Desde entonces ambos países han sido considerados enemigos uno del otro y en varias oportunidades la posibilidad de una guerra ha sido latente.
Uno de los principales agravantes de esta relación ha sido la actitud militarista con la que ambos regímenes han abordado sus problemas. Después de la crisis de rehenes de la embajada, los Estados Unidos apoyó a Irak cuando este invadió Irán provocando una guerra. Las constantes disputas fronterizas y el temor a una revuelta chiita en Irak fueron la excusa para el dictador Saddam Hussein quien felizmente recibió todo tipo de armas y maquinaria bélica de los Estados Unidos para enfrentar al enemigo de ambos. En efecto, leyó usted bien, los Estados Unidos apoyó al terrible dictador a quien 20 años después derrocaron. ¿Quiere saber cuál fue la guinda de este sangriento pastel? El enviado especial de los Estados Unidos para la venta de armas a Irak durante su guerra con Irán fue uno de los arquitectos de la invasión a este mismo país en el 2003: Donald Rumsfeld.
Para complicar aún más la trama de esta retorcida historia, en 1986, los Estados Unidos le vendieron armas a los iraníes para financiar las operaciones de los contras en Nicaragua. Así es, nuevamente leyó bien. Esta vez los Estados Unidos armaron a su enemigo Irán en contra de su entonces aliado Irak (quien después se convierte en su enemigo) con el fin de financiar a un grupo de paramilitares contrainsurgentes. Obviamente los resultados de estas operaciones fueron nefastos dado que prolongaron el conflicto entre los dos países del Medio Oriente y a la vez agravaron la situación en Centroamérica.
Los iraníes, por otro lado, no fueron unas mansas palomas. El régimen del Ayatolá Ruhollah Jomeini fue en los años ochenta uno de los principales Estados promotores del terrorismo internacional. Bajo su política exterior antisionista y antiimperialista, Irán financió particularmente y entrenó a distintos grupos terroristas en el Medio Oriente con el objetivo que dirigieran sus ataques contra los Estados Unidos, o como él los llamó “El Gran Satán”. Sin embargo, como suele ser el caso la gran mayoría de estos ataques, fueron realizados en países vecinos generando pérdidas, caos y muertes locales más que afectar directamente los intereses del enemigo. Indudablemente el Ayatolá Jomeini causó tanto o más daño en la región que el juego de poder de las grandes potencias mundiales.
El otro agravante de esta relación es el fundamentalismo religioso que ha alimentado un odio espeso entre ambos países. Recordemos primero que las concepciones fundamentalistas tienen su origen en denominaciones protestantes estadounidenses de fines del siglo XIX. La disciplina de estos grupos de interpretar literalmente la Biblia generó primero desconfianza en otros grupos sociales que luego degeneró en actitudes discriminatorias, racistas y de terrorismo como lo es el caso del Ku Klux Klan. La revolución islámica iraní fundó el primer Estado teocrático moderno y sentó las bases para un fundamentalismo religioso-político que permitió el surgimiento de grupos terroristas islámicos. Para lograr esto, Jomeini armó un ejército de mulás que son hombres versados en el Corán y la ley sagrada. Estos fueron responsables del adoctrinamiento de cientos de miles de jóvenes durante la revolución en Irán y en otros países, para convertirlos en “guerreros santos” y perpetuar actos terroristas en nombre de la religión.
Estos dos aspectos han generado un estira y encoge entre ambos países cuya relación debe ser vista con precaución puesto que constituye una de las principales fuentes de desestabilidad de la política mundial. El supuesto plan iraní para asesinar al embajador saudí ante los Estados Unidos, es una dosis más de sal a una herida que lleva ya más de tres décadas.
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