La presidencia del poder ejecutivo tiene legitimidad para gobernar porque es elegida por el voto popular. De igual forma, la legitimidad del Congreso dimana del proceso democrático. Sospecho que sería muy difícil que diversos sectores de la sociedad estuvieran dispuestos a aceptar la legitimidad de una presidencia que sea producto de un fraude electoral, bajo el único argumento de que el 14 a las 14 necesitamos un nuevo presidente. En ese hipotético e improbable caso, serían los tribunales establecidos por nuestra Constitución los llamados a dar una solución institucional a una crisis de legitimidad.
¿Y las cortes? ¿Qué les da esa legitimidad para juzgar? En algunos sistemas legales, esa legitimidad viene también del voto popular (por ejemplo, Bolivia o los estados de Luisiana y Alabama, en Estados Unidos). Sin embargo, Guatemala no es el caso. Para nuestro diseño constitucional, las cortes serán legítimas en tanto se presuma su independencia e imparcialidad.
¿Independencia de quién? Del resto de poderes del Estado, obviamente. Pero no solo de otros poderes constituidos (el Congreso o el Ejecutivo), sino también de actores privados. Es decir, de grandes capitales, de partidos políticos o, en nuestro caso particular, de grupos criminales.
En términos generales, la forma que el constitucionalismo moderno ha encontrado para garantizar la independencia e imparcialidad de las cortes es a través de su proceso de designación. Por medio de procesos rigurosos de selección se aspira a que las personas que integren el poder judicial sean idóneas para tareas tan trascendentales como decidir sobre la culpabilidad o inocencia de otro ser humano, sobre la justicia o injusticia de una cláusula contractual o sobre la violación de un derecho fundamental.
Juzgar a una persona no es cualquier cosa.
En palabras de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la independencia de los operadores de justicia es «el corolario del derecho al acceso a la justicia». Es difícil poder dimensionar en un texto de 700 palabras lo trascendental que es para la defensa del orden democrático y republicano que un sistema cuente con sus mejores juristas como encargados de administrar justicia.
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Tristemente, la arquitectura constitucional de nuestro proceso de designación de cortes es de antología por su carácter hilarantemente absurdo. No conozco otro país del mundo que cambie a todas sus altas cortes en un solo proceso. Lo anterior, por sí solo, es traumático para cualquier sistema político. Que esto ocurra cada cinco años es demencial. La reforma constitucional es y seguirá siendo impostergable.
Previsiblemente, el actual proceso de comisiones de postulación no ha estado libre de pugnas de poder ni de negociaciones bajo la mesa. Las revelaciones de la Fiscalía Especial contra la Impunidad permiten inferir que la idoneidad de las candidaturas estuvo entre las últimas prioridades de algunas de las personas que condujeron el proceso. Ahora el Congreso de la República tiene en su poder las nóminas de posibles integrantes de las altas cortes de nuestro país.
Ante las claras irregularidades, diversas voces llaman a que se anule el proceso de selección actual. Me temo que esta salida, aunque lógica, desembocaría en otro proceso muy parecido a lo que hemos presenciado en los últimos meses. Los ojos deben estar fijados en abolir las comisiones de postulación y en reformar el sistema de designación de altas cortes.
Independientemente de si las acciones presentadas ante la CC para que se anule el proceso son exitosas, es necesario enmendar el actual proceso. La American Bar Association (ABA) le recomendó al Congreso que realice un escrutinio riguroso de los trabajos jurídicos, las sentencias y las publicaciones académicas de las personas que aspiran a una magistratura. Las personas que no sean capaces de presentar ejemplos concretos de la calidad de su trabajo jurídico o que no estén dispuestas a hacerlo deben ser excluidas del proceso. La ABA también recomienda que se lleven a cabo audiencias públicas para que el examen de la trayectoria de los aspirantes sea lo más transparente posible y pueda ser objeto de auditoría social.
A la ciudadanía guatemalteca le asiste el derecho de contar con un poder judicial que sea capaz de proteger sus libertades fundamentales. El Congreso tiene la obligación de garantizar que las personas que integren las altas cortes sean las mejores, y aún existe una oportunidad para intentar rescatar la credibilidad del proceso. La legitimidad del sistema de justicia depende de ello.
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