¿Quién es el enemigo en esta mal llamada “guerra”? El narco, el consumidor, las sustancias, la adicción. ¿Quién le declaró la guerra a quién? ¿En dónde se identifica el casus belli? El narcotráfico es un negocio que ha sido alimentado por las erráticas políticas de los Estados Unidos y otros países que también decidieron seguir los pasos de la erradicación del consumo y producción por la fuerza. Ignorando los principios económicos y comerciales más fundamentales, esta inútil guerra ha convertido al problema del tráfico de drogas en una amenaza de seguridad nacional.
Con Panamá, se sentó un precedente: aquellos países a quienes los Estados Unidos consideren que no están haciendo lo suficiente (según ellos, por supuesto) pueden correr con la misma suerte de los panameños y su ex presidente Manuel Cara de Piña Noriega. Es así como se inicia la política exterior de las certificaciones antidrogas. Algo así como la estrellita que la maestra le otorga a los niños bien portados en clase, el Tío Sam decidió premiar financieramente a los que cumplían con sus requisitos y castigar a los que no. Después de Panamá, el castigo dejaba poco para la imaginación.
La política de certificación se convirtió en una nueva aplicación de la zanahoria y el garrote. A través de programas económicos engendrados por la DEA y en ocasiones aplicados por la Agencia de Internacional para el Desarrollo (USAID) los Estados Unidos buscaban desincentivar a los productores de drogas, como lo fue en el caso del Perú y Bolivia. Paralelamente, se empezaron a cocinar planes de cooperación militar para atacar de frente a los distribuidores, o sea a los narcos. El primero de estos fue el Plan Colombia y en la actualidad observamos en México el Plan Mérida.
A pesar de algunos éxitos estratégicos a niveles locales, desde una perspectiva global, la política exterior de la guerra contra las drogas es un fracaso. Primero, la misma siempre ha ignorado la economía de las drogas que fue descrita muy claramente por Pablo Franky. El problema nunca ha sido encarado como un negocio que ha ido acrecentando sus ganancias en proporción exponencial al incremento de presupuesto para la “guerra” y al aumento de sentencias por posesión. Sobre esto no me cabe ninguna duda de que la mejor vía para mejorar la situación es la legalización. Esta permitiría tratar la adicción como un tema de salud y la competencia económica posibilitaría mejores controles sobre las sustancias que hoy se trafican ilegalmente.
El segundo elemento del fracaso ha sido el hecho de que las autoridades siempre han estado dos pasos atrás del problema. Cuando creen alcanzarlo éste ya ha mutado hacia algo mayor y más complejo. En este caso específico tenemos que comprender que los carteles han dejado de ser estrictamente grupos dedicados al tráfico de drogas y hoy, como lo dijo Roberto Saviano sobre la camorra italiana, los carteles son multinacionales que también se dedican al tráfico de armas, personas, contrabando y otras actividades ilícitas. Debe quedar claro.
Más que cambiar de enfoque, la guerra contra las drogas debe terminar. Se debe combatir la violencia generada por esta, pero de forma estructural, con cambios institucionales que permitan un mejor control de narcóticos y una asistencia orientada a la rehabilitación de las personas. La legalización es un importante paso hacia adelante, aunque no es una varita mágica que desaparecerá un problema mucho más complejo y profundo.
roberto.antonio.wagner@gmail.com
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