Ambas son como faros de vida, de una ética a la que me he asido con fuerza y alegría. La autenticidad y el servicio son hoy opciones libres que me constituyen: nunca tendré vergüenza del lugar de dónde vengo, de quién soy; y darse a los demás, a lo colectivo, es una manera de ser en el mundo. En la palabra dicha se ha entrelazado íntimamente la coherencia de sus actos, y esa posibilidad me da esperanza de ser así algún día.
Cada vez que escucho la vida de mi mamá, me sorprende. Nació hace 70 años en El Jocotillo, Villa Canales, una aldea pequeñita de piñas, flores y caballos. Un lugar entre fincas. Es la historia de una niña que creció con una sola muñeca, una de plástico, morenita, de pelo corto, con un chaleco de tela. Ana María caminaba cinco kilómetros para ir a la escuela, descalza para no gastar los zapatos, y a veces también dormía en los cafetales. Escuchó alguna vez a la Llorona antes de partir para vivir en Chinique de las Flores, estudiar en Cuilapa y ser una albañil de su propia casa o pensionista cerca del colegio Don Bosco mientras lidiaba con su timidez en el INCA.
Las fotos guardan esa imagen de una joven guapísima, sentada sobre el capó de un carro amarillo en un campo abierto, el pelo al viento. Otra es de ella con su traje de gala de enfermera, con la cofia y la capa, a punto de graduarse para atender a tantos enfermos en el hospital nacional de Antigua Guatemala o en el San Juan de Dios. Los atendió durante muchísimos días, en medio del dolor y del caos, como ese 4 de febrero de 1976, cuando no había espacio en camillas, salas o pasillos y debieron cerrarse las calles aledañas al hospital.
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Es la mujer que guardó con cuidado los pants que mi papá les trajera a mis hermanos de un viaje de trabajo. Y cuando ya tuve talla para usarlos, usé los tres. En ese cuidado de lo que teníamos nos enseñó que todo se comparte, que lo que no necesitamos es de alguien más. Aprendí que, si tocaban el timbre de la casa de la zona 5, siempre había algo para calentar y dar al Cachetón o al Viejito. La he visto cuidar el agua con amor. Si no tiene jabón, la reúsa para regar las plantas del jardín, y su gesto ha hecho crecer chiles pimientos en las macetas de la casa.
Durante las vacaciones recorríamos la ciudad. Tomábamos un ruletero e íbamos a vender Jafra. Y, para mí, Ana María era como una de esas mujeres que salían en los catálogos que mostraba. Con ella conocí la Limonada para visitar a Ángel, ese joven que me marcó de chavita. Cada año, por agosto, nos encaminábamos al zoológico, al Museo de Antropología, Historia Natural y Arte Moderno. Cuando tuve mi primer corazón roto, le pidió a mi papá que fuéramos a dar una vuelta (la sexta avenida era aún transitable), y cruzamos esta ciudad hasta la plaza Berlín. Nunca se lo he dicho, pero siempre que busco tranquilidad regreso al Mérida o doy vueltas en el carro por la Reforma y Las Américas.
Ver a mi mamá sonreír es el logro de una vida alcanzado a pura plenitud auténtica y solidaria, servicial. Es también el cariño vuelto relación diaria y común con quienes la rodeamos. La sonrisa de esa mujer valiente y fuerte es la certeza de que tengo un ejemplo de ser y de dar desde la mujer que soy, también gracias a ella. Celebro tu vida. Mi mamá sonríe y yo sonrío.
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