La imagen fue ampliamente compartida y todas las mujeres coincidían en algo: se sentían representadas. No solo por las tareas que se hacen en el hogar y que se tienen con el cuidado de los hijos, sobretodo, por la indiferencia del esposo, quien se muestra como un ser incapaz de entender todo el trabajo que ella tuvo que realizar para poder salir de casa.
El trabajo doméstico, o el trabajo del hogar, es algo que a las mujeres nos atraviesa. Nos atraviesa porque se instaló bajo la construcción social de los roles de género y también bajo las relaciones de poder, que se complejizan aún más, cuando se hace un análisis de etnia y clase.
Esa construcción social de los roles de género, de forma sencilla, puede entenderse como las ideas, expectativas y valores que se le asignan a las mujeres u hombres; por ejemplo, «las niñas deben aprender a cocinar» o «los niños no deben llorar». Y por relaciones de poder podemos entender aquellas que se constituyen a raíz de la posición que una persona ocupa en el mundo, la cual puede otorgarle ventajas, para dominar, o desventajas que la coloquen como subordinada. Por ejemplo, recibir un trato mejor por tener un tono de piel más claro o que la conversación de trabajo se dirija principalmente a un hombre, porque se asume que manda, antes que a su colega mujer.
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Sin embargo, no cabe duda que el trabajo doméstico convenientemente se ha asumido como una cuestión natural que las mujeres realizamos y no como una cuestión obligatoria para cualquier ser humano que tenga estándares mínimos de higiene y organización. El desgaste físico y emocional del trabajo doméstico para las mujeres es sumamente alto, pues no solo se realiza diariamente, sino también, hay una carga mental cotidiana sobre lo que se necesita tener o hacer en casa. Es decir, no solo se lavan los platos, se barre el patio y la casa completa, se tienden las camas, se alimentan a los animalitos que nos acompañan, se limpian los baños y las duchas, se bañan a las y los hijos, se visten, se preparan los alimentos y se les sirve, se recogen los juguetes y se revisan las tareas, se acompaña su construcción humana y ciudadana, sino también se está pendiente de si no tienen agua las plantas o si falta sal, pan, jabón de ropa, pasta de dientes, si ya hay que cambiar las sábanas, si falta una olla, si la ropa está limpia y seca, si ya no hay croquetas del perrito, si ya se pagó la extracción de basura, el agua, la luz, la renta… viene a ser tanto el trabajo doméstico que nos sobrepasa.
La gran mayoría de personas que se ocupan en labores de casa particular son mujeres racializadas, pobres o de la periferia. Quienes contratamos a alguien para que realice ese trabajo (y que tenemos la obligación de hacerlo cumpliendo con sus derechos laborales) usualmente asumimos que estas personas realizarán todos los tipos de trabajo que se hacen en casa, sin ponernos a pensar, que, en realidad, el trabajo doméstico incluye muchos empleos diferentes.
Una cosa es la limpieza de la casa y otra, muy diferente, el cuidado de la niñez. Un trabajo es el lavado de ropa y otro el planchado. Uno es la jardinería y otro distinto es el cuidado de los perritos o gatitos. Otra cuestión importante es que, cuando alguien externa a la familia (asignado por género a una mujer), debidamente contratada, asume todas las tareas del hogar, usualmente se le explota. No hay un horario específico, algunas veces, estas mujeres, incluso cuando sus empleadores e hijos duermen, continúan trabajando para dejar la casa lista y adelantar algunos quehaceres del siguiente día.
Una excelente reflexión sobre esta situación está en pensar qué mujeres han estado en nuestra vida para que, quienes leemos este texto, podamos estar hoy donde estamos. ¿Quiénes eran ellas? ¿Cuántos años tenían? ¿Cuáles fueron las condiciones de estas mujeres? ¿Tendrían un salario justo? ¿Trabajarían en un horario adecuado? Si no hay respuestas claras, pero eran como de la familia, tengan la certeza que muchos de sus derechos humanos y laborales fueron o están siendo violados. Muchos hombres y mujeres podemos tener una carrera profesional, académica o laboral gracias a la cadena de cuidados que otras mujeres realizaron.
Sin embargo, y por ahora, esta columna no esta dedicada a las trabajadoras domésticas, sino más bien busca ser una reflexión sobre esas tareas que, en muchas ocasiones, nos hacen sentir, a nosotras las mujeres, sumamente solas y explotadas. El trabajo doméstico es un tipo de trabajo que no se remunera porque precisamente se asume que es obligación de las mujeres, y no de todas las personas que se resguardan bajo un mismo techo. Ustedes se han preguntado, ¿qué pasaría si dejaran de hacerlo?, ¿o si mamá o la trabajadora doméstica renunciara? ¿Cómo sería la primera semana o el primer mes? Yo pienso que nuestras propias revoluciones, nuestras luchas por la autonomía y la igualdad de condiciones, deben empezar desde ahí. La división del trabajo en casa será clave, no solo para mejorar la convivencia y para equilibrar los espacios que ocupamos, sino también, si tenemos hijos, para enseñarles a ser personas independientes y con responsabilidad colectiva.
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En muchas familias, los hombres ni siquiera saben lavar su ropa o cocinar, ni colocar las cosas en su lugar, no se les ocurre lavar los platos que han usado y encima, muchos de ellos, se quejan de la comida, del desorden, de la camisa arrugada, de la bulla de los hijos, de sus notas, y otros, los menos funcionales, se quejan hasta del hambre, del olor de los perritos, del poco apoyo que reciben de sus parejas, del dinero que se gasta en casa o de las pocas ganas que nos da estar con ellos que no tienen ninguna capacidad de asumir su vida en compañía y con responsabilidad.
Estar a cargo del hogar muchas veces duele, porque nos encontramos frente a ese dilema de procurarnos una vida digna, que incluye un hogar en armonía y el desgaste de enfrentar la haraganería y desidia de la pareja o de los hijos. El trabajo doméstico acorta nuestro tiempo para diversas actividades que podríamos realizar, desde nuestra propia educación hasta nuestro tiempo de ocio, esto sin contar que sobre los hombros sentimos el peso de otros mandatos patriarcales, como el mantenernos lindas, delgadas, sonrientes y sumisas.
Miles de escenas ocurren diariamente, donde el esposo o la pareja, y hasta los hijos, están viendo televisión, acostados en la cama, mientras las mujeres continúan limpiando la casa y organizando la vida en familia. Muchas de ellas, realizando paralelamente las tareas que otro trabajo fuera de casa implica, por eso es que se habla que las mujeres tienen tres o cuatro jornadas de trabajo. Esto tiene que cambiar. No es posible construir una vida en igualdad de condiciones si continuamos aceptando estas tareas impuestas por una sociedad que constantemente beneficia a los hombres, sobre todo, aquellos que están en las partes más altas de la pirámide. El trabajo doméstico es responsabilidad de todas las personas que ocupan el hogar. El trabajo doméstico es trabajo y debe ser bien remunerado.
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