Los líderes son un espejo de la sociedad al que puede ser tenebroso asomarse. ¿Qué valores representan quienes han gobernado Guatemala históricamente? Y, para simplificar, ¿quiénes nos han gobernado durante los últimos años?
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Para ser exitosas y encaminarse hacia el bien colectivo, las sociedades necesitan un liderazgo virtuoso. Esto implica ser conducidas por «los mejores»: aquellos que demuestran capacidad, sentido del honor y una inquebrantable lealtad a la nación que sirven. Dadas las eternas luchas por el poder, se trata de un ideal cuya realización resulta difícil. Sin embargo, exigirlo constituye la defensa de valores fundacionales, sin los cuales el destino es la entropía. Que gobiernen los peores no puede ser la norma sin que todos suframos las consecuencias.
El gobierno está dividido en tres poderes independientes, pero también existen otros que inciden de manera decisiva: los grupos económicos, las organizaciones sociales, los medios de información. Todos estos segmentos del poder tienen líderes cuya misión básica es luchar por materializar, en su trabajo cotidiano, los valores que dan forma y fuerza a una sociedad. Y son esenciales para el desarrollo político.
En Guatemala, este desarrollo es precario. El proceso de transformar el poder real en institucional ha sido una tarea parecida a la que describe el mito de Sísifo: el intento ciudadano de subir una enorme roca a una alta cima, pero el peñasco vuelve a caer y debe iniciarse el esfuerzo, una y otra vez. Esto apunta a un liderazgo fallido. O quizá, a un sistema impenetrable de poder que no permite a los líderes con ímpetu transformador lograr sus objetivos. El nombre del juego es lograr que nada cambie.
Debido a la débil o inexistente institucionalidad, muchos de quienes ocupan los más altos cargos no actúan en ejercicio de sus funciones, son simples operadores. Por tanto, no se sienten obligados a rendir cuentas y nunca podría pensarse en ellos como dotados de valores cívicos. La mayoría son penosamente ineptos, abiertamente deshonestos y capaces de degradar con su presencia cualquier institución. Basta con analizar qué logros han tenido en los últimos años diputados y alcaldes que encarnan la «representatividad» democrática. Los avances en materia legislativa o del gobierno local han sido prácticamente nulos e, incluso, hay un deterioro gradual, porque el mal gobierno acumulado resulta desastroso. Están allí, no por su capacidad o sus méritos. Las papeletas electorales no someten a elección a los mejores, sino a aquellos que se han puesto a disposición de las estructuras clientelares que llamamos «partidos políticos». Llegan a ejecutar una misión: corromper la función pública.
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Este fenómeno, que se conoce como corrupción estructural, implica una cooptación profunda de los sistemas que despoja al funcionario de la función misma. Lo convierte en un simple operador, un títere manejado desde fuera. Por supuesto, este despojo se realiza con plena consciencia y a cambio de importantes prebendas como el enriquecimiento ilícito y la impunidad. Quienes se prestan son los peores. Abundan en la administración pública y tienen en sus manos los intereses más vitales del pueblo de Guatemala. Quienes no se pliegan, son atacados, su acción entorpecida y, en el peor de los casos, criminalizados o asesinados.
En la elección más reciente de magistrados se pudo observar cómo funciona la corrupción estructural. La Constitución Política designó como electores a representantes del Colegio de Abogados y decanos de las Universidades, asumiendo que serían personas honorables. Pero el sistema logró ser cooptado desde hace años. Los abogados han llevado a la Junta Directiva del colegio que los agremia a personajes mediocres o abiertamente corruptos. En dichas elecciones, se vio a muchos de sus representantes promoviendo candidatos de una lista elaborada desde afuera. De igual manera, una investigación de Plaza Pública demostró que varios candidatos obtuvieron títulos de posgrado en 72 horas, sin mérito académico, solo para inflar las hojas de vida de participantes mediocres. ¿Querían estos líderes elegir a los mejores? o, ¿Funcionan como simples operadores de cabezas criminales?
Con líderes tales, que no supieron honrar la misión pública que les fue conferida, no solamente el sistema de justicia se degrada. Se degrada la certeza jurídica de todos los guatemaltecos y la confianza en las leyes. Pero también se apuntala la corrupción estructural porque para su existencia es necesaria la impunidad asegurada por las cortes.
¿Quiénes lideran los poderes ocultos? Es una pregunta crucial para comprender la historia de Guatemala. De hecho, fue el origen de la Comisión Internacional contra la Impunidad (Cicig) cuyo mandato era investigar a los «poderes paralelos» que desafían la institucionalidad. La comisión logró desvelar apenas la punta del iceberg. Aparte de incontables funcionarios, se destacaron poderosos operadores tales como Gustavo Alejos, Alejandro Sinibaldi y Manuel Baldizón, involucrados en diversos esquemas delictivos. Pero también quedó en evidencia el sector empresarial como un actor importante del financiamiento electoral ilícito, la corrupción de la obra pública y del aprovisionamiento de medicinas, el lavado de activos, casos de evasión fiscal y otros.
El pecado de la Cicig fue hacernos ver una alianza ancestral. El liderazgo de la élite económica como soporte de la corrupción estructural, no solamente al beneficiarse en forma directa, sino también al permitir al poder político ejecutarla con su apoyo, a cambio de impunidad. En Guatemala, los poderes económicos han gozado de un «dejar hacer y dejar pasar» que conlleva impunidad ambiental, fiscal, en las prácticas monopólicas, en las relaciones laborales y la absoluta condescendencia de los gobiernos a sus exigencias. Esto hace que sea prácticamente imposible la administración de los recursos naturales o del territorio en beneficio común. Ellos son, como dice la sabiduría popular, los «dueños de la finca».
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En fechas pasadas, las cámaras empresariales reclamaron airadamente al actual ministro de Comunicaciones, Félix Alvarado, por la situación de las carreteras. ¿Fue un ejercicio de sano liderazgo exigiendo rendición de cuentas? Hay razones para no creer en ello. Durante los gobiernos afines (puestos y acuerpados por ellos durante sus mandatos), vieron con parsimonia cómo se dilapidaban millones de quetzales en corrupción. Muchas de las obras que hoy se derrumban, son producto de esta complicidad silenciosa. Ahora reclaman porque el pueblo de Guatemala tuvo el atrevimiento de elegir a uno que no estaba dentro de su planilla. El silencio cómplice también acompañó las escandalosas acciones para evitar que tomara posesión. Se trata de socavar su gestión, quizá impedir que llegue a finalizar su mandato. De nuevo, la roca de Sísifo amenaza con rodar hacia abajo.
Existe una conexión entre la corrupción estructural y la degradación brutal del liderazgo político. El sistema se ve amenazado y toma como una anomalía al líder virtuoso, a quien cumple con su deber y es honrado. La historia del país está llena de ejemplos trágicos de líderes dedicados a la construcción del bien común marginados, derrocados, exiliados y, en el peor de los casos, asesinados. Basta revisar la lista de jueces independientes y fiscales valientes que se atrevieron a perseguir la corrupción en los últimos años y ahora están en el exilio. La virtud necesita de un ecosistema adecuado para sobrevivir. Y la lucha por dar un giro al país no puede ser cosmética. Si la corrupción es estructural, los cambios también necesitan llegar a la profundidad de la estructura de poder. ¿Cómo dar este salto sin un liderazgo claro, decidido y capaz?