El día de la inauguración de su segundo mandato, Donald Trump demostró que llegaba a la presidencia con un plan. Más de cien órdenes ejecutivas estaban listas para su firma. Muchas de ellas eran violatorias de la Constitución (tal como una destinada a eliminar el derecho a la ciudadanía por nacimiento), pero eso no era lo importante. Se trataba de imprimir un ritmo vertiginoso a la acción presidencial, sentar el tono imperial como característica, lograr un efecto caótico, saturar. Nada mejor que ocupar a la prensa, los opositores políticos y la opinión pública con discusiones airadas, mientras él y sus más cercanos se movilizan en pos de los intereses que los animan y que iremos viendo revelarse.
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En todo caso, presenciamos una vorágine de imprevisibles consecuencias para el orden mundial. Los vientos que la alientan no son promisorios: el racismo, la noción de que el más fuerte debe someter al débil para demostrar grandeza, los autoritarismos, la pérdida de la institucionalidad, la nueva versión del «dejar hacer y dejar pasar» a los grandes oligarcas para apropiarse de los recursos (fiscales y naturales), la vieja política norteamericana del «gran garrote» y la manipulación de las masas mediante la desinformación, son parte de la compleja maraña. La historia nos relata el grado de sufrimiento que esto tiene la potencialidad de causar.
¿Cómo afectará a Guatemala el giro en la política estadounidense?
Donald Trump sabe que debe alimentar a su base electoral con imágenes impactantes sobre el aspecto más encendido de su campaña electoral: la deportación masiva de inmigrantes. La mayoría de migrantes sin visa son latinoamericanos y, debido a la cercanía de Estados Unidos, México es el país con mayor población en esa situación. Sin embargo, Guatemala ocupa un lugar importante junto a El Salvador y Honduras. La deportación de inmigrantes no es algo que inaugura este mandatario. De hecho, el gobierno de Biden superó los logros de la anterior gestión republicana.
A pesar de la gran movilización de esfuerzos para cumplir con las promesas de campaña, deportar no resulta sencillo. Resulta institucionalmente demandante y, además, es caro. El desafío empieza por la dificultad de los números. No existe certeza de cuántos son los que deben ser deportados. Solamente en el caso de Guatemala, el último censo celebrado en Estados Unidos, en 2020, arroja una cifra de más de un millón mientras que, a partir de sus registros consulares, la Cancillería guatemalteca estima que podrían ser cerca de tres. Remover de territorio norteamericano a una cantidad significativa de personas dispersas, relegados al anonimato por la falta de registro migratorio, muchos de ellos en áreas rurales o pequeñas ciudades, exige un esfuerzo logístico descomunal y una inversión considerable.
Por estas razones, frenar la migración desde sus orígenes resulta indispensable. De allí que muchos de los esfuerzos de la cooperación norteamericana hayan sido destinados a paliar problemas estructurales tales como la pobreza, la falta de acceso a servicios básicos como educación o salud, o la violencia. Muchos de estos proyectos han sido financiados por la agencia USAID, que ahora está suspendida.
Pero los proyectos de cooperación no pueden sustituir la necesaria acción del Estado. No es nuevo para los Estados Unidos que, debajo de las condiciones de subdesarrollo, está la corrupción estructural. Y de que no puede detenerse la migración con la alianza a gobiernos corruptos, indiferentes a las necesidades básicas de los más vulnerables. Es relevante hacer notar que, según la información recabada por los censos realizados en Estados Unidos (datos tomado del reportaje de No Ficción), la migración de personas desde Guatemala hacia los Estados Unidos aumentó un 60% entre los años 2010 al 2020. Se trata de un verdadero éxodo y no es coincidencia que haya iniciado en los años en los que se disparó la corrupción estructural con una triada de gobiernos vinculados al crimen.
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Marco Rubio, secretario de Estado nombrado por Trump, no parece ajeno a esta conexión de causas y efectos. En su reciente visita a Guatemala, dedicó una parte significativa de su discurso a subrayar la importancia que su gobierno da a la postura institucional del presidente Bernardo Arévalo y su reconocimiento de que él representa la estabilidad democrática necesaria para permitir el desarrollo del país, como salida sostenible y de largo plazo a la migración no autorizada. Este espaldarazo es un mensaje dirigido a los operadores de la corrupción y a quienes los manejan tras bambalinas: no habrá respaldo para sus propósitos golpistas. La razón es muy pragmática. No quieren más inmigrantes y no tolerarán los desmanes de la ingobernabilidad.
Pero no es la única preocupación del gobierno norteamericano. También se trata de frenar el narcotráfico y, para lograrlo, ha declarado a los carteles como organizaciones terroristas. En una entrevista para Plaza Pública, el ex embajador de los Estados Unidos Stephen MacFarland resaltó que esto «abre el abanico de condenas y persecución que aplicarían no solo a los integrantes mismos del cartel sino a la gente que los apoya. Por ejemplo, los bancos que les permiten usar sus cuentas» A lo manifestado por MacFarland habría que añadir que, conforme la orden ejecutiva firmada por Trump, se considera parte integral del peligro para la seguridad de los Estados Unidos la penetración de las organizaciones criminales en los gobiernos del hemisferio occidental. No hay más que revisar cuántos funcionarios en Guatemala tienen familiares entre los extraditados por narcotráfico para comprender que el fenómeno nos atañe.
En cuanto al sistema financiero, la Intendencia de Verificación Especial (IVE) reportó que, a finales del 2023, los análisis de las transacciones financieras arrojaron un monto por posible lavado de dinero que alcanzó cerca de ocho mil millones de quetzales, suma que prácticamente duplicó lo reportado en el año 2022. Es decir, solamente en un año, se duplicaron los movimientos sospechosos. Frente a esta delicada denuncia, ¿cuál ha sido la efectividad del Ministerio Público? ¿Se podría considerar un apoyo a las organizaciones criminales que lavan dinero el garantizarles impunidad o el estos fondos no sean recuperados conforme la Ley de Extinción de Dominio?
Otro de los cabos que puede atarse a la lucha transnacional contra el narcotráfico es la corrupción en los puertos del país. En su visita, Marco Rubio a Guatemala ofreció apoyo de los Estados Unidos en la mejora de su infraestructura, sin embargo, la corrupción que priva en los mismos va a ser una limitante si el gobierno guatemalteco no logra tomar el control de la seguridad, con apoyo norteamericano. Nada mejor para la institucionalidad en Guatemala que impedir a las organizaciones criminales su actual prosperidad.
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En conclusión: Marco Rubio sabía a qué venía. Y no es ajeno a la realidad de que la corrupción estructural es uno de los principales factores para la migración, pero también está íntimamente vinculada al trasiego de drogas y otros crímenes como la trata de personas. Y si bien los acuerdos alcanzados también se refieren a un aumento en los vuelos de deportados y a que Guatemala reciba migrantes extranjeros como apoyo logístico para repatriarlos a sus países de origen, el meollo de su visita pareció orientarse a dejar claro que no conviene a los intereses de los Estados Unidos la pérdida de la institucionalidad democrática o hacerse de la vista gorda en relación a la corrupción o el crimen.
El sabor que deja la llegada de Trump al poder y la subsecuente visita de Marco Rubio a Guatemala forman una extraña mezcla. Hay un ambiente de incertidumbre y volatilidad que no puede soslayarse. Pero también una determinación de manifestar sin ambages el apoyo a la estabilidad en países como el nuestro, capaces de generar fenómenos indeseables por su histórica debilidad institucional. Son estos países los que buscan las organizaciones criminales para afincarse. Son estos países que, debido a la ausencia de gobernanza, generan miseria y provocan éxodos masivos difíciles de asimilar, sobre todo porque grupos ideológicos alientan ideas racistas y de menosprecio a los derechos humanos.
En todo caso, estamos frente a una tragedia humanitaria. Miles de guatemaltecos serán vejados en Estados Unidos antes de ser repatriados. Muchos de ellos serán separados de sus familias, tendrán pérdidas económicas y volverán endeudados. El país sigue sin resolver sus centenarios problemas de ausencia de servicios básicos y oportunidades. Con carencias estructurales como la falta de escuelas secundarias o formación para el trabajo, sin servicios de salud o movilidad que puedan rápidamente incorporar a los jóvenes, habrá que recibirlos y reaccionar a la emergencia. Se trata de una llamada a la acción que debe despertar al gobierno de Bernardo Arévalo. Pero también a la sociedad guatemalteca.¿Podemos, finalmente, imaginar y construir una Guatemala donde los jóvenes tengan futuro? La pregunta flota en el ambiente.