Uno donde los diputados/legisladores/representantes gocen de las posibilidades de cumplir el mandato de 1) legislar el bien común, 2) intermediar con la ciudadanía y 3) fiscalizar al sector público y al privado. Todo eso que está escrito en los manuales de ciencia política no aparece en los libretos doctrinarios de la derecha económica.
Y los partidos tradicionales, aprovechando los excesos de corrupción y de discrecionalidad en que han incurrido en el seno del Congreso, claman por orientar la crisis hacia objetivos antidemocráticos.
Consciente de lo anterior, los sectores económicos tradicionales, cuya agenda es el neoliberalismo (i. e., un Estado presupuestariamente chico y fiscalmente asfixiado), inflaman un populismo de derecha que se expresa en afilar sus navajas hacia el Congreso promoviendo 1) la depuración cual adalides morales, 2) la reducción de diputados y 3) el cierre del Congreso (los más radicales). Todo esto consolidaría su dictadura ideológico-económica.
Es obvio que la dictadura oligárquica neoliberal necesita de un Congreso débil para seguir promoviendo las transferencias de riqueza hacia sí misma, pero también, con sus posturas de clase, para culpar a los trabajadores organizados del desequilibro fiscal y de la corrupción en el sector público.
El saldo final sería que, si por ejemplo el sistema de salud o el sistema de previsión del IGSS no sirven, será a causa de la corrupción de los sindicatos y de los políticos, de modo que habría que privatizar hospitales y redes de servicios. De hecho, así lo proclaman sus voceros sin rubor.
Y tampoco les ayuda que los trabajadores del sector público gocen derechos de los cuales carecen las maquilas y los comercios en general, donde hasta el salario mínimo se regatea.
De ese modo, desde mi punto de mira, la democracia republicana y los derechos laborales están bajo ataque, por lo cual les toca defender la democracia a una clase política democrática, a las clases medias y a los trabajadores por medio de los servicios públicos.
La experiencia de la época Thatcher-Reagan demuestra cuáles fueron las fases de dicho plan.
En cambio, la alternativa proclamada por los sectores democráticos es limpiar y ordenar la casa, fortalecer la transparencia de procesos, reformar las reglas del juego y reducir la discrecionalidad. Una alternativa más amplia es promover reformas constitucionales de fondo para corregir las fallas del sistema político.
Sin embargo, mientras las condiciones no estén dadas para lo profundo, la progresividad de las reformas debe coincidir con la indignación ciudadana, de tal manera que se aprovechen ventanas abiertas como la acción del presidente del Congreso, Mario Taracena, que ha de juzgarse como la acción de un diputado y de un funcionario público consciente de la crisis del sistema político.
Queda apoyarlo a seguir adelante y acotar sus posiciones cuando la prudencia política lo indique.
Pero lo que queda por delante no es menor: 1) renegociar el pacto colectivo del Organismo Legislativo (OL) y lograr acuerdos de reducción de la planta administrativa pese al emplazamiento sindical, 2) reformar la Ley de Servicio Civil del OL, 3) fortalecer la transparencia y renovar la imagen del OL y 4) reformar la Ley Orgánica, que modifica las actuales reglas del juego, signadas por la discrecionalidad de los bloques mayoritarios.
Esto último tuvo un consenso productivo el sábado 30 entre la mayoría de los bloques y debería adquirir forma en una nueva ley durante la primera semana de febrero. Tales asuntos, si bien van caminando, se enfrentan, según mi perspectiva, a tres factores externos que implican distintas presiones: 1) la opinión pública, 2) los sectores tradicionales de poder y 3) actores externos como la embajada estadounidense y la Cicig.
Respecto a lo primero, está claro que hay una ciudadanía harta de la corrupción, que ya probó que con sus movilizaciones y pronunciamientos puede revertir algunas cosas puntuales. Tiene de su lado que el Ministerio Público y el sistema de justicia comienzan a rendir frutos.
Sin embargo, sus acciones tienen dos límites. Por un lado, la unidimensionalidad de los medios de comunicación masivos, que suelen mostrar el punto de vista de las élites económicas tradicionales y por ende crean un sesgo en la opinión pública, además de que enfatizan la superficialidad en aras de sus intereses comerciales. Y por otro lado, la escasa conexión con factores políticos institucionales, que hace que la antipolítica de todos los extremos tenga un nicho fértil en las consignas sociales de la actual coyuntura y sin querer termine favoreciendo el statu quo.
En efecto, no hay nada más antirrepublicano que pretender un Congreso pequeño, débil y arrinconado. La única explicación a tal actitud antidemocrática sigue siendo el deseo de llevar adelante el programa ultraliberal en el cual están puestas las intenciones de los sindicatos patronales.
En la actualidad se requiere responsabilidad, pero no es fácil. Una clara lectura de los hechos ayuda, pero hay que tener claro que el ambiente, si cayera en una asamblea constituyente sin una reforma electoral profunda y democrática, solo abonaría a la desigualdad y a la inequidad del sistema.
En ese contexto se requiere un equilibro de capacidades y de pactos, uno en el cual el Congreso en general y los diputados en particular deben demostrar independencia en función de los intereses nacionales, y no de intereses particulares.
Sin perder de vista lo anterior, todavía está pendiente ver cuál será el rumbo que tomará el gobierno de Jimmy Morales, cuya agenda sigue siendo una incógnita que abonará o amortizará la crisis.
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