Algunas personas sugieren reformar la ley para que sea posible deshacerse de la fiscal. Cualquier reforma que se impulse debe ser escrupulosa: la posibilidad de rendición de cuentas no debe reducir la autonomía e independencia del Ministerio Público. No es nada sencillo decidir qué tan fácil debería ser remover a una fiscal general, sin que eso afecte la independencia de la institución.
Lo primero que hay que tener claro es que sí es deseable que remover fiscales no resulte tan sencillo. De hecho, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha considerado que las fiscalías, al igual que los jueces, deben de gozar de garantías para su independencia. Estas garantías, en términos generales, se refieren a: i) nombramientos con base en criterios meritocráticos; ii) la inamovilidad en el cargo; y iii) la protección frente a presiones externas.
Ahora bien, la inamovilidad en el cargo no es absoluta. En cualquier democracia que se precie como tal, las personas que detentan el poder público deben tener mecanismos para deducir responsabilidad por sus actos. La autonomía sin rendición de cuentas suele conducir al abuso de poder y la arbitrariedad. Pero la rendición de cuentas sin garantías procesales, puede llegar a interferir con la autonomía de órganos cuya naturaleza está intrínsecamente vinculada con su independencia, como el poder judicial o el Ministerio Público.
En el caso que nos ocupa, el artículo 14 de la Ley Orgánica del Ministerio Público (LOMP) establece cuál es ese umbral para la fiscal general. Lamentablemente para la ciudadanía, a partir de 2016, la ley exige que para que la señora Porras pueda ser removida, debe ser condenada por un delito y haber agotado todos los recursos que la ley le otorga (en otra columna hablaré de las implicaciones de estas reformas). No es difícil advertir que se trata de un parámetro demasiado alto, en el que se privilegió la autonomía del cargo, sacrificando la posibilidad de rendición de cuentas. La fiscalía general, como cualquier otro cargo público, debería estar sujeta a un régimen disciplinario administrativo. A faltas más graves, corresponden sanciones más graves. Eso no existe al día de hoy para la fiscal general, sino únicamente para los fiscales de carrera.
No sería contrario a estándares internacionales que se modifique el art 14 de la LOMP y se introduzcan otras alternativas para la rendición de cuentas. No hay una fórmula única para cumplir con estos estándares. Lo que sí sería un error, y, además, incompatible con el derecho internacional, es volver a un modelo de libre remoción de la fiscalía general a voluntad del Presidente de turno.
En atención al criterio de la Corte IDH, para remover al fiscal general, las fuerzas democráticas y reformistas deberán asegurar, como mínimo: i) que existan causales claramente establecidas y delimitadas, que impliquen faltas de disciplina graves o incompetencia; ii) que exista un proceso que cumpla con las exigencias del debido proceso y las garantías judiciales; y iii) que el proceso disciplinario sea conocido por un órgano que provea garantías de objetividad e imparcialidad.
En cuanto a las causales, deben estar codificadas de manera tal que se pueda reducir al mínimo el riesgo de su invocación arbitraria en el futuro. Finalmente, las sanciones administrativas son, como las penales, «una expresión del poder punitivo del Estado». Por lo tanto, la Corte IDH ha señalado que la norma sancionatoria debe existir antes de que ocurran los hechos que se pretenden sancionar, y que debe ser suficientemente clara y con elementos que permitan conocer con precisión cuáles son las conductas prohibidas.
Así, por ejemplo, no sería lo mismo una causal que se refiera a «obstaculización de la justicia» frente a una que, de manera más clara, se refiera a que por «acción u omisión, deliberadamente se impida o se evite la investigación de delitos de alta trascendencia social, relacionados con gran corrupción o graves violaciones de derechos humanos a pesar de tener información clara y precisa sobre el hecho». O bien, el artículo 14 de la LOMP podría remitir al régimen disciplinario de los fiscales de carrera, donde están claramente definidas cuáles son las «faltas muy graves» que podría cometer un fiscal.
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Además, las causales que se codifiquen no deberían utilizarse retroactivamente, para evitar el riesgo de la intervención de la Corte de Constitucionalidad. En cualquier caso, la oprobiosa gestión de la señora Porras seguramente continuará cometiendo graves afrentas al orden democrático y al Estado de Derecho, aún después de aprobada una reforma a la LOMP.
Por otro lado, quien sea que conozca del proceso disciplinario, debe ser un órgano permanente que permita el ejercicio del derecho de defensa y un contradictorio entre quien acusa y quien se defiende. Por ejemplo, el Congreso podría decidir sobre el proceso disciplinario a partir de una denuncia del presidente o cualquier órgano de control horizontal (Contraloría, PDH), garantizando que exista la posibilidad de revisión judicial. Lo que no sería deseable, es dejar esa responsabilidad a los vaivenes políticos de una consulta popular, o de una entidad u órgano ad hoc, pues se abriría la puerta para arbitrariedades.
Echar a andar un proceso legal que cumpla estas características es difícil, pero deshacerse de un fiscal general no debe ser fácil. Ahora tenemos a la peor persona posible en el cargo, pero en un futuro no muy lejano podríamos tener a la mejor persona posible enfrentada con un ejecutivo conformado por grupos del crimen organizado.
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