Cuando Marco Livio Díaz, superintendente de la SAT, convocó a una conferencia de prensa en días recientes, pocos se habrán sorprendido de sus hallazgos. La historia que él venía a contar era algo que los guatemaltecos saben de sobra. La apropiación ilícita de los fondos del erario, así como de todos los demás recursos del Estado, han sido la norma durante, al menos, los últimos doce años de gobierno.
Lo que el superintendente relató fue la existencia de una estructura de sociedades anónimas, algunas con experiencia, otras de cartón (sin activos, sin personal, sin sede social) dedicada a realizar negocios con el Estado. Más de 200 de estas empresas tenían registrada la misma dirección (que no existe). Más de 400 empresas fueron constituidas por el mismo abogado y la mayoría también compartían el mismo representante legal. Un trabajo burdo, sin ninguna sofisticación. Y, sin embargo, tuvieron la capacidad de orquestar, dentro del Estado, compras «con dedicatoria» por la portentosa suma de alrededor de 6,000 millones de quetzales y, además, defraudar al fisco entre 300 y 800 millones (según lo defina lo que resta de las investigaciones). Para hacerse una idea, la suma en cuestión es cerca de la mitad de la readecuación presupuestaria aprobada recientemente por el Congreso de la República. Toda ella destinada al beneficio de personajes vinculados a las esferas políticas y a un sector privado que no dudó en aliarse con ellos.
El hecho mismo de la corrupción ya no sorprende. Durante los últimos 12 años se convirtió en el objetivo único de los gobernantes. Lo que sí sorprende es que Consuelo Porras, en su calidad de fiscal general, pueda estar tan fresca asegurando la impunidad de los responsables. Frente a su inacción, la gente no cesa de preguntar ¿qué pasó con el dinero de las vacunas? ¿Y con los supuestos sobornos de la llamada «alfombra rusa»? ¿Y con el enriquecimiento ilícito de presidentes y allegados, diputados e, inclusive, magistrados y jueces? ¿No constituye el más flagrante delito de incumplimiento de deberes asegurar la impunidad ante tan ostentosa evidencia de enriquecimiento ilícito?
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Contrario a lo que se podría esperar, resulta que la fiscal general se siente más que cómoda con no investigar a los actores corruptos. De hecho, en fecha reciente, Plaza Pública presentó un reportaje interactivo donde puede examinarse cómo han sido liberados más de 118 personajes ya investigados e incluso confesos, en casos iniciados por la Comisión Internacional contra la Impunidad (Cicig) y la Fiscalía contra la Impunidad (FECI), al mando de Juan Francisco Sandoval. A partir de que salió Cicig de Guatemala y Rafael Curruchiche fue nombrado para dirigir esta fiscalía, su actividad principal ha sido procurar de forma activa o pasiva esta liberación, con el auxilio de un selecto número de jueces.
Ante el rotundo fracaso del Ministerio Público que, en lugar de cumplir con su función, asegura impunidad a personajes de conocida trayectoria criminal como Gustavo Alejos, Alejandro Sinibaldi o Manuel Baldizón, la respuesta institucional ha sido vender una mentira para consumo de los ilusos o para alimentar el discurso ideológico de los interesados: los casos investigados por Cicig fueron «politizados», y, por tanto, había que reencauzar la justicia. La verdad es otra: el Ministerio Público ha hecho, como bien lo ha documentado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), «un uso arbitrario del sistema penal que atemoriza».
Volviendo al caso presentado por el superintendente de la SAT, afirmamos antes que, ni la brutal corrupción, ni la defraudación fiscal sorprende a un pueblo curtido por la criminalidad de cuello blanco. Es tristemente conocido que Alejandro Giammatei movía votos en el Congreso a punta de sobornos y que, las múltiples ampliaciones presupuestarias que le concedieron y préstamos que le autorizaron, se utilizaron para los negocios que compartía con sus afines políticos. Esta fue su estrategia para asegurarse la «gobernabilidad». El erario sirvió como la gasolina que alimentaba el motor de un gobierno que aparentaba un consenso, sin fisuras.
Lo que sorprende es que, dada la actual falta de confianza en el sistema de justicia, la SAT, se atreva a presentar un caso que, necesariamente, involucra a muchos actores poderosos. Todo apunta a que los crímenes han podido configurar el lavado de activos y que el propio Departamento de Estado de los Estados Unidos está apoyando la pesquisa. Indudablemente, habrá que cuestionar a la Contraloría General de Cuentas o a la IVE que no hicieron saltar las alarmas como es la obligación de los órganos de control.
En todo caso, un crimen de corrupción que alcanza 6,000 millones de quetzales es una brasa. Y la cantidad de funcionarios públicos involucrados, así como miembros del sector privado, debe ser importante. La fiscal general, por más compromiso que tenga con la alianza criminal no podrá ignorarlo, o engavetarlo, o recurrir a la manida «reserva» para actuar con entera discrecionalidad, como se ha vuelto costumbre. En este caso, estará involucrada la SAT, la Procuraduría General de la Nación (PGN) y la Contraloría General de Cuentas. El propio ejecutivo ha ofrecido realizar investigaciones internas para comprender el paradero de los fondos «invertidos». Así las cosas, resulta prácticamente imposible ignorar el caso.
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Debemos esperar que, al sentirse acorralada, se multipliquen los ataques hacia el presidente Bernardo Arévalo y sus funcionarios. En estos últimos días dos miembros de su gobierno han sido involucrados en el supuesto delito de financiamiento electoral no declarado. Pero hay antejuicios ya presentados en contra de varios otros miembros del gabinete y contra el propio presidente. Así como la amenaza velada de una investigación por el supuesto fraude electoral que, a estas alturas, pretende atacar la elección del actual gobierno y robar a los guatemaltecos lo único que no habían podido arrebatarles del todo: el derecho a elegir cambios políticos mediante el voto.
El Ministerio Público se ha convertido en baluarte de una gavilla de personajes que tienen el corazón puesto en la autodestrucción. Convertir a Guatemala en lo que Donald Trump llamó con desprecio «un shithole». Para lograrlo, utilizan varias herramientas. Una de ellas es el poder punitivo que concentra el Ministerio Público y que sus autoridades se muestran dispuestas a emplear en la procura, no del imperio de la ley, sino de la ingobernabilidad. Apuntar los cañones del Estado a la destrucción del propio Estado no hace sino mostrarnos la capacidad de destrozo que tiene el crimen organizado cuando penetra el poder político y se alía a las élites económicas. Convierten en una quimera los ideales humanos de control del poder y de democracia. Disfrazan de ideología «conservadora» y religiosidad cristiana su exigencia de impunidad absoluta por los crímenes que cometen. Sus intereses extractivos, su ilimitada capacidad para corromperse, los ciegan ante el hecho evidente de que destruir la república es un vendaval que arrasa a todos.