. Maldigo mis cavilaciones y distracciones permanentes. Vivo más adentro que afuera, pero no del elevador. Pienso y me río solo del mal chiste. Se voltea una practicante de generosas carnes con su traje de poliéster azul pavo, su pañuelo anudado, como se vestían las azafatas de los años 70, y comiendo una piña con pepitoria y chile de profundo color naranja dolor de colon. Y se ríe conmigo mientras se lleva un pedazo del corazón de la piña embarrada de pepitoria y chile a la boca y lo chupa con todo y su dedo índice y pulgar. Los tres elementos salen relucientes, sin rastros de los polvos mágicos de sabor. Qué capacidad de succión, le digo sin atisbo de la mínima malicia. Ella, horrorizada, me ve y da tres pasos atrás. Me doy cuenta de la barbaridad que dije, de la barbaridad que pensó. Seguro contará más tarde cómo fue acosada por un señor mayor esperando el elevador. #MeToo, dirá. Yo también me alejo un poco dejando espacio para que otros compañeros del viaje se adelanten y me releguen nuevamente.
No hago esfuerzo por entrar. La practicante ya está instalada al lado de los números y me ve seria, reprobadora. Me lo merezco y me gusta cómo me desafía. Solo quería matar el tiempo hablando tres tonterías mientras esperábamos. No me salió bien la socialización. Se cierra la puerta y van desapareciendo los pasajeros, la última ella. Estará terminando sus prácticas. Con suerte no la vuelvo a ver, pienso, pero rápidamente me doy cuenta de que estamos en octubre, de que ya no es mes de prácticas. Seguro trabaja en el edificio y me siento ansioso por esa revelación. Determinado resuelvo que, si me la encuentro, me disculparé. Ojalá crea en mi honesta torpeza. O tal vez no le doy explicación. Un perdón seco y penitente.
[frasepzp1]
Me coloco o posiciono, como dicen los narradores de futbol, en el lado izquierdo de la puerta esperando el elevador. La salida del pasillo está por la derecha, así que sé que podré entrar antes. La táctica resulta. Empiezan a marcar pisos. Será una subida lenta. Tendremos que ir parando casi en todos. Pienso en la procuradora de mi hermano, a la que acabo de saludar. Al despedirse me lanzó una sentencia. Qué suerte tiene su hermano, que se pudo ir. De este país se van todos los que pueden, por las buenas o arriesgando. Yo también lo estoy pensando. Todos arriesgan, concluyo dramático. Dándome cuenta de mi histrionismo, hago una mueca y me voy. Al lado mío van algunos rostros conocidos, mensajeros, secretarias, oficinistas varios, que se mezclan con vendedores, ejecutivos, visitantes, pacientes. Los veo con cara de futuros migrantes. ¿Cuántos están pensando en largarse de aquí?
Jalado por poleas y cables subo en un cubo de metal que se abre paso por el liviano aire del fin de año de este rincón irreal y triste. Afuera, muy cerca, un señor que nunca ha respetado nada habla de amparito. Los otros se ríen de su ocurrencia y aplauden en un evento en que hablan de lo líquido, lo sólido o lo gaseoso, como la mierda.
Suena el aviso, veo el número rojo y es mi piso. Se abre la puerta, suspiro.
Salgo sin ver para atrás.
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