Los niños que el ejército se llevó (I)
Los niños que el ejército se llevó (I)
Durante el conflicto armado, los militares capturaron miles de niños en las áreas donde aplicó la política de tierra arrasada. Considerados como niños huérfanos, o niños abandonados por la guerrilla, el ejército tuvo que encontrarles una salida, un destino. Hoy convertidos en adultos desarraigados, muchos de estos niños buscan a su familia. Algunos la han reencontrado, y pueden contar la historia de los niños que el ejército “rescató”.
En algún momento de 1982, la cuarta patrulla de la segunda brigada de paracaidistas, destacada en el área ixil, envió este reporte a sus superiores:
“Contactos con el eno: durante el desarrollo de la operación se eliminó al siguiente personal: En 1655-1500, en una quebrada se encontraba escondida una mujer y al advertir presencia extraña el hombre punta hizo fuego, eliminándola ella y dos chocolates, siendo recuperados de esos cinco, únicamente tres, que más tarde fueron evacuados por 'Aguila'”.
Este informe se encuentra en el Plan de Operaciones Sofía, uno de los documentos que sustentaron la acusación en el juicio por genocidio en contra de Efraín Ríos Montt y que contiene cientos de mensajes, órdenes, informes y reportes de operaciones como el anterior.
Las palabras clave del reporte son transparentes: “eno” por enemigo, “Águila” por helicóptero, “chocolates” por niños.
El 6 de agosto de 1983, por medio de un oficio que hoy resguarda el Archivo Histórico de la Policía Nacional, el mayor Edgar Leonel Lorenzo rindió cuentas al director de la Policía Nacional, Héctor Bol de la Cruz, sobre un cateo operado en una casa de la Zona 6 capitalina,
“… lugar de donde se evacuaron 5 personas, una del sexo masculino y una del sexo femenino mayores de edad y tres menores del sexo masculino, los cuales según ellos, pertenecen a la organización “EGP”.
¿Qué fue de estos niños? ¿Qué hicieron, a dónde se llevaron, el ejército y la policía, a los dos “chocolates” que vieron a su madre morir y a los tres pequeños militantes del Ejército Guerrillero de los Pobres?
Los niños perdidos de la guerra
El conflicto armado fue especialmente violento para los niños. Veinte por ciento de las víctimas de ejecuciones arbitrarias cometidas en contra de la población eran menores de edad, según el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH), Guatemala, memoria del silencio. La misma comisión reporta múltiples casos de aberrante crueldad aplicada por soldados y patrulleros civiles sobre niños pequeños, a veces delante de sus padres.
Los menores también fueron víctimas de desapariciones forzadas. Los datos de la CEH arrojan que, durante los 36 años de guerra, unos 5 mil niños desaparecieron. La mayoría durante el periodo de 1979 a 1986. Sin embargo, esta cifra se pone en duda, podría ser inferior a la realidad. Según Evelyn Blanco, coordinadora del Centro Internacional de Investigaciones en Derechos Humanos (CIIDH), una de las organizaciones que se dio a la tarea de buscar el paradero de estos niños de la guerra, muchas víctimas reportaron a la Comisión a sus familiares adultos desaparecidos, pero no a sus niños, “por el temor a que se dijera que los habían abandonado”. La desaparición de niños produjo en los padres un sentimiento de culpa y vergüenza muy intenso y la creencia de que hubieran podido hacer más para evitar que se los llevaran. De allí su silencio.
Muchos de estos 5 mil o más niños se perdieron cuando la población de una aldea o caserío huía del ataque del ejército. En el pánico, los padres salían corriendo para un lado, los niños por otro, y desde ese instante, se separaban para siempre. En ocasiones dramáticas, los más pequeños, fueron abandonados por sus familiares en la huida. Los niños constituían una dificultad adicional. Su llanto podía delatar a todo el grupo y las condiciones de vida en la montaña, el hambre, las enfermedades, los bombardeos, eran sinónimo de muerte para los más débiles.
Pero en muchísimas ocasiones, imposible determinar cuántas, fue el ejército y las patrullas de autodefensa civil, los que secuestraron a los niños. Son los niños víctimas de desaparición forzada. Los niños abandonados por guerrilleros en fuga, como quiso presentarlos el ejército.
Francisco en un campo de concentración guatemalteco
Francisco Chávez es un hombre de baja estatura, de voz y mirada tristes. Es originario de Xoloché, Nebaj. Treinta años después de la tragedia que golpeó a su familia, la frustración, la sensación de impotencia, la confusión ante la injusticia que padeció lo oprimen. No logra asimilar que su familia haya sido víctima de persecución por parte del ejército: “mis padres no eran de las personas que encontramos en la calle vagando. Mi papá se ganaba la vida dignamente. Era recto en lo que es pagar sus impuestos”.
A principios de los ochenta, cuando Francisco tenía cuatro años, su padre, harto de los viajes a la costa para la zafra, decidió dedicarse al comercio, e intercambiar productos entre Xoloché y otras poblaciones de la región. Para pasar los retenes militares que empezaron a multiplicarse, tramitó su carnet militar. Todo iba bien, y a pesar del clima de guerra, el comercio florecía y se diversificaba. Un día, olvidó su salvoconducto en casa y, al ser detenido, fue interrogado y acusado de haberse pasado a la guerrilla. Salió librado de ese embrollo, pero ya las sospechas de los soldados empezaron a pesar sobre él. Sabía que lo matarían: un hombre que lleva y trae productos comestibles en tiempos de guerra, para un militar, ¿qué otra cosa podía ser más que un colaborador de la guerrilla?
La familia huyó. Dejó la casa recién levantada, las tierras, los animales y caminó hacia el norte, hacia Chajul, vadeando ríos, cruzando quebradas. Fue inútil: en una aldea de Chajul, “los ejércitos” capturaron a Francisco, su hermana y su madre. Su padre logró huir, y meses más tarde, fue abatido en las sierras del Ixcán.
La madre y los hijos fueron llevados al destacamento militar de Chel, y trasladados poco después al de Chajul junto a un grupo de niños, mujeres y ancianos. La descripción que hace Francisco Chávez de estos destacamentos corresponde a la de un campo de concentración. La primera medida, en el destacamento, fue separar a los niños, mujeres y hombres en distintos grupos. Un sector para cada quien, y los hombres siempre amarrados. Francisco, con seis años, quedó a cargo de su hermana, de cuatro. En el destacamento, había otros 15 ó 30 niños como él. Cada día llegaban nuevos, y evacuaban a otros en carros o helicópteros.
De su paso por el destacamento, Francisco sólo guarda recuerdos traumáticos. “Nos trataban mal. Nos ponían a hacer trabajos. No era un lugar para niños. Cuando nos querían dar comida, nos daban. Pero era como dársela a los chuchos: te la mostraban y cuando te acercabas te la quitaban. Nuestra salud estaba mal. Yo estaba desnutrido, sin ropa. No intentaban que recuperáramos nuestra salud”.
Se agregaban torturas sicológicas: “Decían que mi papá era guerrillero, que lo iban a perseguir y lo iban a traer atado, y si no ya muerto. A los guerrilleros no los querían ver vivos. Eso no se me quitaba de la mente. Me afectaba”. Se sumaban los interrogatorios: “Cada día que amanecía, cuántos militares nos interrogaban. Cómo me llamo yo, cómo se llama mi papá, cuál es el nombre guerrillero de mi papá. Me decían que tendría que salir a acompañar a los militares para mostrarles dónde vive mi papá, para matarlo a él. Porque por él me iban a matar a mí. Según ellos, por no decir la verdad, nos iba a echar a la pila. Pero yo no tenía la información que ellos querían”.
Francisco recuerda algunas escenas de horror: “mataban gente en el lugar o traían personas ya torturadas. Nos sacaban a verlas para que dijéramos si eran nuestros padres. Ver a alguien torturado y muerto, es algo que nunca se me va a olvidar”.
Y a veces, surgía la simpatía de los soldados, que para Francisco resultaba ser una amenaza más. “Nos decían ‘vas a ser mi hijo, te voy a llevar para mi casa’, y nos ponían un uniforme militar”.
Francisco Chávez cree haber permanecido seis meses en el destacamento de Chajul, aunque, claro, el tiempo no corre igual para un niño de seis años que para el adulto en que se ha convertido.
Finalmente, el párroco de Nebaj llevó a Francisco y su hermana a un orfanato de la Iglesia católica. Fue un periodo feliz para el niño. “Se preocuparon por nuestra salud, nos dieron ropa y educación. Nos dieron un lugar digno”. Cinco años estuvieron en el orfanato, hasta que reapareció su madre y se los llevó de vuelta a la aldea. Para Francisco, lejos de ser una alegría, el regreso de su madre fue un nuevo trauma. Significó abandonar su hogar, sus amigos, las monjas “a las que ya veía como mis mamás”, para acompañar a una mujer olvidada, una cuasi desconocida quien, además, no tenía los recursos para darle todo lo que le daban en el orfanato. “Fue un proceso largo. Sigo siendo afectado, siento yo”.
Hoy en día, Francisco Chávez sigue viviendo en Xoloché. Tiene un hijo. Su familia no pudo recuperar la casa, ni las tierras, que fueron repartidas entre miembros de las patrullas de autodefensa civil. Vive de pequeños trabajos que a veces le piden organizaciones sociales.
Francisco fue uno de los 98 ixiles que, durante el mes de abril, pasaron frente al tribunal A de Mayor Riesgo a dar su testimonio. Testimonios que contribuyeron a que el 10 de mayo, el general Efraín Ríos Montt fuera condenado a 80 años de cárcel por genocidio y delitos en contra de los deberes de la humanidad. Sentencia que fue prontamente anulada por la Corte de Constitucionalidad. Desde entonces, Francisco Chávez teme por su vida: es mal visto por los ex patrulleros de la aldea y siente que ellos, o los finqueros de Nebaj, podrían tenderle una trampa algún día. Si haber declarado en el juicio supuso un alivio para muchas víctimas, no parece ser su caso.
Beneficios de un secuestro
Probablemente, como Francisco Chávez, sean miles los niños que pasaron por las instalaciones militares durante el conflicto armado, en particular en los primeros años de la década de los ochenta. ¿Qué buscaba el ejército? ¿A qué motivos obedecía capturar niños en las zonas de combate?
Marco Antonio Garavito, director de la Liga guatemalteca de higiene mental, una organización que ha logrado el reencuentro de 382 familiares a lo largo de diez años de búsqueda de niños desaparecidos, ve dos motivos principales.
El primero, era recabar información. La inteligencia militar veía en los niños una fuente de datos sobre la guerrilla y las organizaciones campesinas. Los interrogatorios a los que fue sometido Francisco Chávez lo confirman. Los niños también servían como cebo para atraer hacia los destacamentos a los padres que habían logrado huir.
Marco Tulio Álvarez, exdirector de los Archivos de la paz y consultor del Ministerio Público, realizó un peritaje que fue presentado durante el juicio por genocidio, sobre el traslado de menores en el área ixil. En su informe, propone otras razones que pudieron motivar al ejército en retener niños y niñas.
Estas son: “el infundir terror en la población en general; el castigar a los padres a través del daño infligido a los menores (…), así como obtener ganancias económicas por la venta de los niños”. Todo esto, bajo la lógica de la tierra arrasada.
Existe otra lógica, opuesta a la anterior, que puede explicar por qué en algunos casos, el ejército se llevó a los niños. Es probable que en ciertas masacres, se registran 626 durante la guerra, algunos oficiales y soldados no tuvieron el ánimo para matar a los niños, o no a todos los niños. “Esto fue difícil entenderlo, porque el sentido ideológico planteaba que todos los militares eran unos demonios”, explica Marco Antonio Garavito. “A nuestro entender, en la complejidad del ser humano, operó un sentido de menos deshumanización en algunos oficiales a cargo de los operativos. Hay evidencias de un operativo con dos unidades en un mismo sector. Una de ellas acaba con todo el mundo, mientras que la otra mata a mucha gente, pero a los niños se los lleva o los deja”, prosigue.
Como ejemplo de esto, Garavito recuerda el caso de Tomás Choc y su hija Julia, el primer reencuentro obtenido por la Liga de higiene mental. “Cuando la aldea Las Guacamayas es atacada, los habitantes, entre ellos Tomás Choc, huyen de los militares. Julia, de dos años, se queda frente al rancho. Hay un soldado que la va a matar con un machete. En ese momento, un patrullero llamado Pedro dice, ‘no la mate, regálemela que no tenemos hijos nosotros’”.
Cuando, años más tarde, se llevó a cabo el reencuentro de Tomás con su hija, éste, en su improvisado discurso dijo, poniéndole la mano en la cabeza: “hoy reconozco a Julia. Ustedes son testigos de que es mi hija porque el día de hoy resucitó, y resucitó gracias a que existía don Pedro”.
Esta historia inspiró la película “Distancia”, de Sergio Ramírez
Distintos destinos
¿Qué hacer con todos esos niños concentrados en instalaciones militares, una vez que han cumplido o incumplido su función de cebo y que han brindado, acaso, informaciones al ejército? ¿Matarlos?
Era una opción. El ejército de Guatemala no dudó en hacerlo, a sangre fría. La Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), busca recuperar los restos de las personas asesinadas en los destacamentos militares. Hasta la fecha, ha trabajado en 34 destacamentos y encontrado osamentas en 26 de estos. En total ha recuperado 1,358 osamentas. 150 corresponden a menores de 18 años.
El caso más emblemático es el de la fosa n°15 de la Zona Militar 21, hoy conocida como Creompaz, (Comando Regional de Entrenamiento de Operaciones de Paz) situada en Cobán. Los arqueólogos forenses descubrieron allí 63 esqueletos, de los cuales, 37 eran de menores de edad. Se sospechaba que estas personas eran las que habían sido capturadas en agosto de 1982 en Río Negro, Baja Verapaz, y evacuadas en helicóptero hacia la zona militar. El ADN extraído de las osamentas lo acaba de confirmar. Los antropólogos forenses no observaron señas de heridas por armas de fuego o machetes en los huesos. Por esto, y por los testimonios de soldados que estuvieron acantonados en la base, se piensa que estos 37 niños fueron ahorcados.
El asesinato no era la opción más común. Muchos niños fueron regalados a pobladores de los alrededores de las bases, como ocurrió en San Martín Jilotepeque. Otros fueron entregados a patrulleros civiles y comisionados militares. Otros más, fueron retenidos por oficiales del ejército para tenerlos como servidumbre o para criarlos como hijos propios. Cientos de ellos fueron llevados a casas hogares y orfanatos donde crecieron o desde donde se les dio en adopción a familias extranjeras. Este es un abanico sin duda incompleto de posibilidades que se presentaron ante los niños desaparecidos de la guerra.
Marcos y su familia postiza
Para muchos, los recuerdos de la infancia, los juegos, la curiosidad ante un mundo recién creado y lleno de sorpresas, son como un refugio, un escudo en los momentos difíciles. No para Marcos Choc: sus primeros recuerdos corresponden a un infierno de maltratos y vejaciones.
Marcos Choc es un joven bien parecido, fuerte, jovial. Todo en él respira salud y bienestar. Todos los días se viste de amarillo fosforescente, se coloca sobre la cabeza un casco tipo colonial y se encarga de dar vía en las principales arterias de la capital de Guatemala, de vigilar el Paseo de la Sexta avenida, o de poner multas a los conductores imprudentes. Es agente de la Policía Municipal de Tránsito. Siempre que puede, vuelve a la aldea del municipio de Cahabón, Alta Verapaz, de donde resultó ser originario.
“Cuando tenía ocho años me di cuenta que vivía con gente que no era mi familia. Me trataban mal, me pegaban mucho. Yo me ponía a pensar, ¿por qué me pegan mucho? ¿Por qué no me dan de comer? ¿Por qué me sacan de la casa y me tengo que ir a dormir al monte? La gente, los vecinos, me dijeron: “esos no son familiares suyos”. Me puse a pensar: pero por qué, por qué estoy aquí, qué pasó”. Marcos vivía en San Pedro Carchá, e inexplicablemente, los vecinos le decían que él era de Cahabón.
Marcos se convirtió en el sirviente de los hijos de su familia adoptiva. Fue obligado a hacer trabajos pesados como acarrear leña, y a cambio, sólo recibía golpizas con palos o alambres. Nunca lo dejaron ir a la escuela, nunca lo dejaron jugar, nunca le compraron zapatos. “Una pantaloneta y una playera, es todo lo que tenía”.
“Un día, el señor me dijo, señalando a un hombre: ‘ese señor te va a agarrar, porque el vende los niños’. Salí huyendo y me enfermé. Me iba a morir. Yo lloraba, quería ver a mi mamá. Quería que llegara mi verdadera mamá”.
Marcos no murió gracias a la compasión de una vecina quien, al darse cuenta de los maltratos, le ofreció ayudarle a escapar. Vivió con ella y su hijo por varios años, y su vida cambió. A los 12 años de edad, pudo ir a la escuela por primera vez y pasar tardes enteras jugando pelota. “Allí me recuperé y ya no pensé mucho en lo que me había pasado. No pensaba mucho en mi mamá”.
La mujer le contó que sus padres eran de Cahabón, pero que quizás habían muerto por la guerra, que quizás eran guerrilleros. Esta explicación le bastó por varios años.
Con 18,empezó a trabajar como ayudante de camión y luego en una discoteca rodante y un grupo musical llamado “Los Arrecifes”. Descubrió la capital de la República.
En el 2005, Marcos, al ver en la televisión que existían organizaciones que buscaban reunir a familias separadas por la guerra, se acercó a las oficinas del CIIDH (Centro Internacional para Investigaciones en Derechos Humanos). Contó su historia y los investigadores lograron relacionarla con otro relato, el de un hombre radicado en San Luis, Petén, quien buscaba a sus hijos. Después de meses de trabajo de campo, y muchas entrevistas, el CIIDH logró reunir a una familia que había sido partida en tres pedazos. Se pudo también reconstruir su historia.
En septiembre de 1982, el ejército atacó la aldea Chiax Balamté, de Cahabón. La familia de Marcos sabía que en las áreas vecinas estaban matando gente. Fatalistas, decidieron quedarse en la casa, junto con otra familia. “Si nos matan, que nos maten a todos juntos”, decidieron. A las 11 de la noche, llegaron soldados y patrulleros. El padre de Marcos logró huir por los matorrales. Una mujer empezó a gritar que los dejaran en paz y por eso la mataron.
Marcos Choc y una niña de 12 años, Adela, fueron capturados y llevados a la cárcel de Cahabón. Marcos quedó como botín de guerra de un patrullero del lugar. Éste finalmente optó por regalarle el niño a su hermano, patrullero de San Pedro Carchá. Allí empezó el martirio de Marcos. La niña se quedó con otro patrullero, con quien se casó unos años más tarde.
El padre logró huir y rehacer su vida en Petén. Tuvo otra mujer y otros hijos. La madre se quedó en la aldea con sus otros hijos.
Marcos Choc es hoy un hombre feliz. Cuando cuenta su historia, parece que aún no puede creer la buena fortuna de haber reencontrado a sus padres, hermanos, tíos y abuelos. “El día del reencuentro, yo lloré de alegría porque conocí a mi mamá, a mi papá. Según yo, estaban muertos. Sentí un apoyo. ¡Sí tengo familia! Es lo que sentí”.
Los que se quedaron con el ejército
Marcos no es el único que vivió esta situación. Muchos patrulleros, se desconoce el número, comisionados militares y soldados se quedaron con niños capturados en las aldeas. Se han reportado varias historias de maltrato y servidumbre similares a ésta.
El informe Guatemala, memoria del silencio recoge el testimonio de algunos de los 18 niños sobrevivientes de la masacre de Río Negro, Rabinal, Baja Verapaz, ocurrida el 13 de marzo de 1982 (caso ilustrativo 14). Ellos fueron forzados a convivir durante dos años con los patrulleros que ejecutaron a sus familiares. Los maltratos y abusos que relataron a los investigadores de la CEH son espeluznantes: golpes, amenazas de muerte, privación de alimento o abrigo. Dos de los menores secuestrados murieron a causa de los malos tratos. Dos años después, sobrevivientes de la aldea masacrada supieron del paradero de los niños y los reclamaron. Después de múltiples tramites, y a pesar de las amenazas de los patrulleros, lograron recuperar a los niños.
No todos los patrulleros se comportaron de forma inhumana con los niños recogidos después de las masacres. Así lo muestra la historia de Julia, la hija de Tomás Choc, quien fue criada como hija propia del patrullero Pedro. Algunos niños, recogidos en edades muy tempranas,es probable que no sepan hoy en día, que pertenecen a una familia ajena.
Los oficiales del ejército también se quedaron con niños de la guerra, aunque de esto se sabe muy poco. Se conocen algunos casos, como el de Óscar, sobreviviente de la apocalíptica masacre de Dos Erres (), quien fue adoptado, con tres años, por el teniente Óscar Ovidio Ramírez Ramos. Y se tienen también unas cuantas declaraciones, como la que hizo el general Héctor Alejandro Gramajo al diario Prensa Libre (edición del 6 Abril de 1989):
“Muchas de las familias de oficiales del Ejército han crecido con la adopción de niños víctimas de la violencia, pues en determinados momentos se volvió moda en las filas del Ejército hacerse cargo de pequeños de 3 ó 4 años que se encontraban deambulando en las montañas”.
Miriam busca a su hermana por Facebook
Miriam Gómez llega, caminando con dificultad, con el cuerpo doblado hacia un costado, al lugar de la cita, el Wendy’s de la zona 13. No le disgustan las hamburguesas del Wendy’s, pero prefiere las del McDonald’s. Miriam, rondando los 40 aunque parezca menos, tiene muchas amigas, se ha graduado de periodista, y ahora trabaja en un call center cercano, aprovechando su perfecto dominio del inglés. Su trabajo ha influido en su hablar: antes de contestar, emite ese “¡oh!” típico de los norteamericanos, con el que parecen indicar que les ha sorprendido la pregunta pero que la van a contestar tras un segundo más de reflexión.
Quien la escucha, imagina a una mujer capitalina, de esa clase media empapada de cultura estadounidense, de esa generación para quien la guerra civil fue un rumor lejano, una imagen televisada.
Nadie sospecharía que su infancia transcurrió entre milpas y ayoteras, animales de corral y noches sin luz eléctrica. Pero la guerra…
Guerra que ella cuenta con extraordinaria precisión, haciendo gala de una memoria envidiable y notable talento narrador.
La familia de Miriam Gómez, padre, madre y cinco hijos, vivía en una aldea llamada San Pablo El Baldío, Uspantán, Quiché, cuyos habitantes eran ladinos en su mayoría. Hombres en armas empezaron a asomarse. Guerrilleros y soldados. “Los guerrilleros llegaban tranquilos, iban con los líderes, y los líderes decían que los iban a ayudar, y les daban comida. Los militares llegaban violentos, ‘¡queremos comer!’, ‘¡aquí hay guerrilleros!, amedrentando a la gente”, recuerda Miriam. Ambos exigían el apoyo de la población; a ambos se les decía que sí.
Un día de enero de 1982, Miriam tenía nueve años, la situación cambió: los militares no vinieron gritando, sino disparando. Miriam estaba sola por los sembradíos. “En eso, oí que venían caminando soldados. Lo que hice fue esconderme en un tronco hueco que ya conocía. El monte estaba grande y las entradas no se veían. Sobre ese tronco se sentaron los soldados a hablar. ‘Aquí no hay gente’. ‘Bien, están escondidos.’ ‘¿Y si encontramos a la gente qué hacemos?’ ‘Los matamos, esas son las órdenes. Mujeres, niños, los matamos. Acá todos son guerrilleros’.”
Los soldados se fueron, Miriam salió de su escondite y empezó a buscar a su familia. Se topó cara a cara con otros dos soldados. “Yo los vi y grité. Pensé que me iban a matar. ‘No me maten, no me maten’, grité. Corrí cuesta abajo, pero me agarraron. Me levantaron cada uno de un brazo, y yo iba pataleando”.
Al final del día, fue llevada a un destacamento militar. Allí, vio a una niña triste, cabizbaja, con una pequeña fila de dulces salvavidas frente a ella. Era Elvia, su hermanita de cuatro años. Trató de consolarla, de explicarle que pronto las dejarían ir y podrían volver con la familia. “No se van a quedar con nosotros”, razonó.
Pasaron varios días en el destacamento. Luego, vinieron varios desplazamientos. Primero Uspantán, en donde estuvieron al resguardo de una mujer en una casa particular. Luego, la inmensa base militar de Santa Cruz del Quiché. Curiosamente, en las instalaciones militares, siempre estuvieron a cargo de los dos soldados que habían capturado a Miriam. “Nos trataron rebien, nunca usaron malas palabras, nunca nos pegaron. Cuando llorábamos, nos trataban de consolar, y decían que iban a traer muñecas para que jugáramos”.
Miriam aceptó los traslados con más naturalidad, adaptándose a lo que llegara. En cambio, su hermana estaba triste, callada, sin ganas de jugar.
Aquí, el relato se corta. Miriam, quien contaba la historia ligera y con buen humor, casi como quien cuenta un viaje de vacaciones, al recordar a su hermana, rompe a llorar. Pide disculpas. “Ya quiero superar esto, pero no puedo. Todavía duele”. Alrededor, familias van y vienen con sus bandejas repletas de hamburguesas, papas fritas y refrescos. Miriam se sosiega, y vuelve a la base militar de Santa Cruz del Quiché.
Tras una semana entre soldados, llegó un oficial, el capitán F. Miriam dice su nombre y apellido, los cuales Plaza Pública omite para preservar la intimidad de sus hijas (el lector lo entenderá más adelante).
El capitán F las subió a un helicóptero y las llevó a la capital, a su propia casa. “Tenía una hija en ese entonces, de la misma edad que mi hermanita, quizás un poco más grande y jugábamos con ella. Fue la primera vez que vi una televisión”.
“De allí me llevaron al hospital militar, por lo de mi columna”. Miriam, tiene un problema en la columna, una escoliosis muy pronunciada que dificulta sus movimientos. Pasó un año internada en el hospital. “No sabían que hacer conmigo. Hicieron un reporte que decía que toda mi familia había muerto, que yo había dicho que mi mamá había sido herida de bala y que muchos de mi familia se habían ido a la isla. Yo nunca dije eso. Nunca había oído hablar de islas”. Miriam supone que se referían a la isla de Cuba… En esos tiempos, en los hospitales y orfanatos públicos, cuando llegaban niños traídos de las áreas de guerra, era costumbre inventarles una historia, un nombre, un lugar de nacimiento, para desaparecer su identidad y proveniencia.
Miriam se adaptó bien a la vida en el Hospital Militar. Era amiga de las enfermeras, las ayudaba a cuidar a los bebés, y jugaba con los otros niños que el ejército dejaba allí en depósito.
Al año, se acercaron la mujer del capitán F y una pareja. “Me dijeron que me iban a adoptar, y que estaría en un lugar muy bonito, donde tendría muchos hermanitos. Ella me regaló una muñeca enorme, casi de mi tamaño, y una cadenita con la Virgen y un crucifijo. Le pregunté a la esposa del capitán: ‘¿me van a llevar con mi hermanita?’”. Incómoda, la señora asintió con la cabeza, sin lograr esconder que estaba mintiendo.
Miriam no vio más a su hermana.
La llevaron a un hogar llamado El Refugio, situado cerca de Palín, Escuintla. El hogar era administrado por una norteamericana a quien Miriam llama su “mamá adoptiva”. Fueron años de felicidad. “Nos cuidaron, nos amaron, nos dieron estudio, buena vivienda. Nos trataron como niños ricos. I love you. Nos hablaban de Dios, teníamos estudio bíblico. Nos llevaban mucho a Automariscos a nadar, a jugar beisbol, basquetbol. Fue una vida muy plena, y fui olvidado todo. Incluso a mi hermanita la olvidé”.
Unos años después de haber salido del hogar, Miriam recordó su pasado. Por medio de una amiga que trabajaba en el programa de resarcimiento a las víctimas del conflicto, fue puesta en contacto con la Liga de higiene mental. Marco Antonio Garavito hizo averiguaciones, y un día, le anunció que había encontrado a su familia. Le dijo que sus padres habían muerto, pero que tres de sus hermanos estaban vivos, tenían hijos, y estaban deseosos de conocerla.
El reencuentro fue una experiencia muy intensa. “En vez de ponerme triste o alegre, estaba como en shock”. Pronto, los lazos cercenados se restablecieron naturalmente. Miriam, siempre que puede, pasa sus vacaciones en el pueblo, disfrutando del ritmo de la vida rural. Supo entonces la muerte de su padre, asesinado por el ejército al ir a buscar a sus hijas a Uspantán, y la de su madre, ocurrida unos meses más tarde por un grupo de hombres armados y encapuchados de los que no se sabe si eran militares o guerrilleros.
¿Y su hermana Elvia? Miriam se pone seria. Toma aire, y dice: “Suponemos que una de las hijas del capitán puede ser mi hermana. Cuando estuvimos con él, sólo tenía una hija. Y ahora tiene dos nacidas antes del 82”. Marco Antonio Garavito intentó hablar con el capitán F, pero según Miriam, éste reaccionó con nerviosismo y agresividad. Miriam le escribió una carta a la esposa. La mujer contestó. Que no entendía por qué la vinculaba a ella. Que ella había sido bendecida con tres hijos por Dios. Que tenía tres cesáreas para demostrarlo. Que si quería, podían hacerse una prueba de ADN. Miriam se alegró y respondió que sí, que lo más pronto sería lo mejor. No hubo más cartas por parte de la esposa de F.
Otro intento por acercarse a su hermana, fue gracias a las redes sociales. “Tuve acceso a su Facebook. Ella me aceptó, sin saber quién era. No quise escribirle porque es un tema demasiado delicado para hablarlo por Facebook. No quería asustarla y que me bloqueara. Pero pasó. Me bloqueó”. Miriam afirma que, por las fotos que vio, una de las hijas del capitán es físicamente muy distinta al resto de la familia.
Marco Antonio Garavito explica que no pueden ir directamente a hablar con la hija del capitán F ya que “no estamos convencidos de que ella sepa”. Por muchas ansias que tenga Miriam, no es ético llegar ante una persona y “moverle el piso” con la revelación de que sus padres no son sus padres, que su familia es otra. Tampoco es válido insistir en presentarle a una familia a la que quizás no quiere conocer. “Tendremos que buscar los medios investigativos para llegar de una manera sana”, añade.
Mientras, Miriam tiene que armarse de paciencia y esperar el día en que su hermana decida ponerse en busca de su familia biológica. “Ella va a aparecer. Yo sé que se va a dar”.
***
De los cuarteles, bases y destacamentos militares, cientos de niños de la guerra, huérfanos o no, fueron entregados al cuidado de pobladores o adoptados, para bien o para mal, por personas del ejército o vinculadas a éste. Pero muchos otros, cientos de niños y niñas, fueron introducidos a un sistema extraordinariamente perverso: el de las adopciones irregulares.
A lo largo de la década de los 80, incluso después de la instauración de la democracia, Guatemala se convirtió en un mercado a cielo abierto, en donde cualquiera, pagando, podía llevarse a un niño perdido víctima de la violencia. Niños enviados a otros países, niños a quienes se les construyó otra historia, padres que siguen buscando. Ese es el otro destino de los niños de la guerra.
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