Todo ello, sin embargo, seguía contrastando con el desencanto de la realidad de una democracia política que no aseguraba el horizonte del bienestar común y que tenía frente a ella el onírico sueño de sanar sin justicia la guerra de décadas, así como la muerte y la desaparición de tantos.
Soy de esa generación que no recuerda la guerra y que poco entendió el significado de ese 29 de diciembre de 1996. De la guerra supe en el colegio por los profesores y por los libros de texto. Debí des...
Todo ello, sin embargo, seguía contrastando con el desencanto de la realidad de una democracia política que no aseguraba el horizonte del bienestar común y que tenía frente a ella el onírico sueño de sanar sin justicia la guerra de décadas, así como la muerte y la desaparición de tantos.
Soy de esa generación que no recuerda la guerra y que poco entendió el significado de ese 29 de diciembre de 1996. De la guerra supe en el colegio por los profesores y por los libros de texto. Debí desentrañar de a pocos —y con cuidado— el silencio de la familia, ya que el dolor sigue allí. Pero crecí en democracia, es decir, en una cierta seguridad de que el tiempo no regresaba y de que había ciertos valores que habíamos logrado hacer nuestros. El enemigo interno y el miedo al cuco del comunismo eran parte del glosario pasado.
No era cierto. La masacre de Alaska nos remitió a entender nuestra historia reciente como una continuación de la guerra. En 2013, el juicio por el genocidio ixil volvió a resucitar los miedos de las élites, que creyeron que bastaba con la firma de la paz para voltear la página. Pero la búsqueda de la justicia de los sobrevivientes desenmascaró una democracia de fachada, y los defensores de un país sin justicia echaron mano del discurso nacionalista, de los enemigos de Guatemala, del orgullo militar para recordar que no se debe cuestionar a quien tiene el poder en este país.
Este discurso se nutrió en 2016 —en medio del inicio de la discusión legislativa sobre las reformas constitucionales al sector justicia— del miedo a ser una Venezuela, a ser una Guatemala dividida por el reconocimiento de los sistemas de justicia indígenas. Y vaya si no teníamos miedo de perder la soberanía nacional. Como si no supiéramos que el poder en este país está lejos de ser de la ciudadanía. Se despertaron los miedos y se convocó a los odios: hablan de la alianza criminal de izquierda y de la conspiración socialista. La discusión ha subido de tono.
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El presidente y sus ministros, los diputados, los partidos políticos y sus liderazgos más importantes, los formadores de opinión pública (columnistas y conductores de programas de televisión y radio) y los usuarios de las redes sociales se han encargado de radicalizar las posturas. Simplifican la realidad. Se infunde el miedo a perder los privilegios y se protegen de una falsa amenaza con posturas antidemocráticas. ¿Estamos frente a una polarización real [1]? ¿Frente a una de tipo ideológico? O más bien, como lo explica Santiago Silva, ¿estamos frente a una polarización ficticia —e inducida— que se intenta revestir de interés colectivo, lo que realmente es solo de bien para algunos? En otras palabras, por defender la supuesta soberanía nacional estamos defendiendo la impunidad de quienes se burlan de ella para salvarse de la justicia.
El costo de la polarización es nuestra democracia, la que se construye con el diálogo y el debate respetuoso de nuestras ideas y de nuestras diferentes posturas ideológicas. Cediendo a la polarización nos arriesgamos a ceder la posibilidad de comprender críticamente nuestra realidad y a aceptar las explicaciones que unos cuantos dan para todos. Damos la espalda a la posibilidad del encuentro y, por lo tanto, de vernos en quien está junto a nosotros. Consentimos el miedo y el prejuicio.
¿De dónde nace el miedo?
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[1] En política, polarización es el proceso por el cual la opinión pública se divide en dos extremos opuestos. También se refiere a las facciones extremas de un partido político que ganan espacio o apoyo dentro de este. En cualquiera de los casos, como consecuencia de la polarización, las voces moderadas pierden poder e influencia.
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