Todo se resumía a ignorar mis propias expectativas y anhelos para responder solo a las demandas e imposiciones de una sociedad violenta, religiosa, conservadora, doblemoralista e injusta. Conviví con expresiones de violencia en los círculos familiares, en las calles, en las camionetas, en la escuela, en la universidad. Se me pedía callar y sonreír, ser buena.
Como era de esperarse, nunca pude serlo. Me enfurecía tener que callar y fingir normalidad al observar a las mujeres de mi familia con los ojos y el cuerpo morados por los golpes que les daban sus maridos. Me llenaba de terror y rabia ante hombres que en los buses me tocaban, me gritaban obscenidades, me mostraban el pene, me seguían y amenazaban. Lloraba de impotencia al escuchar las historias de violación que sufrían mis amigas cercanas, frente a las que no podía ni debía hacer nada. Me dolía vivir sumida en tanto miedo. No podía ser buena, callar y fingir aunque tratara. Sentía demasiado dolor. Además, me sentía culpable de no poder ser lo que esperaban de mí. Me sentía frustrada y fracasada de no ser la buena mujer que debía ser.
Es por ello que me permito el atrevimiento de hablar un poco de los feminismos en primera persona, ya que estos me salvaron del dolor y ahora les debo gran parte de mi felicidad. Los feminismos, que son muchos, nacen de la observación de distintas sociedades en momentos históricos concretos y, como ellas, han variado, se han transformado y proporcionan distintos análisis y distintas herramientas. En términos sencillos, luchan por que la sociedad sea un espacio de libertad en el cual cada persona, sin importar su sexo, sea profundamente respetada por ser humana, pueda elegir cómo quiere vivir su vida y pueda hacerlo libre de violencia e injusticia.
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En mi experiencia personal, justo en medio de la aflicción de no cumplir las expectativas sociales y de hacerme adulta, todo cambió, para mi dicha, al conocer a muchas otras mujeres que como yo sentían dolor, pero lo transformaban en una fuerza capaz de cambiar vidas de manera anónima, silenciosa y solidaria. Mujeres feministas. Mujeres raras, inteligentes, fuertes, osadas e incansables que hacen lo que pueden por cambiar este país con sus propias manos un día a la vez. Redes de mujeres que desde sus habilidades rescatan a otras de la violencia y el abandono. Mujeres constructoras de conocimiento comunitario y académico. Mujeres que en sí mismas son patria, hogar, casa, familia, consuelo y hermandad para otras mujeres que las necesitan. Mujeres que con su ejemplo enseñan otras formas de vivir y estar en el mundo. Mujeres que con su propia existencia rompen los mandatos sociales que menosprecian a las mujeres y a las niñas.
En nuestro país no hace falta ir muy lejos para ver cómo la violencia contra las mujeres y las niñas es constante y está presente en todo momento. Basta con preguntarles a las mujeres que tenemos cerca si alguna vez sufrieron violencia. Observamos fácilmente la exclusión, la miseria y la discriminación en cada esquina, en la niña de 11 años que vende chicles y carga en su espalda a otro niño que nació producto de una violación, en el grupo de adolescentes que viven en un cuarto y hacen tortillas los tres tiempos sin recibir un salario digno, en las mujeres que callan con los labios, pero gritan por los ojos en cada rincón del país.
Este país es violento en extremo, uno de los más violentos del mundo, y a pesar de ello subsiste porque mujeres extraordinariamente fuertes lo llevan cargado en sus espaldas. Y esa noticia, en realidad, no es nueva ni extraordinaria. La novedad, sin embargo, y a pesar de sus tantos detractores asustados por el riesgo de perder sus privilegios, es que muchas nos estamos poniendo el nombre que nos corresponde, nos reconocemos como feministas y estamos haciendo juntas cosas maravillosas. Y esas son buenas noticias para toda la humanidad porque los feminismos llaman a la construcción de una sociedad distinta, humana, respetuosa, libre de violencia. Una sociedad en la que podamos vivir sin tener que sufrir por ser lo que somos. Una sociedad en la que no se necesite aguantar y callar para encajar. Una sociedad en la que baste con solo ser persona y nada más.
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