Hablaba sin pausas, de prisa, se reía solo de lo que decía. Preguntó sobre la última vez que coincidimos y antes de que yo respondiera narró con lujo de detalles los últimos méritos profesionales y académicos de su currículum, se quejó de los padecimientos de salud que le pintaron canas y me mostró orgulloso la última foto familiar. Habló del clima, de política y me contó la vida y milagros de los compañeros de promoción. El monólogo duró una hora y tres minutos. Suficiente para mis raquíticas fuerzas del viernes. Al momento de despedirnos dijo desenfadado “Espero que no sea la última vez que conversamos”. Sí, en primera persona plural… No pude más que esbozar una sonrisa y correr aliviada al encuentro de la melodía de Bach que dejé a medias cuando apagué el motor del carro.
Camino a casa pensé en todas las veces que debo pelear con mis hijos para que se saquen los audífonos de los oídos o para que podamos compartir en familia sin la interferencia de los celulares. Nada me disgusta tanto como verlos chatear mientras les hablo. Recordé también a los colegas que suelen interrumpir una conversación personal por atender el teléfono y a quienes no pueden despegar los ojos del computador o de la tele mientras expongo inquieta alguna preocupación.
La típica respuesta no se hace esperar: “Pero si te estoy oyendo” y no falta quien agregue “Te oigo con los oídos, no con los ojos”. ¡Mentira! Escuchar demanda activar otros sentidos, especialmente los ojos.
Oír y escuchar no es lo mismo. Oímos las vibraciones del sonido pero solamente se escucha en el silencio, en ese silencio que obliga a olvidarse de uno mismo por un instante para interesarse en el otro, mostrando consideración y respeto. El equilibrio entre saber escuchar y saber hablar es lo que produce el milagro del diálogo.
Hoy en día nos enfrentamos ante un gran problema de incontinencia verbal. Las personas siempre hablan, interrumpen, corren de un lado a otro, pero nunca escuchan. La palabra ajena no importa, solo la propia. Los silencios son concebidos como pausas bochornosas, embarazosas o muestras de debilidad, algo que hay que llenar aunque sea diciendo tonteras. Bien decía mi abuelo” “Más vale mantener la boca cerrada y parecer un idiota, que abrirla y despejar toda duda”.
No resulta casual entonces que la mayor parte de conflictos interpersonales o sociales, afloren justamente por deficiencias en la comunicación. Tampoco es casual la crisis de sabiduría y conocimiento que nos aqueja.
Este es un problema grave y lastimosamente poco atendido. Aprender a escuchar requiere una actitud consciente y voluntaria que obliga a dominarse a uno mismo para dar paso a la atención respetuosa.
Las personas autoritarias no escuchan por soberbias, porque piensan que lo saben todo y los demás son incapaces de aportarles nada. Cuando parecen escuchar, lo hacen con desdén y aires de superioridad.
Hay otras que están ensordecidas por los prejuicios, la desconfianza y el orgullo. Se cierran a la posibilidad de entender. Escucharán lo que quieren escuchar, descalificarán por anticipado todo aquello que no encaje en su forma de pensar e incluso retorcerán los mensajes e intenciones del interlocutor. Los silencios serán utilizados únicamente para preparar la defensa.
Esta corriente que ensalza el individualismo está empobreciendo tremendamente nuestras relaciones humanas, destruyendo familias, amistades, sociedades. Es preciso corregir esta superinflación de palabras y dar a nuestras interacciones un rostro más humano. Esta es la clave para el diálogo fecundo y quizá la clave para desatar el efecto mariposa.
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