He visto cómo en cuestión de semanas Nicaragua está bajo balas, lo cual la convierte en un territorio de guerra. Vi con emoción la noticia en un periódico español sobre jóvenes universitarios —de la UCA— que salían a las calles, a concentraciones en parqueos de centros comerciales. Fue en principio el #SOSMaíz evidenciando el abandono que existía en algunos territorios. Era el rechazo a la indiferencia ante un fuerte incendio en una de las reservas naturales más importantes, uno de los pulmones de Centroamérica. A los días eran hombres y mujeres mayores golpeados por el gobierno de un Ortega que desde hace muchos años les ha dado la espalda a su pueblo, a su revolución, a sus principios. Después fueron otras manifestaciones que encontraron el hartazgo a un mismo tiempo en las calles. Tomaron universidades y los fueron a buscar. Jóvenes con impactos de balas: una o dos. Un arzobispo auxiliar reconociendo la valentía de los jóvenes, denunciando la violencia. Un llamado al diálogo, al mismo tiempo que había barricadas en algunas ciudades. Otro joven asesinado.
En el resto de los países de Centroamérica, silencio. Uno cómplice, que sabe que ha sucedido lo mismo en Guatemala —en la Guatemala más vulnerable, en la profunda, en la indígena, y que se ha sostenido en el tiempo—, en Honduras, en El Salvador. Es un silencio de un poder que sabe que no es legítimo ya y que no puede sostenerse por sí solo, que no existe respaldo y que debe acudir a mecanismos de una ilusión organizativa, sea campesina, del magisterio o de una juventud sandinista. Mientras tanto, aquellos que no nos sentimos representados por nuestros Gobiernos, que reconocemos en los Estados las lógicas de violencia y de opresión, vemos con horror lo que pasa en cada uno de estos países. Han sido Berta Cáceres, José Caal Xon, Álvaro Conrado Dávila. Así nos reconocemos: en la muerte de otros que nos hace sentir miedo y rabia.
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Hay un dolor que nace del abuso del poder, de que alguien se crea con la autoridad de ordenar la muerte de uno de nosotros. Es el dolor por el desconocido, pero con quien nos ata el pálpito del corazón, el mismo que escuchamos más fuerte cuando nos cuentan que cayó alguien más. Es la vibración que se mantiene un momento más luego de escuchar los audios, cuando se escucha «cacería de brujas». Es esa piel que se enchina cuando ves a un hombre joven preocupado y que te dice que por el momento se vale llorar. Sí, Nicaragua duele porque es la vida la que están defendiendo. Es la posibilidad de sobrevivir en lo diario.
Lo sé. Lo acabo de aprender. Centroamérica es ese locus terribilis, es un lugar de pesadillas. Se vive entre fantasmas de los desaparecidos de antes y de hoy, de los que obligadamente migraron o de quienes se van caminando entre el miedo a la incertidumbre de lo que puede pasar mañana —¿otro líder comunitario muerto?—, de la decisión que tomen el presidente y los funcionarios públicos y que nos cambie el rumbo de la historia. Precisamente por eso aquí se defiende la vida.
Me gustaría pensar que no estamos solos los que pensamos que otras realidades son posibles, que las fronteras en el Istmo no dividen nuestros sueños, que Centroamérica existe también en una línea común de defensa de la dignidad.
Ojalá.
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