Ese mismo ser humano tiene ideas. En algunas de ellas cree con mayor o menor intensidad. Es la forma de interpretar su entorno, pero también la manera como imagina el cambio, incluso mucho antes de que suceda. Así construye su visión, su lectura del mundo.
Con esas ideas, con esa visión y con la necesidad de vivir en una cierta armonía con el entorno, con otros seres humanos, siente entonces la necesidad de organizarse. Y la manera de hacerlo es creando normas básicas que ordenen su actuar y puedan ser compartidas por el grupo más inmediato que lo rodea.
Acuerdos que con el tiempo y tras ponerse a prueba una y otra vez devienen en instituciones. Y son estas mismas instituciones las que crean los marcos de acción bajo los cuales nacen las nuevas generaciones de seres humanos. Todo un sistema de incentivos, más simples o más complejos, que condicionan nuestro actuar.
Luego, para cambiar una institución o una norma es necesario ponerla a competir con otra idea, con otra visión, con una nueva interpretación de la realidad. Una que presumiblemente sea más adecuada a las condiciones del momento. Alguien sugirió que la historia no existe, sino solamente interpretaciones de hechos, y que eso que llamamos verdad no es más que una interpretación que ha logrado sobrevivir a otras interpretaciones.
En países más desarrollados, las interpretaciones que terminan imponiéndose lo hacen gracias a una sólida lógica interna, pero también gracias a evidencia que les sirve de soporte. Por eso el enorme esfuerzo que se hace desde espacios como la academia y ciertas islas de conocimiento en los sectores privado y público para tratar de generar nuevas interpretaciones, o bien para confrontar cada tanto las prevalecientes contra nuevos datos y nuevas evidencias.
A ese esfuerzo le sigue otro equivalente y complementario: el de la incidencia. Hablar al oído de tomadores de decisión, plantar temas y enfoques en formadores de opinión, generar vocabulario y familiaridad sobre ciertos temas. Todo eso es tan importante como imponer una nueva interpretación o defender la existente. En síntesis, se trata de crear consensos amplios para legitimar que, bajo ciertas condiciones, la opción A es preferible a la opción B.
En países menos desarrollados, el proceso es similar, pero con una diferencia fundamental: el valor que se da a la generación de evidencia y a su discusión es mucho menor. Opera aquí una desafortunada combinación de factores: impaciencia en la arquitectura de las instituciones, escasez de recursos para documentar de manera sistemática hechos y tendencias y limitadas capacidades domésticas para procesar información y traducirla en propuestas que alimenten el debate, la política pública y, a la postre, la transformación.
Así, la narrativa generalmente aceptada se construye a golpe de repetición de ideas, simples en apariencia, aunque de consecuencias profundas. La sencillez del argumento se confunde con la robustez en la lógica interna del argumento. Porque, en ausencia de una discusión más profunda, lo que realmente importa es que cualquier nueva interpretación de los hechos sea de fácil digestión para el ciudadano promedio.
Los países en desarrollo estamos, pues, ante una doble amenaza: renunciar a la posibilidad de generar conocimiento e interpretaciones propias de la realidad, de modo que nos convirtamos en entes pasivos y acríticos, y continuar legitimando el simplismo de la narrativa imperante, que busca sostener una realidad inaceptable para la mayoría. Así, el orden establecido, el establishment, termina imponiéndose. Aunque sea un orden empobrecedor, aunque genere desigualdad, aunque sea depredador de nuestro recurso natural, aunque sea expulsor de nuestro recurso humano, aunque impida toda forma de movilidad social y progreso, aunque nos genere malestar en vez de bienestar.
Así es el proceso de la frágil construcción de la verdad. Entenderlo es precondición para poder sustituirla por algo que, cuando menos, nos incluya y entusiasme mucho más que lo que hoy tenemos.
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