El lunes 16 de marzo, un grupo de 36 guatemaltecos que venían de Europa quedaron varados en el aeropuerto de Costa Rica debido al cierre del aeropuerto La Aurora. Haciendo un esfuerzo extraordinario, las autoridades del Ministerio de Relaciones Exteriores de Guatemala coordinaron el rescate de esos connacionales inmovilizados en Costa Rica.
Al grupo original que venía de Europa se fueron uniendo otros pasajeros, en su mayoría guatemaltecos que estaban desde antes en Costa Rica (ese era mi caso) y quedamos también a la deriva, además de otros compatriotas que viajaron de diferentes destinos para poder tomar el vuelo de rescate. Al final éramos más de 90 cristianos unidos por el deseo de reunirnos con nuestros seres queridos en Guatemala.
El vuelo, que estaba previsto para el miércoles a las 9:30 de la mañana, terminó saliendo a las 4:45 de la tarde. No entraré en detalles de la situación que vivimos. Solo diré que el encierro, la espera y la incertidumbre de no saber si viajaríamos exponía al grupo a un estrés significativo. Tanta era la angustia que, cuando finalmente aterrizamos en suelo guatemalteco, apenas si se escucharon algunos aplausos de los más entusiastas.
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Los demás sabíamos que aún faltaba un protocolo por cumplir dentro y fuera del avión antes de ver a nuestras familias. El personal de salud ingresó, nos informó del procedimiento y empezó a tomarle la temperatura a cada pasajero. El resultado se decía a viva voz, de modo que la tensión era enorme.
—Treinta y seis punto dos —me dijo el médico y lo anotó en una hoja.
Mis sentidos estaban activados por el estrés, así que alcancé a escuchar los resultados de hasta tres o cuatro filas alrededor mío. «Los hombres presentan una temperatura más baja que las mujeres», concluí en mi mente.
Se anunció una nueva ronda. Los médicos nos volverán a tomar la temperatura, esta vez con otro aparato. Esta vez salí con treinta y seis punto cuatro. Respiré aliviada.
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Dos pasajeros no tuvieron la misma suerte. A ambos los retiraron del avión para ser hisopados. La tensión aumentaba. Quizá todos estábamos repasando mentalmente si estuvimos cerca de ellos, si conversamos, si les dimos la mano o si hicimos cualquiera de esos gestos humanos y cotidianos que hacemos siempre sin pensar. Un silencio que se puede cortar se apoderó de la cabina.
En grupos de diez nos pasaron a una carpa de la Cruz Roja. Nos indicaron que estaba prohibido entrar a las instalaciones del aeropuerto. Alguien le sugirió al médico que pasaran los niños primero, y yo iba a decir que los ancianos también, pero el encargado rápidamente intervino terciando que para él todos eran iguales y que no iba a empezar con eso de las prioridades. Absurda su decisión. Los grupos vulnerables deben ser prioridad en cualquier situación de riesgo. Este es un mandamiento incuestionable.
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Cuando llegué a la carpa, pasaban de las ocho de la noche. Había solo tres personas llenando los cuestionarios con la misma información que ya nos habían pedido en el avión, solo que ahora lo hacíamos casi a oscuras porque no había luz eléctrica. Poco a poco fueron llegando más pasajeros y la carpa se hizo chica. En la oscuridad podía ver los rostros tensos. Evitábamos hablarnos, pero estábamos a menos de un metro de distancia.
Los médicos nos repetían las recomendaciones, pero nadie las seguía ahí adentro. Con la excepción de tres pasajeros que presentaron fiebre, el resto podíamos irnos a casa a cuarentena. Nos advirtieron que nos iban a llegar a visitar o que nos llamarían para controlar que la estuviéramos haciendo.
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Hoy es mi tercer día de cuarentena y no tengo noticias de ninguna autoridad del ministerio. Ni una llamada preguntando por mi salud o pidiendo que reporte mi temperatura (como se hace en otros países).
Nada.
Es mi responsabilidad y mi problema no contagiar a nadie más, y lo estoy haciendo con rigor absoluto.
El Estado no está.
Sigue ausente.
Algunas personas piden en redes sociales que se hagan más pruebas. Como en Alemania o en Corea.
Quizá imaginan que se trata de algo parecido a una prueba de embarazo. Ignoran que existe un protocolo que pasa por descartar otros virus respiratorios antes. Desconocen que tiene que ser un ente autorizado y especializado el responsable de hacerlas, ya que es urgente llevar un control epidemiológico que nos indique características y un registro georreferencial de los infectados.
Más aún, olvidan que para llevar ese control se requiere institucionalidad y personal calificado. Una institucionalidad que, por cierto, ha sido incapaz de hacer una sencilla llamada a una pasajera de un vuelo de rescate que ya reportó dos infectados.
La solución para Guatemala no pasa por más pruebas. Eso es como los que llenaron su alacena de papel higiénico. La OMS nos podría dar miles de kits, pero no tenemos la capacidad para usarlos.
La respuesta es contener el virus, quedarse en casa. Evitar el contagio. Aplanar la curva. La prioridad son los ancianos y las personas vulnerables con condiciones prexistentes. Ellos nos necesitan hoy más que nunca. No los abandonemos.
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