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Familiares y amigos despiden a Santos Aureliano Ortiz Monroy, víctima del accidente en la calzada La Paz, antes de su entierro en el cementerio de la aldea Santo Domingo Los Ocotes el 11 de febrero.

Enterrados los muertos toca madrugar de nuevo

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Enterrados los muertos toca madrugar de nuevo

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Esta es la historia de Fredy, por 21 años ha hecho la misma ruta del bus que cayó al barranco y terminó con la vida de más de 50 personas. Cada día sale de noche y vuelve de noche usando buses en dudosas condiciones, agradece que tiene un trabajo que le permite ver el sol los fines de semana.

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Tiene que esforzarse por mantener el equilibrio porque esta vez ―otra vez― no va sentado, durante el camino no le quiere dar espacio al miedo. Es martes 11 de febrero por la madrugada, 24 horas antes su ruta hacia el trabajo no era noticia.

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Las luces del interior se encienden y apagan conforme entran y salen los pasajeros, la cantidad de estrellas en el cielo harían pensar que es de noche. Está oscuro cuando sale de casa, está oscuro cuando vuelve. Fredy Chinchilla vive en una aldea que solo conoce de noche de lunes a viernes, el sol reaparece el sábado y se oculta el domingo.

Sigue en el bus, escucha los videos que las personas ven en sus celulares sobre EL tema, más tarde diría a Plaza Pública que en ese momento intentaba no pensar en el miedo. Percibe la tristeza y la pena en el ambiente.

Es otro día ―más bien otra madrugada― en el mismo camino de siempre.

El trayecto está por terminar y entonces no tiene forma de no tener miedo, cruzan el puente Belice. Desde allí se ve el fondo del barranco donde un día antes cayó un bus como en el que va ahora.

El lunes de la tragedia era un día más

Eran las 4:20 de la mañana cuando ocurrió. Las imágenes del vehículo con las llantas hacia arriba, de los bomberos trabajando y de las personas fallecidas, empezaron a circular en redes sociales y medios de comunicación. 

Ese lunes al pasar por el puente Belice no sintió miedo como lo hizo el martes, no tendría por qué. Después de tanto tiempo es normal viajar en un bus que avanza poco y transporta cuanta gente sea posible. Aún no sabía de la tragedia. El tráfico lento no era inusual, lo atribuyó a un ataque armado en la zona 18 del que se enteró en su teléfono. Eran las 5:00 de la mañana.

Su teléfono mostró notificaciones de mensajes y llamadas preguntando si estaba bien. Dejando de lado que viajaba de pie desde hace una hora porque no había espacio, sí, estaba bien. 

Vio entonces las imágenes que ahora tenía en la mente, esas que le provocarán miedo en adelante. Ese pudo, o podrá, ser su bus.

21 años de rutina

De lunes a viernes Fredy Chinchilla se despierta a las 3:15 de la mañana, cuatro horas antes de que inicie su trabajo. Tiene 48 años, alguna vez vivió en ciudad de Guatemala, otro tiempo en Estados Unidos, hoy en la aldea El Chile en el municipio de San Antonio La Paz, El Progreso. Su casa está a unos 25 kilómetros de donde trabaja. El recorrido entre un punto y el otro es usualmente una línea recta que, sin tráfico, puede recorrer en 45 minutos.

Antes de llegar al bus recorre a oscuras el camino que lo lleva hasta la carretera al Atlántico. La lámpara de su celular reemplaza el trabajo del alumbrado público inexistente, debe estar atento, ya le ha pasado que encuentra alguna culebra que sale desde los matorrales. «Tengo ya 21 años de estar viajando a la capital. Sé que madrugar es un gran esfuerzo, pero la verdad es que estoy agradecido por tener un trabajo».

Hace 21 años aceptó ese trabajo, lo hizo pensando en los beneficios ofrecidos. «Hoy en día encontrar un trabajo fijo cuesta y con prestaciones también. Igual es raro encontrar uno que sea solo de lunes a viernes, con algunas excepciones, pero son raras». Fredy agradece un empleo que le deja ver el sol en su aldea los fines de semana.

 

El paisaje de la carretera al Atlántico se ve seco, arenoso, mimetiza la planta de Cementos Progreso y varias minas. A lo largo de la ruta hay extractoras de arena tan cercanas al asfalto que crean derrumbes. Según Fredy esas son las opciones de trabajo más cercanas, pero no le satisfacen. «Ingresar cuesta, cuesta mucho. Lo que hay allí son paros que le llaman aquí, que son mantenimiento de los hornos que solo son temporales. Nada más por unos dos o tres meses. Después tiene que esperar uno para que lo vuelvan a llamar».

Conoce tanto el bus en el que viaja que sabe distinguirlo desde lejos por las luces que lo adornan o por el ruido del motor. «Como viajo con ellos todos los días me cobran menos. O sea, regularmente el pasaje cuesta 15, pero como viajo con ellos todos los días me cobran 10».

Aún con esa ventaja, transportarse es uno de sus mayores gastos en el mes. «El sueldo no alcanza, máximo que en lo que es el gasto del transporte son como 600 o 700 quetzales. Aparte la comida o el desayuno, refacción y almuerzo».

Aunque su horario inicia a las 7:00 horas, llega a la ciudad a las 5:30. Le sobra una hora y media que usa para desayunar, la densidad del tráfico en la hora pico lo obliga a llegar o muy temprano o muy tarde, no hay punto medio. Mientras come el sol no ha llegado, termina y sigue oscuro. Cuando ya hay luz camina otro tramo hasta llegar a sus labores de conserjería.

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Cuatro ataúdes sobre un mar de personas

Cuando salió el sol y en la ciudad de Guatemala ya había iniciado la jornada laboral, en Santo Domingo Los Ocotes velaban a 12 fallecidos. Es una aldea también de El Progreso, cercana a la de Fredy, de ahí salió el bus que protagonizó la tragedia.

Entre los difuntos estaba Santos Aureliano Ortíz Monroy, nació en 1995 y trabajaba en la fábrica de cemento. No salió de casa por trabajo, lo hizo por salud. Tenía agendada una terapia en el IGSS de accidentes en la zona 7 de Guatemala. Tres meses antes le operaron un pie por una lesión por jugar futbol. Su cita era cada 22 días.

Ya sea por trabajo o por tratamiento médico, en las aldeas de El Progreso están obligados a madrugar.

A los Ortíz los conocen por jugar futbol o dirigir equipos en San Antonio. Fue por las gestiones de su hermano Víctor que el cuerpo de Santos pudo volver el mismo día. «A mí me comunicaban porque yo andaba vuelteando por esto de él y hasta que lo traje con mis hermanos. Me contaban porque yo les llamaba para ver cómo estaban aquí, va, porque uno se siente triste y me decían, "aquí está rodeado de gente”. Ya están acá y había gente cuando venimos».

Santos no salía seguido de San Antonio, ahora lo hacía para ir a sus citas en el IGSS porque quería volver a la cancha. Lo buscaban para jugar en el pueblo y también en la fábrica. Su hermana Gloria recuerda la promesa que le hacía a ella, o más bien a él mismo: «Ya voy a estar bueno para ir a jugar con los muchachos». 

Sobre el ataúd dorado hay un uniforme azul de futbol. Tiene el escudo de la selección argentina, aunque en la espalda dice «Deportivo la Cruz», el equipo que Víctor dirige. «Él ya me había dicho que iba a jugar en el equipo que tengo ahorita, pero ya no fue así. Nos deja adoloridos. Por eso es que yo le doné el uniforme, que se lo lleve porque sí se lo merece, que se vaya a disfrutar el uniforme».

Fue el Consejo Comunitario de Desarrollo (Cocode) de la aldea el que organizó el homenaje frente a la escuela, justo en la entrada del pueblo. Pidieron a las familias llevar a sus difuntos, la de Santos aceptó.

Antes de las 14:30 lo cargaron hasta la cancha. Cruzaron un camino con varias bajadas pronunciadas, un camino difícil para un joven que tenía un pie recientemente operado. Al ataúd lo acompañan cuatro hombres vestidos de rojo y negro que cantan y tocan sus guitarras.  

Al llegar les espera un sitio que en pocas horas fue acondicionado con un altar lleno de mantas moradas y un Cristo negro. Hay al menos doscientas sillas. El homenaje lo dirigió el obispo de la región, entre la audiencia estaba el presidente Bernardo Arévalo. El mandatario no tomó el micrófono, dio el pésame directo a las familias, hizo algunas declaraciones a la prensa y volvió a la ciudad de Guatemala. Su trayecto fue más breve porque una parte lo hizo en helicóptero.

Unidas las cuatro familias y amigos, el pueblo se ve como un mar de personas donde flotan cuatro ataúdes.

Los nichos fueron hechos de emergencia. El que ocupó Santos está al centro, su caja quedó al ras del suelo y sobre ella el uniforme de futbol con un ramo de rosas rojas. Su papá Daniel Ortíz ve desde lejos en silencio y con los ojos rojos. Varios niños lloran desconsolados, algunos son sus sobrinos. Las personas comienzan a salir del cementerio, esperando a que sellen el nicho se quedaron Gloria, Víctor, su papá y algunos familiares. 

Vivir cerca de su trabajo sería peor

Para las 17:30, en el mismo sitio en donde las familias escucharon la misa de despedida, ya no había sillas, altar, autoridades o vecinos. Solo un grupo de niños jugando futbol. 

Fredy volvió a las 18:30, empieza a oscurecer. «Ahorita ya cambió el tiempo. Prácticamente yo salgo de noche y vuelvo a entrar de noche. Ahorita a las seis todavía está claro, pero en tiempo de octubre aquí a la cinco y algo ya está oscuro, o sea que prácticamente yo salgo de noche y entro de noche».

Todos los días deja al menos cuatro horas en el tránsito. Para volver debe ir a Centra Norte donde transborda a una camioneta extraurbana. Ahí abordó una pintada de rojo y azul con letras amarillas, «Guastatoya» se lee. Al bajar se persigna tal como lo hizo en la madrugada. Llegó a casa. 

No siempre vivió en la aldea El Chile, de hecho, nació en la ciudad. También vivió un tiempo en Estados Unidos, pero cuando regresó se enamoró y decidió no volver a la ciudad de Guatemala. 

Ya pasaron 21 años de aquella decisión, aún con el peligro que le implica viajar todos los días, el tiempo que pasa en el tránsito y la cantidad de dinero que gasta para movilizarse, dice que no volvería a vivir en la ciudad. «El trajín es muy corrido. Yo prefiero madrugar y venirme todos los días». 

Cerca de su casa, entre la aldea El Chile y la aldea Sinaca, hay un puente colgante de madera. Lo atraviesan personas a pie y en motos. Es su refugio. 

De noche escucha la sinfonía de sapos y ve las luciérnagas que ya no existen en la ciudad de Guatemala. El río Plátanos es el lugar que Fredy adoptó junto a su familia. «A veces yo vengo de la capital y vengo estresado. Solo me pongo mi calzoneta y todo. Es una gran bendición tener un río cerca y todavía pasa limpio. A mi hijo le gusta ir a pescar y nos vamos. Todavía se agarra, no tan grande, pero bien se hace algo».

Cuando puede aprovecha las últimas horas de luz para bajar al río. En la época que el sol se oculta más temprano lo hace igual, acompañado de un foco que sostiene seguro porque conoce el camino. 

Para Fredy pesa más descansar unas horas en el río con su familia, el costo de conservarlo es pasar cuatro horas diarias en un bus. 

Si pudiera cambiar algo, hace una petición que no es exagerada: «Pues no veo otra clase de transporte más que los buses. Pero sí que no lo sobrecarguen tanto, que le dieran su mantenimiento y que las personas que lo manejan fueran gente de experiencia. Porque otra clase de transporte pues le sale más caro a uno». 

Por algún tiempo Fredy recordará la tragedia, quizás al entrar al bus, cuando perciba que van demasiado rápido, o al atravesar el puente Belice. Sus vecinos y familia hablarán de eso por algunas semanas, también lo harán las redes sociales. Pero al pasar los días el tema se irá disipando. 

Dejarán de circular fotos de los fallecidos y terminarán los mensajes de consuelo a las familias enlutadas. La empatía regresará a sus niveles normales. Aunque ocurrió una tragedia, Fredy tendrá que volver a levantarse a las 3:15 de la madrugada para llegar a su trabajo. 

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